No sabía ni sé qué significaba "trégolas", y alguna gente sustituía la expresión por a coitada, repetida en otro verso. La música es muy bella, también triste, y la letra, de Curros Enríquez, no está mal, aunque romántico-llorosa en exceso; lamentable tradición gallega.
Una tarde la tonada me quedó resonando en la mente mientras estaba en el colegio. Una tarde gris y lluviosa, de otoño o invierno, porque cuando salimos de clase empezaba a anochecer, y la musiquilla seguía en mi cabeza, con pesadez algo deprimente. Llegué hasta el portal de casa, bastante oscuro, y me puse a subir despacio las escaleras hasta el segundo piso, donde vivía. Tenía una sensación ominosa, que se iba transformando en miedo y retrasaba mis pasos. ¿Miedo a qué? Cientos de veces había subido y bajado las mismas escaleras con total tranquilidad.
Al llegar al primer piso percibí un sonido débil, regular y algo espaciado, ton…ton…ton Probablemente lo había notado desde el portal, sin prestarle atención, pero al oírlo con claridad mi miedo creció como un globo que se hincha. Unos escalones antes de llegar al descansillo junto a la puerta de mi casa miré el tramo de escalones siguiente, de donde procedía el sonido, y creí ver un cilindro de latón o de cobre, grande y brillante, como algún instrumento musical. Entonces me acometió un pánico absoluto. Bajé a saltos, arriesgándome a romperme la crisma, y salí a la calle con el corazón en la boca.
Venía de una tienda próxima una señora, vecina del primer piso, y recurrí a ella en mi pavor. No debió de entender muy bien mis explicaciones, pero me acompañó hasta mi puerta. El ruido persistía, y enseguida comprobamos su origen: una lata grande de sardinas que recogía el agua de una gotera. Del gran objeto metálico, ni rastro, quizá había sido una alucinación causada por el miedo…
De esas escaleras recuerdo otras impresiones semejantes, quizá de los nueve años. Por entonces leía muchas novelas de Salgari, y una de ellas recogía cuentos del mar, de barcos fantasma y similares. Un marinero viejo y supersticioso contaba tales historias, mientras otro, más racionalista, las tomaba a broma o les daba una explicación lógica.
Un relato me impresionó sobremanera: un barco avistaba a otro, negro y con las velas deshechas, que parecía marchar sin tripulantes y no respondía a ninguna señal. El capitán se acercó a él en una chalupa, lo abordó y volvió poco después, completamente loco y hablando incoherentemente de "los féretros", de los que debía de estar lleno el extraño buque. El interlocutor del cuentista daba una interpretación tranquilizadora del caso, relacionándolo con los chinos y transportes de ataúdes o algo de eso, pero a mí no me tranquilizó. La imagen se me quedó impresa durante semanas, y la misma palabra "féretro" despertaba en mi mente ecos lúgubres.
De día no había problema, pero muchas noches me mandaban de casa a comprar huevos, o cualquier otro comestible, a una de aquellas tiendas de ultramarinos que abrían hasta las diez. Mientras me duró la sugestión del cuento, me costaba una agonía bajar y subir las escaleras de madera vieja y crujiente, apenas alumbradas con una luz amarillenta que ocasionaba grandes sombras y recodos de negrura. Pero, claro, no iba confesar mi miedo en casa.
Estos sucesos tienen escaso interés, pero me llaman la atención sobre la naturaleza del terror, capaz de apoderarse de la gente y trastornarla por completo. Básicamente, el terror procede de la sugestión de una amenaza abrumadora, frente a la cual no cabe resistir, y que paraliza o empuja a la huida enloquecida. La Ilíada describe muy bien el pánico incontrolable de los guerreros en algunas ocasiones, o el del valeroso Héctor ante Aquiles. También la oscuridad provoca espanto, por la percepción de un peligro invisible agazapado en ella, al que nuestra ceguera en esas condiciones impide afrontar.
Todo ello es bastante comprensible, pero hay otro tipo de terror: ¿por qué nos inquietan, tan profundamente a veces, cosas que no guardan relación clara con ninguna amenaza, como unas escaleras que ascienden hacia un desván cerrado, o el rechinar de una puerta mal encajada y movida por el viento, o sonidos como el de aquella gotera, etcétera, tan explotadas por los relatos de terror? No es fácil decirlo. Se trata de una sensación indefinible, como una premonición de algo enigmático y siniestro, y que en los relatos se echa a perder cuando la lógica de la narración obliga a concretarlo en acciones o peligros tangibles.
En relación con el sobrecogedor mundo de los muertos, es difícil evitar la risa cuando la escena inquietante de un cementerio entre brumas o con los árboles agitados por el aire da paso a unos concretos cadáveres zarrapastrosos surgiendo de las tumbas y persiguiendo a unos excursionistas; o como cuando la tensión misteriosa de una velada espiritista da paso a unos "espíritus" soltando vulgaridades. La narración también impone, lamentablemente, un desenlace racional y más o menos razonable, lo cual alivia al lector o al espectador pero desenmascara la trama como un simple juego con esos sentimientos de terror difuso.
El Drácula de Stoker, por poner un caso, comienza con unas magistrales escenas de sombrío misterio, pero el nivel no se mantiene –quizá sea imposible–, y existe un evidente desfase entre ese logrado inicio y la continuación, en buena medida un relato de aventuras poco creíbles, aunque permanezca en conjunto como una espléndida novela. Ahora bien, la aventura viene a ser lo contrario del terror: su sentido no está en la parálisis o la huida ocasionadas por una amenaza invencible –concreta o difusa–, sino precisamente en el afrontamiento y derrota de una amenaza palpable.
Acaso la fuente de ese terror difuso se encuentre en nuestro sentimiento del mundo, de la tierra, de la que salimos y donde vivimos y que, como dice Paul Diel, "nos acoge y nos asusta". La sensación tranquilizadora de lo cotidiano, lo acogedor y normal nace de una actitud psicológica, y por ello un cambio de actitud puede presentarnos ese mundo familiar y corriente como un enigma horroroso.
Un día me extravié por los montes de Huelva, y, seguro de reencontrar el camino, disfrutaba del magnífico paisaje, de los bosques, prados, rebaños de toros, vacas y ovejas, de la multitud de flores y los perfumes del campo. De pronto me dio por pensar que la vida está hecha de dolor y terror, pues todos los seres vivos huyen de la muerte, y sin embargo ésta les atrapa inexorablemente, a menudo del modo más cruel: la vida se mantiene destruyendo vida. El espectáculo encantador del ganado pastando ocultaba la despiadada lucha entre los animalitos que correteaban entre las hierbas, y ¿quién sabe si la hierba misma no sufriría, cortada y triturada entre las fauces vacunas? ¿Quién sabe si la escena apacible no era, en realidad, un silencioso grito de horror de las plantas absolutamente indefensas y de miríadas de bichos cazados por otros?
El viento impulsó unas nubes que ensombrecieron parte del panorama, y la visión de las moles de tierra, rocas y vegetación alzadas en todas direcciones, su inmensa energía quieta, que me contemplaba con indiferencia plena, me advirtió de lo efímero de mi paso, por allí y por el mundo. Seguramente vale la pena pensar con calma en estas cosas, pero entonces preferí no hacerlo, porque, desde luego, me estropeaba el placer de la marcha. También de esa manera ahuyentaba de pequeño la imagen de los "féretros": pensando obstinadamente en cualquier otra cosa.
Así obramos, por lo común, para no amargarnos o eludir el miedo. Nadie piensa, al devorar unas chuletas, en el animal que nos las ha proporcionado muy contra su gusto; menos todavía en que nuestra carne servirá, a su vez, de alimento a animales inmundos.