Según van creciendo, su intrepidez los empuja a lanzarse al mar en plena marejada después de echarse al cuerpo media botella de ron pampero y a pelearse por una maciza a la puerta de la discoteca. Aman el riesgo y la velocidad, y sueñan con comprarse una moto de gran cilindrada o un coche deportivo para ponerse de adrenalina hasta las cejas y ligar.
He podido constatar que, según ellos, todos los hombres conducen muy bien, tienen mucha puntería, son muy listos y están hechos unos mulos. Eso es porque con mucha frecuencia pecan de soberbios y tienden a estar demasiado seguros de sí mismos. Por ese mismo motivo, a cualquier edad, aceptan más riesgos que las mujeres. La culpa de tanto arrojo la tiene la testosterona que les satura la sangre. La naturaleza, sabia como es, hace que nazcan más niños que niñas, porque cuenta con que muchos machitos se van a romper la crisma antes de la madurez. Los que sobreviven y llegan a la edad de la serenidad, a menudo no se serenan nada; echan de menos los subidones de testosterona, encajan mal la pérdida de facultades y, lejos de claudicar, intentan demorar la vejez. Es la época de las travesuras, la cana al aire y la viagra.
Practicar mucho el sexo hace que los niveles hormonales de un varón aumenten, y, al mismo tiempo, un hombre que tiene un alto nivel de testosterona tiende a sentir un gran apetito sexual. O sea, que es un círculo vicioso. Pero no sólo la práctica del sexo aumenta las hormonas masculinas, también influye la profesión que se ejerce. Eso lo estudió William James en los años noventa y lo recogió después Bryan Sykes en un libro titulado La maldición de Adán.
Aunque hombres y mujeres practican ya casi todas las profesiones, se podría decir que algunos oficios son más masculinos que otros en función de la capacidad que tienen para aumentar la testosterona de los varones que los practican. Se dice que son masculinos los trabajos más violentos, arriesgados, estresantes y de gran responsabilidad. Pilotos de carreras, soldados, policías, bomberos, ejecutivos, empresarios, políticos de alto nivel y hombres poderosos en general serían, en teoría, los grandes productores de testosterona.
Ignoro el efecto que producen estas profesiones en las mujeres que trabajan en ellas, pero en tiempos de Golda Meir circulaba un chiste que decía que en Israel estaba prohibida la minifalda porque a la primera ministra se le podían ver las pelotas. Y, efectivamente, a la enérgica señora sólo le faltaba la boina para ser un clon de Generoso Marnotes (en paz descanse), un ganadero de mi pueblo, tirando a rústico él.
Los hombres poderosos van sobrados de hormonas masculinas por la responsabilidad que asumen y porque practican el sexo más que los pobres del sábado sabadete. Ser rey es ya la monda. Y la prueba es que, exceptuando algún monarca que padeció incapacidad en los reales colgajos y algún otro que era aficionado a usar puntillas finas y lazos rosas, los reyes de todos los países han sido grandes copuladores. Incluso los más devotos. Cuando no estaban guerreando, se pasaban las horas muertas revolviendo enaguas y desatando corsés. En mi modesta opinión, tanto las guerras como el exceso de apetito sexual de los monarcas han tenido malas consecuencias para el pueblo.
La caza ha sido para los reyes como un sustitutivo de la guerra. A veces es un sustitutivo muy ridículo, por ejemplo en el caso de que la pieza a cazar sea un plantígrado alcoholizado. Otras veces es lamentable, por ejemplo, cuando vemos un bonito animal posando post mortem en postura forzada para satisfacer el ego de un cazador que lo mata con un rifle de alta tecnología. Habrá quien piense que la caza es una actividad triste y cara. Por ejemplo yo, sin ir más lejos. Pero los reyes pasan soberanamente, como no podía ser de otra manera, y suelen dar salida a su virilidad a base de mucho plomo.
Ser rey o príncipe siempre fue una ocupación de riesgo. No son pocos los soberanos que han muerto violentamente de muy variadas formas: devorados por los osos, haciendo la guerra, extenuados por el juego de pelota, y por ahí fuera ha habido algunos que finaron con la cabeza separada del cuerpo por la acción de un verdugo. Especial mención merece la muerte de Sancho II, que pasó a mejor vida, indirectamente, a causa de un retortijón, cuando estaba en las afueras de Zamora en compañía de Bellido Dolfos, o sea, el hijo de Dolfos Bellido. Y aquel acompañante traidor, en vez de buscar una piedra higiénica, le clavó la daga mientras el rey hacía caca. ¿Murió el monarca aliviado? La historia no entra en detalles pero, en todo caso, ofrece una lección para el que quiera aprenderla: nunca hagáis caca en mala compañía porque, aparte de ser una ordinariez, estaréis en posición vulnerable, si sabéis a lo que me refiero.
¿Por donde iba? Ah, ya. En la familia del rey Juan Carlos se han dado muchas muertes accidentales. Contando exclusivamente los parientes próximos oficiales, perdió a dos tíos en accidente de coche, a su hermano de un tiro accidental, a su primo Alfonso en la pista de esquí y al hijo de éste en un accidente de coche. Aun así, a nuestro rey no hay forma de domeñarlo. A los setenta y cuatro años mantiene viva, dentro de él, una pulsión de intrepidez que le impide estarse quieto. Ha tenido diversas caídas, roturas de huesos y golpes de distinta intensidad porque, junto al amor al riesgo, parece tener una cierta impulsividad irreflexiva que con la torpeza de la edad forma un cóctel peligroso. Dicen que el rey fue operado hace años de sus partes soberanas y sólo le queda un testículo. ¡Pues anda que si llega a tener los dos!
Al rey no se le conoce ninguna afición tranquila. No le gustan los libros, ni la música ni el arte. Ni siquiera la jardinería como al príncipe Carlos de Inglaterra. No busca la compañía de su mujer porque no se parece a él en nada y lo aburre e incomoda. Se llevarían mejor si ella fuera más carnívora y él menos depredador. Yo al rey ya lo he perdonado porque me lo ha pedido con arrepentimiento, pero debo imponerle una real penitencia. Veamos... ¿qué tal posar haciendo manitas con su mujer y dejarse ayudar por ella al bajar el escalón? Es duro, ¿eh?