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CRÓNICA NEGRA

Robin Hood vuelve al spa de la cárcel

Un funcionario de prisiones ha sido expedientado por hacer una felación a un recluso. La España de Rodríguez es que se sale. Hace tiempo que el común de los mortales sabe que en nuestro país las cárceles son de cinco estrellas para los delincuentes que vienen de fuera, aunque nadie imaginaba que el confort llegara a tanto.

Un funcionario de prisiones ha sido expedientado por hacer una felación a un recluso. La España de Rodríguez es que se sale. Hace tiempo que el común de los mortales sabe que en nuestro país las cárceles son de cinco estrellas para los delincuentes que vienen de fuera, aunque nadie imaginaba que el confort llegara a tanto.
El preso homenajeado parece que cumple reclusión por delitos contra la salud pública, o sea por drogas, y que disfruta de unas condiciones tan diferentes a las que ofrecen las cárceles de su país que no pudo por menos que salir del tigre, o sea del retrete, con una ancha sonrisa, mientras se ajustaba la cremallera del pantalón. Calefacción en invierno, fresco en verano, tres comidas, sueño reparador, sala de juegos, celda de matrimonio, salón de estar con televisión y, los más afortunados, gimnasio y piscina. Encima, la estancia no se hace pesada y algunos tienen la suerte de encontrar, por amor, compañía especial y complaciente.
 
No es de extrañar que en un país donde los grandes estafadores no van a la cárcel, donde hay algún periodista que se atreve a declararse amigo de ladrones y asesinos, donde un atracador al que llaman Robin Hood entra y sale de prisión y declara que su casa es la cárcel; no es de extrañar, decía, que los centros de reclusión estén a reventar. A Robin se le supone que cuando está fuera extraña los juegos de agua, el spa de la cárcel, que es como el rock & roll de Elvis pero con la posibilidad de enamorarte.
 
El atracador Robin Hood, llamado así porque a finales de los 90 tuvo la esperpéntica idea de enviar a sus compañeros de trena, por giro postal, parte de lo que robaba en los bancos, presume de haber dado clases de lo suyo a los colegas. Es decir, que la reinserción era esto: buen trato de algún funcionario y magisterio de los artistas.
 
Como es fácil de entender, otro gallo nos cantaría si la noticia escandalosa denunciara que un preso extranjero hubiera sido expedientado por hacer una fellatio a un funcionario. En ese caso se podría recurrir a Greenpeace y a los Tribunales Internacionales y Solidarios de Guantánamo. Pero a día de hoy no hay más remedio que llamar a Madame Toussaud para que lo inmortalice en cera.
 
En las actuales circunstancias, mientras bandadas de niños roban en los cajeros o en las mesas de las terrazas, no tiene nada de extraño que un abogado diga que su cliente, el Solitario, es un "Curro Jiménez moderno" y que algunos padres machacados por la Ley de Violencia de Género distingan al Lute con el falso título de doctor en Derecho.
 
Robin Hood, que toma su sobrenombre de una mentira británica, un cuento para niños, es la demostración excelsa de que la masa enfervorizada necesita mitos sobre la reinserción: nosotros capturamos a un delincuente y luego sale hecho un maharajá. Y al que le falta amor, le acogemos con primor.
 
Las cárceles no son, ni mucho menos, los mataderos que son en algunos países hispanoamericanos, ni las mazmorras de los Balcanes, sino cuartos de hotel donde pronto las toallas serán de marca y el menú de alta cocina, como en el AVE. En esas condiciones, es comprensible que la actual Administración no se prodigue en facilitar la visita a las cárceles: quién sabe lo que se podría descubrir...
 
Al fin y al cabo, un matrimonio, en el mundo actual –y conste que se dice sin interpretación malévola–, es la unión de dos personas. Un preso reinsertado puede ser alguien que cumple su condena, atraca de nuevo y regresa a prisión, qué lugar. Tras los barrotes, Robin Hood, que no es especialmente un encanto para los que sufren sus atracos, hace alarde de ilustrar a los que quieren perfeccionarse en el submundo de las prisiones.
 
El Solitario.Lo peor de este panorama idílico, de ladrones de leyenda, reinsertados de opereta y atracadores eméritos, no es que haya tenido lugar lo que parece una broma de inocentes, esa exhibición de sexo anti-stress carcelaria, sino que se haya publicado, dando opción a interpretaciones torticeras. Porque, a ver, ¿es menos cárcel un lugar donde surge la atracción entre personas separadas por un abismo? Y sin embargo, podría darse la impresión, dado que no se recuerda suceso igual, comparable sólo a la explosión del cipote de Archidona, que convirtió una película en el diluvio universal, de que las cárceles españolas tienen más que ver con el confort que con la prevención. En el caso de Robin Hood, es él mismo quien afirma no hay nada mejor que los barrotes de la celda; hágase cada uno la composición que prefiera. El Solitario, por su parte, declara solemne que de ningún modo desea volver a la cárcel portuguesa de Monsanto, donde no tienen, seguro, TDT, actividades de artistas comprometidos, sesiones de pesas para ponerse cachas ni duchas de relax.
 
El Solitario prefería actuar sin compañía mientras entraba a tiros en las sucursales bancarias, pero cuando se trata de permanecer detenido nada mejor que un centro de hombres con las refinadas costumbres de la hospedería española. El Solitario quiere ser ahora el Acompañao, como Robin Hood en el spa y Eleuterio en su doctorado.
 
Es difícil luchar contra la delincuencia por arriba en una nación donde las leyes no dan miedo a los grandes estafadores, porque aunque se reconozca que estafan no pisarán las cárceles. Tampoco dan miedo por abajo, puesto que pasaron ya los tiempos en los que podrían darse excesos en el uso de la porra. Y si hoy son noticia las prisiones, es por la excesiva amabilidad de los espontáneos.
 
¿Cómo limitar los afectos? ¿Y las entregas apasionadas? En prisión, el delincuente sabe latín, perfecciona su técnica, aprende el francés y se acostumbra a amarse a sí mismo y a que le ame la autoridad.
 
 
FRANCISCO PÉREZ ABELLÁN, presentador del programa de LIBERTAD DIGITAL TV CASO ABIERTO.
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