![Julia Escobar - San Jerónimo y los Días Internacionales Corría el 420, concretamente un 30 de septiembre, cuando, tras vivir 35 años recluido en una cueva cercana a Belén, moría debilitado por la penitencia y por sus 80 años de edad el que sería conocido como San Jerónimo, padre y doctor de la Iglesia. Muchos siglos después, ese día sería declarado Día Internacional del Traductor, según creía yo por la Unesco, pero ahora, consultando los “días y semanas” de la ONU, no lo he encontrado por ninguna parte.](https://s.libertaddigital.com/images/trans.png)
Es más, en septiembre sólo figuran cuatro conmemoraciones de ese estilo: el 8, Día Internacional de la Alfabetización; el 16, Día Internacional de la Preservación de la Capa de Ozono (sic); el 21, Día Internacional de la Paz, y la última semana del mes se celebraría el Día Marítimo Mundial. Sin saber cómo ni por qué, lo que yo creía dogma establecido, al menos eso decía la FIT (Federación Internacional de Traductores), ha desaparecido del calendario onuniano.
No obstante, si se estudia la vida y las obras de este sabio se podrá ver que no andaba la FIT muy descaminada cuando nos puso bajo la advocación de este santo varón. Incluso antes de que se les ocurriera hacerlo muchos estudiosos de la traducción, como Valéry Larbaud (Sous l'advocation de Saint Jérôme), vieron claramente la concomitancia. La primera, y más evidente, es el hecho de que San Jerónimo tradujera la Biblia al latín, versión que conocemos como la Vulgata y que ha sido durante muchos siglos la traducción oficial de la Iglesia católica, desde que, en 1546, así lo decretara el Concilio de Trento. Se la había encargado el Papa San Dámaso, quien le nombró secretario aprovechando su erudición y sus conocimientos lingüísticos, pues no sólo sabía perfectamente latín y griego sino hebreo y arameo, y ésta sería otra de las razones para ese patronazgo políglota.
Pero la menos conocida por el gran público es la que representa al San Jerónimo teórico y polémico de los Comentarios y de las Cartas, en las que defendía apasionadamente que la mejor manera de traducir consiste en prestar más atención al fondo que a la forma ("No hay tanto que mirar a las palabras como al sentido de las mismas"), opinión que le valió severas críticas entre sus contemporáneos pero que, por encima de cualquiera otra consideración, es la piedra angular de la traductología moderna y el verdadero eje de las pasadas, presentes y futuras discusiones al respecto.
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Pienso con cierta nostalgia en los momentos liminares del movimiento asociativo, cuando los traductores intentaban incidir en la realidad literaria o tan siquiera editorial; cuando se escribían con fervor militante encendidas protestas a los medios indiferentes al hecho traductivo; cuando se restregaba a la cara de los creadores de opinión y divulgadores de noticias –los así llamados periodistas– cualquier error u omisión en los datos sobre la traducción y el traductor de algún libro; en suma, cuando se luchaba activamente en aras de una mayor consideración de esa labor.
Ahora, las asociaciones de traductores, una vez conseguidos, a medias, ciertos objetivos materiales y, desde luego, las correspondientes subvenciones que perpetúan algunas presencias inamovibles en sus juntas directivas, se han quedado fuera del debate intelectual y han abandonado cualquier pretensión valorativa o crítica de su función a merced de personas que la minusvaloran y que generalmente la ignoran.