En 2011, el número de objetos abandonados más allá de nuestra atmósfera creció un 1,37 por 100 con respecto al año anterior. Hay 16.117 escombros flotando sobre nuestras cabezas; entre ellos, fases de cohetes, satélites y miles de restos de naves deterioradas o semidesintegradas.
Cada vez que el ser humano lanza uno de estos aparatos lo hace (salvo en contadísimas ocasiones) con sólo un billete de ida. Enviamos satélites de telecomunicaciones y sabemos que, una vez terminada su vida útil, quedarán orbitando la Tierra durante años, en círculos cada vez más estrechos, hasta que –quizá– sean atrapados por la atmósfera y se desintegren en ella. En el caso de las sondas espaciales y las naves interplanetarias, viajan a bordo de cohetes propulsores que, tras cumplir su función y agotar su combustible, son expulsados al cementerio eterno de los deshechos cósmicos.
En algunas ocasiones, en esa morgue ingrávida se pueden encontrar verdaderas joyas de la astronomía.
En noviembre de 2011 Rusia lanzó la sonda Phobos-Grunt con rumbo a Marte. Su viaje duró mucho menos de los previsto. Poco después de atravesar nuestra atmósfera, los técnicos perdieron el contacto con el aparato. Un fallo en los motores y ciertas complicaciones de comunicación lo dejaron a la deriva. Parte de sus restos cayeron hace unos días en el Océano Pacífico. Era la tercera vez en apenas cautro meses que un despedicio espacial acababa en el mar.
La probabilidad de que uno de estos impactos cause daños a bienes o personas es muy pequeña. Pero el efecto que tiene la basura espacial sobre el propio desarrollo de la tecnología de exploración del Cosmos es enorme. El riesgo de choque con un trozo de satélite descontrolado crece cada año. Hay que tener en cuenta que una sola mota de pintura desprendida de una transbordador viajando a miles de kilómetros por hora alcanza tanta energía cinética, que puede destrozar un panel solar de un satélite si impacta contra él. Algunos expertos han llegado a aventurar que dentro de poco la probabilidad de choque fortuito con un resto de basura será tan grande, que ninguna compañía o agencia espacial podrá asumir el riesgo de enviar un aparato. Nos habremos taponado a nosotros mismos las salidas al espacio.
Nuestra especie no ha podido viajar a otras galaxias, pero sí se ha permitido el lujo de poner el pie en otro objeto astronómico (la Luna) y, por supuesto, ha enviado numerosos artefactos robotizados a casi todos los planetas del Sistema Solar. No somos un dechado de limpieza cósmica, pues los datos sobre nuestra capacidad de arrojar basuras allá donde vamos son esclarecedores. Sin ir más lejos, con las misiones a la Luna hemos dejado abandonadas 170 toneladas de material de desecho, sin contar instrumental de algunos telescopios ni souvenires rituales abandonados por los astronautas (como el palo de golf de Alan Shepard, banderas, cartas, una foto de la familia Duke cuidadosamente envuelta en plástico por Charles Duke y transportada a bordo del Apollo 16, o una pequeña figura de juguete –el homenaje al astronauta caído– depositada en memoria de aquellos cosmonautas, rusos y americanos, que murieron en misiones de vuelo o durante los ejercicios de entrenamiento). Entre los objetos que permanecerán milenios petrificados sobre la superficie lunar, expuestos a una corrosión prácticamente nula, hay aparatos tan descomunales como un módulo de descenso de la Apollo 15 de casi 3 toneladas o la sonda aterrizadora soviética Luna 21, que pesa más de 4.000 kilos.
Sin necesidad de poner el pie en otras superficies, los terrícolas hemos desperdigado basura en otros muchos mundos cercanos: en Marte, 8.053 kilos de material, incluyendo sondas aterrizadoras, rovers teledirigidos y artefactos de prospección; no se contabilizan en esta lista los pequeños elementos de naves mayores, como paracaídas de descenso, escudos térmicos, ruedas... Ahora bien, Venus gana al Planeta Rojo en el ránking de acaparadores de despojos: 22.000 kilos de herramientas ha abandonado allí el Homo sapiens.
Así las cosas, nos cuentan que ha llegado el momento de la limpieza. Desde 1993 existe una entidad, la Inter-Agency Debris Coordination Committee, que en teoría se encarga de controlar el problema y tratar de ofrecer soluciones. Digo "en teoría" porque, por definición, su labor es casi quimérica. Debe poner de acuerdo a los responsables de las agencias espaciales de todo el mundo, incluidas, claro, la estadounidense, la rusa y la china, que se niegan constantemente a consensuar con sus contrarios un modelo de carrera espacial. No hay que olvidar que la carrera espacial de estos países comprende también su carrera militar. Por motivos de seguridad nacional, EEUU ha vetado cualquier tipo de medida transparente en lo que se refiere a la basura cósmica. Hasta ahora.
Europa sí que se comprometió hace años a cumplir un protocolo de actuación tendente a reducir la basura. Al igual que ocurre con los protocolos de reducción de las emisiones de CO2, entre los países que los firman y no los cumplen y los que ni siquiera los firman... la casa sin barrer. Y nunca mejor dicho.
Por cierto: barrer la basura espacial no supone retirarla del espacio. No conocemos tecnologías capaces de viajar a la órbita de la Tierra y empezar a meter desperdicios en un cubo de reciclado. En realidad, de lo que se trata es de reducir el envío de satélites que puedan deteriorarse, o de diseñar una mejor gestión de las órbitas para favorecer la destrucción de naves en desuso una vez hacen su reentrada en la atmósfera.
Poco más puede hacerse, la verdad. Salvo, como en el viejo chiste, mirar al cielo a medio día y sonreír por si pasa el Meteosat y nos hace una foto.