Esta misma semana el director norteamericano ha recibido una Palma de Oro honorífica en el Festival de Cannes. Gilles Jacob, en el discurso de celebración, lo comparó con Ingmar Bergman –que también fue galardonado con una Palma de Palmas–, John Ford, Yasujiro Ozu, Roberto Rossellini, Robert Bresson y el indio Ray. No seré yo quien le contradiga.
La simplicidad, la cámara centrada en la persona, la exactitud de una toma, el montaje invisible o la elección del entorno sonoro. Todas estas características que definen a un cineasta clásico se repiten invariablemente en las propuestas cinematográficas de Eastwood, que, a la antigua usanza, es capaz de rodar en un año dos películas de temáticas y estilos tan diferentes como El intercambio y ésta que nos ocupa, ambas insultantemente ignoradas por el establishment hollywoodiense. No hay que olvidar que ha sido Europa el gran sostén crítico de Eastwood, siempre un heterodoxo, cinematográfica y políticamente hablando, en el blando ambiente pseudoprogresista californiano.
Fiel a una cosmovisión compleja y lúcida, la historia que nos presenta en esta ocasión nos sorprende agradablemente con una sensación de déjà vu. Walt Kowalski (Eastwood, dirigiéndose una vez más) es un veterano de guerra viudo y solitario, un duro cascarrabias al que le da patadas en el estómago que su barrio de siempre esté siendo "invadido" por inmigrantes racial y culturalmente diferentes. ¿Qué diablos se comen en sus barbacoas los nuevos vecinos asiáticos que lindan con su casa, hamburguesas de perro? Sus propios hijos no le caen mucho mejor. Está convencido de que su país y el mundo se van al carajo, de que sólo merece la pena dedicar los últimos años que le han tocado en suerte al recuerdo entrañable de su esposa fallecida, a los amigos con los que comparte cervezas made in USA y a cuidar su coche, un Gran Torino del 72, una preciosidad entrañable también para los espectadores que crecimos viendo Starsky y Hutch.
Entre gruñidos (gggrrrrrrrrrrrhhhhhhhhhh) y una competición de escupitajos entre Kowalski y la matriarca del clan asiático, la primera parte de la película es una hábil presentación del crisol de culturas norteamericano. Poco a poco este pariente cinematográfico de Harry el Sucio va revelando que no es tan racista como él mismo se pinta, sino que está poseído por eso que los granadinos llaman "mala follá": una irresistible atracción por el humor insultante, un irrefrenable desprecio por la sentimentalidad babosa y una irreprimible felicidad cuando destroza dogmas políticamente correctos. El buen fondo de Kowalski se irá transparentando con lo que es uno de los lugares comunes de la cinematografía eastwoodiana: las mujeres valen más que los hombres de aquí a Lima. La vecinita asiática de Walt, Sue (Ahney Her), lo irá atrayendo sin prisa pero sin pausa al lado luminoso de la Fuerza, invitándolo a las fiestas familiares, pidiéndole que cuide de su hermano –al que Kowalski duda entre matar a tiros o con sus propias manos, tras haberle pillado i tratando de robar su bien más preciado–; al final, el ex soldado de Corea extenderá su manto protector sobre ella. Y cuando el manto falle, Kowalski, que confía tanto en la justicia divina que un curita católico (Christopher Carley) trata de venderle como en el monopolio estatal de la violencia (ver El intercambio), o sea nada, empuña su más poderosa arma y se lanza a pecho descubierto contra los violentadores de la chiquilla.
La película, tras su apariencia menor, es enorme. Sobre qué es una película pequeña acontece la habitual confusión entre tamaño y escala. Eastwood, a despecho del pensamiento débil postmoderno, cree, con Mark Rothko, que "la materia del tema es crucial, y que el tema es válido cuando es trágico e intemporal".
Fusionando a la vez la inteligencia de John Ford y la presencia magnética de John Wayne, Gran Torino es una revisitación del problema central que planteaba el ogro tuerto en El hombre que mató a Liberty Valance: la responsabilidad moral individual ante la debacle colectiva. Y es que si la filosofía occidental consiste en un conjunto de notas a pie de página de Platón, como decía el lógico matemático Alfred Whitehead, el cine contemporáneo es al fin y al cabo, desde el Ciudadano Kane de Orson Welles, una serie de fotogramas a pie de rodaje de John Ford. Y Clint Eastwood es quien mejor los filma en la actualidad. La capacidad de Eastwood para usar las tradiciones pasadas de su propia cultura con total libertad y sin ironía falsamente humilde es asombrosa. A diferencia de la estupidez vocinglera de muchas películas que son puro impacto y ninguna resonancia (consulte la lista de candidatas a los premios Oscar y Goya para una idea aproximada), las sutilezas de dibujo fílmico, caracterización de personajes, puesta en escena sutil, aquello que demora el ojo y provoca una lenta asimilación, es magistral en las de Eastwood. Con éste, el cine vuelve a ser un índice de lo real, vuelve a adquirir esas propiedades ontológicas que le hicieron ser el arte por antonomasia del siglo XX, según Bazin, y que estaba perdiendo en el actual.
El historiador Frederick Jackson Turner, en su historia de la frontera americana, estableció las cualidades "nativas" del ciudadano norteamericano: "Tosquedad y fuerza combinadas con agudeza y curiosidad, disposición práctica e inventiva, rapidez para encontrar soluciones (...), energía inquieta, nerviosa, individualismo dominante (...) y, dentro de todo esto, júbilo y exhuberancia". Eastwood las encarna todas ellas como nadie. Pero es que además, más sabe el diablo por viejo que por otra cosa, ha alcanzado la condición de lo que en Japón denominan wabi: la claridad de la sustancia ordinaria vista por sí misma, en su auténtica cualidad.
GRAN TORINO (EEUU, 2008). Director: Clint Eastwood. Guión: Nick Schenk y Dave Johannson. Intérpretes: Clint Eastwood, Cristopher Carley, Ahney Her. Calificación: Demoledora (10/10).
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La simplicidad, la cámara centrada en la persona, la exactitud de una toma, el montaje invisible o la elección del entorno sonoro. Todas estas características que definen a un cineasta clásico se repiten invariablemente en las propuestas cinematográficas de Eastwood, que, a la antigua usanza, es capaz de rodar en un año dos películas de temáticas y estilos tan diferentes como El intercambio y ésta que nos ocupa, ambas insultantemente ignoradas por el establishment hollywoodiense. No hay que olvidar que ha sido Europa el gran sostén crítico de Eastwood, siempre un heterodoxo, cinematográfica y políticamente hablando, en el blando ambiente pseudoprogresista californiano.
Fiel a una cosmovisión compleja y lúcida, la historia que nos presenta en esta ocasión nos sorprende agradablemente con una sensación de déjà vu. Walt Kowalski (Eastwood, dirigiéndose una vez más) es un veterano de guerra viudo y solitario, un duro cascarrabias al que le da patadas en el estómago que su barrio de siempre esté siendo "invadido" por inmigrantes racial y culturalmente diferentes. ¿Qué diablos se comen en sus barbacoas los nuevos vecinos asiáticos que lindan con su casa, hamburguesas de perro? Sus propios hijos no le caen mucho mejor. Está convencido de que su país y el mundo se van al carajo, de que sólo merece la pena dedicar los últimos años que le han tocado en suerte al recuerdo entrañable de su esposa fallecida, a los amigos con los que comparte cervezas made in USA y a cuidar su coche, un Gran Torino del 72, una preciosidad entrañable también para los espectadores que crecimos viendo Starsky y Hutch.
Entre gruñidos (gggrrrrrrrrrrrhhhhhhhhhh) y una competición de escupitajos entre Kowalski y la matriarca del clan asiático, la primera parte de la película es una hábil presentación del crisol de culturas norteamericano. Poco a poco este pariente cinematográfico de Harry el Sucio va revelando que no es tan racista como él mismo se pinta, sino que está poseído por eso que los granadinos llaman "mala follá": una irresistible atracción por el humor insultante, un irrefrenable desprecio por la sentimentalidad babosa y una irreprimible felicidad cuando destroza dogmas políticamente correctos. El buen fondo de Kowalski se irá transparentando con lo que es uno de los lugares comunes de la cinematografía eastwoodiana: las mujeres valen más que los hombres de aquí a Lima. La vecinita asiática de Walt, Sue (Ahney Her), lo irá atrayendo sin prisa pero sin pausa al lado luminoso de la Fuerza, invitándolo a las fiestas familiares, pidiéndole que cuide de su hermano –al que Kowalski duda entre matar a tiros o con sus propias manos, tras haberle pillado i tratando de robar su bien más preciado–; al final, el ex soldado de Corea extenderá su manto protector sobre ella. Y cuando el manto falle, Kowalski, que confía tanto en la justicia divina que un curita católico (Christopher Carley) trata de venderle como en el monopolio estatal de la violencia (ver El intercambio), o sea nada, empuña su más poderosa arma y se lanza a pecho descubierto contra los violentadores de la chiquilla.
La película, tras su apariencia menor, es enorme. Sobre qué es una película pequeña acontece la habitual confusión entre tamaño y escala. Eastwood, a despecho del pensamiento débil postmoderno, cree, con Mark Rothko, que "la materia del tema es crucial, y que el tema es válido cuando es trágico e intemporal".
Fusionando a la vez la inteligencia de John Ford y la presencia magnética de John Wayne, Gran Torino es una revisitación del problema central que planteaba el ogro tuerto en El hombre que mató a Liberty Valance: la responsabilidad moral individual ante la debacle colectiva. Y es que si la filosofía occidental consiste en un conjunto de notas a pie de página de Platón, como decía el lógico matemático Alfred Whitehead, el cine contemporáneo es al fin y al cabo, desde el Ciudadano Kane de Orson Welles, una serie de fotogramas a pie de rodaje de John Ford. Y Clint Eastwood es quien mejor los filma en la actualidad. La capacidad de Eastwood para usar las tradiciones pasadas de su propia cultura con total libertad y sin ironía falsamente humilde es asombrosa. A diferencia de la estupidez vocinglera de muchas películas que son puro impacto y ninguna resonancia (consulte la lista de candidatas a los premios Oscar y Goya para una idea aproximada), las sutilezas de dibujo fílmico, caracterización de personajes, puesta en escena sutil, aquello que demora el ojo y provoca una lenta asimilación, es magistral en las de Eastwood. Con éste, el cine vuelve a ser un índice de lo real, vuelve a adquirir esas propiedades ontológicas que le hicieron ser el arte por antonomasia del siglo XX, según Bazin, y que estaba perdiendo en el actual.
El historiador Frederick Jackson Turner, en su historia de la frontera americana, estableció las cualidades "nativas" del ciudadano norteamericano: "Tosquedad y fuerza combinadas con agudeza y curiosidad, disposición práctica e inventiva, rapidez para encontrar soluciones (...), energía inquieta, nerviosa, individualismo dominante (...) y, dentro de todo esto, júbilo y exhuberancia". Eastwood las encarna todas ellas como nadie. Pero es que además, más sabe el diablo por viejo que por otra cosa, ha alcanzado la condición de lo que en Japón denominan wabi: la claridad de la sustancia ordinaria vista por sí misma, en su auténtica cualidad.
GRAN TORINO (EEUU, 2008). Director: Clint Eastwood. Guión: Nick Schenk y Dave Johannson. Intérpretes: Clint Eastwood, Cristopher Carley, Ahney Her. Calificación: Demoledora (10/10).
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