Como todas las de Arriola, es una idea interesante que conviene valorar en su justa medida. De hecho, algunos ya hemos reflexionado muy seriamente al respecto y hemos llegado a la única conclusión lógica: las autonomías deben ser disueltas. Inmediatamente. Todas.
Es el corolario al que de forma intuitiva llegaría cualquier persona mínimamente formada, con sólo examinar las ventajas y los inconvenientes de que un país pequeño y pobretón como España mantenga diecisiete castas políticas, diecisiete parlamentos y diecisiete administraciones públicas elefantiásicas.
Si los políticos de las distintas periferias fueran seres humanos ociosos, dedicados exclusivamente a trincar la pasta a final de mes y a pasear en coche oficial con la extraoficial, todavía se podría apelar a la bondad innata de los contribuyentes para que siguiéramos pagándoles la cuenta de gastos hasta el momento de su jubilación. El problema es que se empeñan en hacer cosas tales como aplicar políticas, diseñar planes o crear programas de actuación, que resultan empeños absurdos, contraproducentes y sobre todo carísimos. Son tan caras las ocurrencias de los políticos del extrarradio, que para su financiación no basta con el dinero que anualmente nos quitan de nuestras cuentas corrientes: hay que pedir préstamos en la forma de emisión de deuda pública, con cargo al primer salario de nuestros nietos.
Por si el argumento económico fuera insuficiente, las autonomías han servido para enfrentar a unas regiones con otras, exacerbando unos hechos diferenciales que sólo habrían de ser creíbles para sujetos que padecieran un retraso mental severo y apelando a unos supuestos memoriales de agravios cometidos por "el resto del estado".
Hasta la llegada de las autonomías, en España era posible construir trasvases de unas cuencas excedentes a otras deficitarias como en todos los países con desequilibrios hídricos, porque a nadie se le ocurría afirmar que tal o cual río pertenecen a ésta o aquélla región. Los problemas derivados de la proscripción de la lengua común y de la disparidad en la calidad de los servicios públicos son sólo otras muestras de los efectos perniciosos del invento autonómico, sobre el que, como dice MR12, conviene reflexionar muy seriamente.
Es evidente que, en caso de suprimir todas las autonomías en este preciso momento, los ciudadanos que actualmente viven en una comunidad gobernada por el PP quedarían expuestos (más aún) a la voluntad de Rubalcaba. Pero esto tiene también su parte buena: y es que, de forma similar, sin las autonomías, andaluces y extremeños se habrían librado ocho años, los ocho años de Aznar, del yugo sociata.
Por cierto: no es preciso imponer la vuelta al redil del ganado que nunca quiso formar parte de la cabaña autóctona, por lo que, ya puestos a introducir reformas de hondo calado constitucional, podría aprovecharse el momento para que España se independizase de aquellas regiones que se sienten oprimidas por el resto. Además, ahora que se están descubriendo interesantes vínculos históricos entre ciertas sagas nacionalistas y una concreta religión de la paz, hasta podrían crear un califato para esmaltar con un toque de modernidad su emancipación del tronco común. En otras palabras: Allahu akbar, nen.