Yo seguí. El día era hermoso, pero frío, y más a medida que íbamos subiendo. Una de las ventanillas delanteras del coche decidió quedarse abierta, sin que el por entonces incipiente elevalunas eléctrico pudiese solucionar el problema: el frío era ya intenso. Pero el objetivo valía la pena.
Subíamos a Aranaz, prácticamente en el límite noroccidental de Navarra. La meta era la granja en la que Peio Martikorena criaba sus patos mulard para elaborar, en principio, foie-gras y, ya de paso, toda una maravillosa gama de deliciosos "subproductos". Allí, aquel día gélido y azul, aprendí muchísimas cosas sobre el pato, cosas que ni me imaginaba.
Un poco más tarde, en Ibardin, antes de irnos a comer a Ainhoa, al otro lado de la raya de Dancharinea, vimos las entonces casi rudimentarias instalaciones en las que Peio trabajaba el producto procedente de la granja de Aranaz. Nos las mostró entusiasmado, como entusiasmado hablaba de su empresa, de sus patos.
Por entonces, los periodistas admirábamos un semanario satírico francés, azote de los políticos galos. Se llamaba Le canard enchainé, el pato encadenado. Y, en España, así era como estaba el pato para la gran mayoría de consumidores: encadenado. Desconocido. Veíamos, sí, patos en los estanques de los parques y, a veces, en algunos humedales, pero eran otros patos.
Sabíamos, cómo no, del más famoso plato de pato del universo: el canard á l'orange, el mítico pato a la naranja. No ignorábamos que, en París, el no menos mítico restaurante La Tour d'Argent facilitaba un certificado con el número del pato al cliente que hubiese disfrutado de la especialidad de la casa, que no era, como decían muchos, el pato a la naranja, sino el pato en su sangre al estilo de Rouen.
Castroviejo y Cunqueiro, en Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, nos hablaban de patos silvestres, clarísimo objeto de deseo cinegético y gastronómico. Conocíamos el apreciadísimo pato azulón y sus maravillosas cualidades una vez cocinado. Incluso sabíamos que el foie-gras era una de las más apreciadas exquisiteces de la cocina mundial. Pero, salvando a unos cuantos privilegiados, todo eso lo sabíamos más de oídas que por contactos directos.
Hasta que llegó el gran desencadenante del pato: Peio Martikorena. Nos enseñó muchísimas cosas. Gracias a él supimos lo que era un bloc de foie-gras, un foie-gras entier, un foie-gras mi cuit... y también que a las pechugas se les llamaba magret, que el jamón de pato no se hacía con los "jamones" (muslos) del ave, sino con su pechuga, que un confit podía ser una delicia, que las aiguillettes estaban riquísimas...
Por entonces ya había en España algunas empresas que elaboraban foie-gras, pero eran de dimensiones pequeñas; mientras, se llamaba impunemente "foie-gras" a patés cuyos componentes básicos eran grasa e hígado de cerdo; claro que también se llamaba "champán" al cava, y "aceite puro de oliva" a la mezcla de aceite refinado –rectificado, diremos mejor– y un poquito del desconocido aceite virgen...
Peio nos metió el pato, con hígado y todo, en casa. Nos hizo a todos unos auténticos patosos, entendiendo el término no en su sentido de torpeza, sino de adicción al pato cebado y a sus múltiples y satisfactorias posibilidades gastronómicas. Peio fue, en España, el rey del pato, el rey del foie-gras. Después amplió su campo de actividad, pero yo siempre lo asociaré al pato.
Y, claro, siempre recordaré su hombría de bien, su ironía, su buen humor... Peio era lo que se suele entender por "buena gente". Lo era hasta con los patos, que vivían una vida principesca en la granja de Aranaz hasta el momento de ser llevados a los corralitos –corralitos, no jaulas, fue lo que yo vi entonces– en los que se les sometía a la ceba. A juzgar por el alboroto con que recibían al cebador, no debía de resultarles demasiado desagradable la operación.
Peio Martikorena metió el pato en nuestras vidas, llevó el foie-gras a nuestras mesas... Con retraso, y sólo tras una nueva acción criminal de los descerebrados de siempre, esta vez en Urdax, me entero de que ya no está con nosotros. Siento no haberle frecuentado más; nos apreciábamos, pero nos veíamos poco. Eso sí, cuando nos veíamos hablábamos de gastronomía y nos reíamos mucho.
Subíamos a Aranaz, prácticamente en el límite noroccidental de Navarra. La meta era la granja en la que Peio Martikorena criaba sus patos mulard para elaborar, en principio, foie-gras y, ya de paso, toda una maravillosa gama de deliciosos "subproductos". Allí, aquel día gélido y azul, aprendí muchísimas cosas sobre el pato, cosas que ni me imaginaba.
Un poco más tarde, en Ibardin, antes de irnos a comer a Ainhoa, al otro lado de la raya de Dancharinea, vimos las entonces casi rudimentarias instalaciones en las que Peio trabajaba el producto procedente de la granja de Aranaz. Nos las mostró entusiasmado, como entusiasmado hablaba de su empresa, de sus patos.
Por entonces, los periodistas admirábamos un semanario satírico francés, azote de los políticos galos. Se llamaba Le canard enchainé, el pato encadenado. Y, en España, así era como estaba el pato para la gran mayoría de consumidores: encadenado. Desconocido. Veíamos, sí, patos en los estanques de los parques y, a veces, en algunos humedales, pero eran otros patos.
Sabíamos, cómo no, del más famoso plato de pato del universo: el canard á l'orange, el mítico pato a la naranja. No ignorábamos que, en París, el no menos mítico restaurante La Tour d'Argent facilitaba un certificado con el número del pato al cliente que hubiese disfrutado de la especialidad de la casa, que no era, como decían muchos, el pato a la naranja, sino el pato en su sangre al estilo de Rouen.
Castroviejo y Cunqueiro, en Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, nos hablaban de patos silvestres, clarísimo objeto de deseo cinegético y gastronómico. Conocíamos el apreciadísimo pato azulón y sus maravillosas cualidades una vez cocinado. Incluso sabíamos que el foie-gras era una de las más apreciadas exquisiteces de la cocina mundial. Pero, salvando a unos cuantos privilegiados, todo eso lo sabíamos más de oídas que por contactos directos.
Hasta que llegó el gran desencadenante del pato: Peio Martikorena. Nos enseñó muchísimas cosas. Gracias a él supimos lo que era un bloc de foie-gras, un foie-gras entier, un foie-gras mi cuit... y también que a las pechugas se les llamaba magret, que el jamón de pato no se hacía con los "jamones" (muslos) del ave, sino con su pechuga, que un confit podía ser una delicia, que las aiguillettes estaban riquísimas...
Por entonces ya había en España algunas empresas que elaboraban foie-gras, pero eran de dimensiones pequeñas; mientras, se llamaba impunemente "foie-gras" a patés cuyos componentes básicos eran grasa e hígado de cerdo; claro que también se llamaba "champán" al cava, y "aceite puro de oliva" a la mezcla de aceite refinado –rectificado, diremos mejor– y un poquito del desconocido aceite virgen...
Peio nos metió el pato, con hígado y todo, en casa. Nos hizo a todos unos auténticos patosos, entendiendo el término no en su sentido de torpeza, sino de adicción al pato cebado y a sus múltiples y satisfactorias posibilidades gastronómicas. Peio fue, en España, el rey del pato, el rey del foie-gras. Después amplió su campo de actividad, pero yo siempre lo asociaré al pato.
Y, claro, siempre recordaré su hombría de bien, su ironía, su buen humor... Peio era lo que se suele entender por "buena gente". Lo era hasta con los patos, que vivían una vida principesca en la granja de Aranaz hasta el momento de ser llevados a los corralitos –corralitos, no jaulas, fue lo que yo vi entonces– en los que se les sometía a la ceba. A juzgar por el alboroto con que recibían al cebador, no debía de resultarles demasiado desagradable la operación.
Peio Martikorena metió el pato en nuestras vidas, llevó el foie-gras a nuestras mesas... Con retraso, y sólo tras una nueva acción criminal de los descerebrados de siempre, esta vez en Urdax, me entero de que ya no está con nosotros. Siento no haberle frecuentado más; nos apreciábamos, pero nos veíamos poco. Eso sí, cuando nos veíamos hablábamos de gastronomía y nos reíamos mucho.
Un ejemplo de empresario emprendedor, de hombre que creía en su trabajo, que se ilusionaba con él. Su labor fue inmensa, y nadie debería olvidarla... como yo nunca olvidaré a mi amigo Peio Martikorena.
© EFE