Modernidad del terror
Terrorismo no es un vocablo intemporal. Menos aún, la expresión de un fenómeno ligado a específicos acontecimientos del siglo XX. Fijar su irrupción y decurso es, así sucede con todo vocablo, entenderlo. Sólo.
Es, la suya, una irrupción fechada. En el diccionario. Francés.
Debates de la Convention, a lo largo de un año, entre 1793 y 1794. Irrumpe allí, en dos variantes léxicas ligadas: terror y terrorismo. Cristaliza en dos oleadas. La primera (5 de septiembre de 1793) fija la voz; la segunda (10 de junio de 1794, o 22 Prairial del año II, si se prefiere) connota el corpus metafísico sobre el cual erige su sentido. Es el período cuyo retrato esbozará Victor Hugo medio siglo más tarde: "En esa tribuna, la guillotina tuvo su creador, Marat, y la inquisición el suyo, Montalembert. Terrorismo en nombre de la salvación pública, terrorismo en nombre de Roma, hiel en ambas bocas, angustia en el auditorio".
5 de septiembre de 1793, pues. El puerto de Toulon acaba de ser rendido a las fuerzas contrarrevolucionarias. París vive bajo la paranoia (pero una paranoia no tiene por qué ser ajena a realidad) del complot aristocrático en cada recodo del país en llamas. Urge promulgar una legislación de guerra. Sólo que... Sólo que a una guerra de nuevo tipo, a esta guerra revolucionaria que ha reinventado la estructura del ejército y la entidad misma de lo bélico, no puede sino corresponderle una ley marcial de corte estrictamente inédito. Si la guerra revolucionaria, al integrar a la entera ciudadanía en un ejército reinventado como máquina de identificación nacional, inauguró eso que Clausewitz llamará guerra moderna, la guerra sin línea de frente y retaguardia distinguibles, la ley marcial revolucionaria no podrá calcarse sobre la plantilla de las legalidades conocidas: porque su función, antes aún que la victoria en el terreno, no puede sino ser la de extender ese imperio de la identidad nacional por encima de cualesquiera convenciones acerca de lo público y lo privado. La ley de guerra busca sólo construir subjetividad revolucionaria: a eso llaman terror sus inventores. Un terror que, como norma de legalidad revolucionaria, debe ser siempre situado en el absoluto: un absoluto desde el cual sólo toda conciencia individual es identificada. El terror, como ley de marcial de la revolución, dibuja el horizonte de una universal guerra civil que regirá el próximo siglo y medio sobre Europa.
5 de septiembre de 1793. Convención Nacional. Proposición de ley jacobina para ejercer justicia sumaria contra los enemigos en armas que asedian a la Francia revolucionaria. Ley de guerra:
"Hora es de que la igualdad pasee sus hoces sobre todas las cabezas. Hora es de aterrar a todos los conspiradores. Pues bien, legisladores, poned el terror en el orden del día".
Placez la terreur à l'ordre du jour. Poned el terror en el orden del día. Ninguna otra cosa ocupará a los revolucionarios a lo largo de esos nueve meses de guerra civil que prefiguran los dos siglos que vienen. La tesis de Gusdorf es exacta. Sí, el terror ha estado, desde el inicio, ligado al desencadenamiento y destino de la revolución. 1793 y 1794 marcan sólo –pero esa marca, esa cursiva enfática, es esencial para el futuro de los siglos por venir– su propia tipificación legal. Y el terror –Gusdorf escribe el Terror, con sustantiva mayúscula– "aparece a quienes lo han vivido, y a quienes lo estudian, como la apoteosis de esa epopeya moderna que es la Revolución francesa, sí, pero también como su desenlace fatal" y el inicio de su crepúsculo. Es la industrialización de la muerte: la modernidad, al fin consumada.
Sin terror no hay revolución. Sin producción masiva de mercancía muerte (o producción masiva, al menos, de la capacidad y disposición de producirla) no hay terror. Ni historia. En la edad moderna, el terror –tanto como la convenida lucha de clases– es motor de la historia.
La respuesta a la pregunta de si la revolución hubiera sido posible sin el terror es no: la revolución, sin el terror, no habría sido. El terror es la política revolucionaria; su rito. Como bien supieron siempre los seguidores de Robespierre, para quienes el término es sencillamente sinónimo corto de Gobierno Revolucionario.
El terror institucional es condición de perseverancia de la revolución. De toda. De ahí el sinsentido de querer una sin el otro.
Ha nacido del desajuste entre el deber ser y el ser de la nación revolucionaria: a falta de una espontánea mutación de las subjetividades, se hace preciso recurrir a un procedimiento constrictivo que reduzca, desde lo institucional, las reticencias, e incluso retrocesos, de un sector social enquistado en el viejo mundo. Y el terror perdurará mientras la inacabada retórica de la revolución resuene: algo más de dos siglos. Con signos diferentes, y aun contrapuestos, es el sello de la modernidad en política; el paradigma sobre cuyo armazón formal se alza el Estado que sigue al derrumbamiento del Ancien Régime. El terror da, así, automatismo institucional a una necesidad mucho más vieja: la de dominar también a aquel cuya voluntad no es susceptible de concordancia con la mía.
No se puede querer la revolución sin el terror (tampoco la contrarrevolución). Es la lección de los cinco años que inventaron al hombre moderno: los que van de 1789 a 1794. No se puede querer ese identificador nacional al cual la era moderna llama Estado sin querer terror. La invención del nuevo sujeto político es definida por un marco irrebasable: entre angelismo y bestialidad.
En 1795, Garat, que fue constituyente primero, ministro de justicia en 1792 y ministro del interior en 1793, en pleno Gran Terror, dará cuenta fiel de aquel vértigo confuso:
"Asombraremos a los siglos venideros por los horrores que entre nosotros fueron cometidos; los asombraremos también por nuestras virtudes. Lo que será eternamente incomprensible, para aquellos que no hayan observado el espíritu humano, es el contraste inaudito entre nuestros principios y nuestras locuras. Con menos virtudes y mejor lógica, habríamos evitado casi todos los crímenes y todos los desastres. Fue casi siempre lo absurdo lo que nos llevó a lo horrible".
Lo absurdo. 1793. Chaumette, interpelando a la Convención: "El enemigo quiere matar de hambre al pueblo para que cambie su soberanía por un trozo de pan... ¡No haya cuartel! ¡No haya misericordia para los traidores! Si no les tomamos la delantera, nos la tomarán ellos; tracemos entre ellos y nosotros la barrera de la eternidad". La Convención estalla en aplausos. La barrera de la eternidad, la de la muerte, ha sido alzada como una infranqueable cuadrícula, en torno a cuyo trazo ninguno quedará vivo. "¡Seamos forajidos por la vida del pueblo!", exige Drouet. Muramos como tales. Lo horrible.
Muramos.
Septiembre de 1793 fija la voz, decía. Entre bandidaje (soyons brigands) y eternidad, religión del absoluto (la barrière de l'éternité), el énfasis hors-la-loi de la apuesta terrorista marca el vértice épico de la revolución; de toda. Ningún revolucionario de mi generación ha escapado, en el último tercio del siglo XX, a la seducción de ese vivir en el límite; ninguno en ningún tiempo; desde que revolucionario existe. El terrorismo sella el paso del derecho al absoluto, que es coesencial a la intuición revolucionaria.
Lo formularé en una primera tesis: el terrorismo es la forma específicamente ilustrada del monoteísmo; transcripción política que, donde Dios, pone Estado. Comte consagrará esa conjugación inseparable entre terror y Estado, en términos que no pueden sino juzgarse elogiosos: "El orden material exige, con toda necesidad, o el uso del terror o el recurso a la corrupción".
Razón y Terror pasan, a partir de ahí, a constituirse en coordenadas de la nueva religión del absoluto en que ha venido a constituirse la revolución, como suplencia de los viejos monoteísmos caducados. "La fuerza del pueblo y la razón son la misma cosa", proclamará Héraut de Séchelles, fijando un horizonte que no deja espacio judicial ya a más pena que la sentencia de muerte: esa higiénica depuración de lo monstruoso, de lo irracional más aún que de lo perverso. "Me he atrincherado en la ciudadela de la razón; saldré con el cañón de la verdad para pulverizar a todos mis enemigos", anuncia, el 1de abril de 1793, un Danton que, antes de ser desechado él mismo por la máquina revolucionaria, exalta, inconsciente y firme, los fundamentos últimos del terror: "Cuando un navío está por naufragar, la tripulación arroja al mar todo cuanto lo expone a perecer. De igual modo, todo cuanto pueda dañar a la Nación debe ser borrado de su seno".
Terror es, histórica y lexicográficamente hablando, sinónimo de Gobierno Revolucionario. Es, en rigor, la doctrina anticipada por el discurso de Robespierre del 5 nivoso del año II (25 de diciembre de 1793):
"... Los defensores de la República adoptan la máxima de César; creen que nada se ha hecho mientras algo queda por hacer...
"La teoría del Gobierno revolucionario es tan nueva cuanto la Revolución que ha traído... Esta expresión [Gobierno revolucionario] no es para la aristocracia más que un motivo de terror o un texto de calumnia; para los tiranos, un escándalo sólo; para muchas gentes, nada más que un enigma...
"La finalidad del gobierno es dirigir las fuerzas morales y físicas de la nación hacia la finalidad de su institución.
"La Revolución es la guerra de la libertad contra sus enemigos: la Constitución es el régimen de la libertad victoriosa y apacible.
"El Gobierno revolucionario precisa de una actividad extraordinaria, precisamente porque está en guerra... El gobierno constitucional se ocupa principalmente de la libertad civil...
"El gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la protección nacional; a los enemigos del pueblo, no les debe más que la muerte...
"El gobierno revolucionario... está apoyado sobre la más santa de todas las leyes, la salvación [salut] del pueblo; sobre el más irrefutable de los títulos: la necesidad".
Sobre esa sinonimia, que hace del terror la forma específicamente democrático-ilustrada del Estado virtuoso, se estructura la bien ponderada propuesta de Robespierre en febrero de 1794, conforme a la cual "si el resorte del gobierno popular en la paz es la virtud, el resorte del gobierno popular en revolución es, simultáneamente, la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente".
Conjugados en una estrategia racionalmente planificada, terror y virtud no son sino perspectivas desde las cuales dar constancia de un único sujeto político: el Estado revolucionario, el Estado burgués, el Estado moderno, el Estado democrático en su más moralizadora severidad, puesto que "el terror no es otra cosa que la justicia pronta, severa, inflexible; y, por tanto, una emanación de la virtud". La virtud misma, racionalmente desplegada al servicio de la especie humana. De ahí, pues, que el terror sea "menos un principio particular que una consecuencia del principio general de la democracia aplicada a las más urgentes necesidades de la patria".
El terror es la democracia. Cuando democracia es aún epopeya. El momento épico de la democracia.
Y la épica, y la epopeya, mienten. Siempre. Bajo el destello de la guillotina como en la fulguración de las espadas. "Se ha dicho que el terror era el resorte del gobierno despótico. ¿Se asemeja, pues, el vuestro al del despotismo? Sí. Como la espada que brilla en la mano de los héroes se asemeja a aquella con la cual van armados los satélites de la tiranía".
Dos racionalidades mutuamente excluyentes se confrontan sobre el teatro de la historia emergente. No dejando lugar a componendas. En esta irrebasable lógica de guerra, se aniquila o se es aniquilado. Todo lugar para el lamento sobra; es el canon a pagar por la aurora del nuevo mundo. Puede tacharse a Robespierre de cualquier cosa, menos de ambigüedad en su formulación. "Que el déspota gobierne por el terror a sus sujetos embrutecidos; tiene razón como déspota. Domad por el terror a los enemigos de la libertad, y tendréis razón como fundadores de la república".
El terrorista no es un místico de la revolución. Es su asceta. Aquel que cuida de que el relámpago no preserve al crimen; aquel que vela para hacer caer su llama sobre las altas testuces arrogantes; aquel que sabe que revolucionar es depurar, purificar. Ante todo. Y "el gobierno de la Revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía".
El terror es, así, esencialmente, una apuesta administrativa. Administrar, sin desfallecimiento, la virtud; a eso restringe su árida entrega terrorista el revolucionario. Y a la constancia inconmovible de que, en esa administración incorruptible, "no les es debida protección social más que a los ciudadanos pacíficos; y no hay más ciudadanos en una República que los republicanos".
O terror o corrupción.