Algunos querían cambiar el mundo a través del cine. Otros, más atrevidos y ambiciosos, querían cambiar el cine en sí mismo. Rohmer, más humilde, refractario al culto a la personalidad del director que aún sufrimos, finalmente llegó más lejos: nos hizo cambiar, a los espectadores de sus películas, contándonos como éramos y cómo podíamos llegar a ser; para ello, utilizaba la pantalla de la sala cinematográfica como un espejo en el que veíamos reflejados, con ironía y amabilidad, con tierno aunque despiadado realismo, nuestras dudas y certezas.
De todas las sectas que pululan por el ámbito cinematográfico, ninguna como la rohmeriana. Aunque íntimas y personales, pequeñas joyas de orfebre en las que un gesto apenas esbozado constituye el equivalente de las grandes alharacas de efectos especiales que atraen a las grandes masas, sus películas eran saludadas en todo el mundo por pequeñas pero fieles células de fieles a la causa. ¿Qué causa? El cine y la vida entrelazados en un vals armónico, la cámara invisible a la altura de los ojos de los personajes, los diálogos fluidos en el límite de la improvisación, interpretaciones naturalistas, mujeres como Dios, Howard Hawks y Alfred Hitchcock mandan: independientes, bellas, inteligentes, seductoras. De un romanticismo decimonónico, a salvo de histerismos y sentimentalismos, racionalista a fuer de lírico.
Nunca un desprecio fue recogido con más alborozo, nunca una bofetada sentó tan bien a los fieles, que gustosos hubiesen puesto la otra mejila: el guionista de La noche se mueve (Night moves, Arthur Penn, 1975) puso en boca del vulgarote detective interpretado por Gene Hackman, que intuye que su mujer se la pega con un gafapasta intelectualoide que la acompaña a cines de arte y ensayo: "I saw a Rohmer film once. It was like watching paint dry". Que el traductor poetizó para la versión española: "Una vez vi una película de Rohmer. Era como ver crecer la hierba". Desde entonces las cosas se han puesto peor para el ritmo pausado que imprime Rohmer a su puesta en escena. Si los diálogos en Hawks se escupen como ráfagas de metralleta, los parlamentos rohmerianos tienen la cadencia de una Gymnopedie de Satie. A más a más –me gusta este catalanismo, comprensivo editor, amable lector–, sus diálogos combinan frivolidades y naderías con profundas disquisiciones morales, políticas y estéticas, en las que cabe adivinar un sutil cuestionamiento católico de las confusiones habituales de nuestra época postmoderna. Es más difícil hacer el amor en una película de Rohmer –mientras se lo piensan, lo calibran, lo hablan, lo vuelven a discutir– que en un Simca 1000. Pero jamás se rebajaba el director francés, como suelen hacer los moralistas dogmáticos, a juzgar a sus personajes, permitiéndoles expresar con total libertad sus puntos de vista.
En alguna ocasión esto le trajo problemas. Así, se permitió el lujo de presentar a los protagonistas de la Revolución Francesa como una pandilla de virtuosos pero sanguinarios personajes en La inglesa y el duque. Inmediatamente saltaron a su cuello los clérigos de la izquierda, que encontraron la ocasión de hacerle pagar su declaración de independencia personal cuando explicó:
De todas las sectas que pululan por el ámbito cinematográfico, ninguna como la rohmeriana. Aunque íntimas y personales, pequeñas joyas de orfebre en las que un gesto apenas esbozado constituye el equivalente de las grandes alharacas de efectos especiales que atraen a las grandes masas, sus películas eran saludadas en todo el mundo por pequeñas pero fieles células de fieles a la causa. ¿Qué causa? El cine y la vida entrelazados en un vals armónico, la cámara invisible a la altura de los ojos de los personajes, los diálogos fluidos en el límite de la improvisación, interpretaciones naturalistas, mujeres como Dios, Howard Hawks y Alfred Hitchcock mandan: independientes, bellas, inteligentes, seductoras. De un romanticismo decimonónico, a salvo de histerismos y sentimentalismos, racionalista a fuer de lírico.
Nunca un desprecio fue recogido con más alborozo, nunca una bofetada sentó tan bien a los fieles, que gustosos hubiesen puesto la otra mejila: el guionista de La noche se mueve (Night moves, Arthur Penn, 1975) puso en boca del vulgarote detective interpretado por Gene Hackman, que intuye que su mujer se la pega con un gafapasta intelectualoide que la acompaña a cines de arte y ensayo: "I saw a Rohmer film once. It was like watching paint dry". Que el traductor poetizó para la versión española: "Una vez vi una película de Rohmer. Era como ver crecer la hierba". Desde entonces las cosas se han puesto peor para el ritmo pausado que imprime Rohmer a su puesta en escena. Si los diálogos en Hawks se escupen como ráfagas de metralleta, los parlamentos rohmerianos tienen la cadencia de una Gymnopedie de Satie. A más a más –me gusta este catalanismo, comprensivo editor, amable lector–, sus diálogos combinan frivolidades y naderías con profundas disquisiciones morales, políticas y estéticas, en las que cabe adivinar un sutil cuestionamiento católico de las confusiones habituales de nuestra época postmoderna. Es más difícil hacer el amor en una película de Rohmer –mientras se lo piensan, lo calibran, lo hablan, lo vuelven a discutir– que en un Simca 1000. Pero jamás se rebajaba el director francés, como suelen hacer los moralistas dogmáticos, a juzgar a sus personajes, permitiéndoles expresar con total libertad sus puntos de vista.
En alguna ocasión esto le trajo problemas. Así, se permitió el lujo de presentar a los protagonistas de la Revolución Francesa como una pandilla de virtuosos pero sanguinarios personajes en La inglesa y el duque. Inmediatamente saltaron a su cuello los clérigos de la izquierda, que encontraron la ocasión de hacerle pagar su declaración de independencia personal cuando explicó:
Yo no sé si soy de derechas, pero lo que es seguro, en todo caso, es que no soy de izquierdas. Sí, ¿por qué iba a ser de izquierdas? ¿Por qué razón? ¿qué me fuerza a serlo? ¡Soy libre, me parece! Ahora bien, la gente no lo es. Hoy en día, es necesario que hagamos un acto de fe en la izquierda, tras lo cual todo nos está permitido. La izquierda no posee, que yo sepa, el monopolio de la verdad y de la justicia. Yo también estoy –¿quién no lo está?– por la paz, por la libertad, por la extinción de la pobreza, por el respeto de las minorías. Pero yo no llamo a eso ser de izquierdas. Ser de izquierdas es aprobar la política de ciertos hombres, partidos o regimenes concretos que se llaman a sí mismos de esta manera y que no se molestan por practicar, cuando ello les es necesario, la dictadura, la mentira, la violencia, el favoritismo, el oscurantismo. el terrorismo. el militarismo, el belicismo, el racismo, el colonialismo, el genocidio... Por otra parte, tengo miedo de extenderme sobre este tema.
Rohmer tiene fama de aburrir a las ovejas (y a Gene Hackman). Y también es verdad que exige cierto nivel educativo y de sensibilidad. Pero si usted ha cursado el bachillerato y... no digo que se haya puesto en alguna ocasión a ver crecer la hierba, pero sí se ha demorado a contemplar un amanecer o una puesta de sol (quizás buscando ver el rayo verde: del que hablaba Julio Verne), entonces no creo que tenga dificultades para apreciar la que es sin duda una de las cinematografías más coherentes, profundas y bellas. Mis favoritas son, por si se fía de mis gustos:
– Mi noche con Maud (1969)
Un provinciano católico se fija en misa en una devota, rubia y guapa chica. Una sofisticada mujer, Maud, lo invita a cenar junto a un amigo comunista. Conversaciones alrededor de una mesa que giran a propósito de Pascal y Marx, prolongándose hasta la cama (¿pasará algo?). Finalmente, años después, se vuelven a encontrar todo ellos por casualidad de camino hacia una playa y comentan cómo les ha ido la vida. ¿Estará con la rubia devota o la morena mujer de mundo? Nada que envidiar al mago del suspense (maravillosa fotografía de Nestor Almendros que él mismo explicaba en la entrevista con Soler Serrano).
– El amor después del mediodía (1972)
Es fácil después de una agradable siesta fantasear con las mujeres que ves por la calle. Eres un esposo fiel y un padre feliz y el picante del flirteo lo pones en las miradas y basta. Pero ¿qué ocurre si una de tus fantasías se hace realidad?
– Cita en París (1995)
Son tres historias. Por ejemplo, en "Los bancos de París", un profesor y su joven amante pasean por la Ciudad Luz mientras el primero intenta que la segunda deje a su novio. Al final del paseo, la chica, que se resistía, verá algo que hará que sus dos relaciones cambien radicalmente. En "Madre e hijo", un pintor acompaña por compromiso a la amiga de un amigo hasta el Museo Picasso, pero una vez allí se niega a entrar, excusándose con su trabajo. Sin embargo, de vuelta a su estudio se cruza con una chica que le fascina y la sigue. La chica entra en el Museo Picasso...
– Triple agente (2004)
Carlos Boyero está de acuerdo con Gene Hackman pero, a diferencia de éste, no se anda por las ramas de las metáforas. En su crónica desde Cannes (des)calificó la obra de Rohmer como "plasta". Por el contrario, vean y comparen, sostuve que
Rohmer sigue con su tarea de disección entomóloga de unos seres humanos que bajo su microscopio cinematográfico aparecen en toda su fragilidad, en su desvarío, a merced de las contingencia de un azar y una voluntad que los enreda como en telas de araña.
Jean-Marie Maurice Scherer ha muerto, pero Eric Rohmer ya es inmortal.
¡Bienvenido a la secta!
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