Lo suyo sería acabar con ese broche, pero como la joya no tiene compostura fácil, si es que tiene alguna, voy a entretenerme primero en una última circunvalación del territorio que me encontraría a la vuelta, en 1987.
En julio de aquel año cerraba yo, sin ser del todo consciente de ello, un círculo que había abierto casi exactamente siete años antes, en octubre de 1980, cuando me fui a París, y de ahí a Moscú, para coger el Transiberiano. No había seguido un camino en línea recta –cosa que me resulta muy difícil–, y no había dado la vuelta al mundo al modo ordenado, meticuloso y veloz de Phileas Fogg. Tampoco me había propuesto darla. No había echado a andar por el gusto de conocer otros paisajes y paisanajes, sino por el disgusto que me provocaban los que conocía. Había recorrido el mundo sin querer, y por el procedimiento de las exploraciones al azar. En ese aspecto, en aquello que no había planeado, los años viajeros habían sido fructíferos o, por lo menos, interesantes. Pero en todo lo que me había propuesto el fracaso era absoluto.
Puede que al cabo de la circunferencia se encontrara uno con alguna verdad, pero bien podía resultar que ésta fuera desagradable. Y en este caso lo era. No me había convertido en escritora ni en cineasta ni en fotógrafa. Estaba en el mismo punto que antes de partir. El de alguien que había perdido su lugar y no había logrado hacerse otro. La ruptura con el activismo político de los años finales del franquismo me había propulsado lejos, pero no hacia un nuevo acomodo. El único que se me ofrecía era de nuevo en el periodismo, y de aquella manera.
Pero me había desarraigado, y a la vuelta no hallé dónde plantarme. Descubrí que en Madrid y en mi país estaba mucho más aislada de lo que lo había estado en cualquier otro de los lugares en los que había recalado. Había perdido el status de extranjero, a veces tan ventajoso, y ahora era uno más, pero tampoco del todo. Ya no era parte del grupo con el que había compartido peripecias en los años en que la política había estado en primer plano. En realidad, aquel grupo ya no existía.
Las pandillas que vivíamos instaladas entre el Café Comercial, enervando allí a los viejos camareros, y el pub de Santa Bárbara (lugar de copas favorito de los abogados del PCE); que basculábamos entre la pista de baile de El Junco y el drugstore de la calle Fuencarral; que, aunque de distintos pelajes políticos, íbamos a ver las mismas películas, leíamos los mismos libros y estudiábamos el mismo periódico (El País); es decir, aquella tropa antifranquista activa en Madrid en los últimos años 70 se había licenciado y dispersado.
Algunos estaban incrustados en algún hueco de la maquinaria gubernamental de los socialistas, otros se habían retirado de la circulación y la política. Tras la ebullición que acompañó el final de la dictadura y el principio de la democracia, cada cual había vuelto a tener como asunto principal su vida privada. Ese debía de ser también mi caso, pero, a diferencia de otros, no lo daba por resuelto. Muchos se habían instalado y llevaban camino de ser el establishment. Yo seguía siendo un elemento inestable.
La paradoja que entonces me saltó a la vista era que los instalados estaban más descontentos que yo. O así se manifestaban. Vivían con el espíritu del condenado a galeras. La frustración con el trabajo y la vida toda era un mal extendido. Yo lo había padecido al disiparse la polvareda de la Transición, y por eso me había marchado. No lo había curado, pero estaba convencida de que hacerlo sólo dependía de mí. Si algo había aprendido en los años de vagabundeo era que se podía cambiar de vida, de país, de ocupación y de trabajo.
Claro, que no era posible hacer tal cosa sin correr algún riesgo. Pero eso era exactamente lo que deseaban los insatisfechos. Se sentían atados, y como no querían asumir el coste de desatarse, negaban su responsabilidad en las ataduras. Le echaban ese lastre al engranaje del que se veían prisioneros. No eran ellos mismos, sino un abstracto y proceloso "sistema" lo que les impedía ser libres. También ésta era una patología extendida.
Cuando aconsejaba a los quejosos que cambiaran de trabajo y de país, si tal era su deseo, se sentían ofendidos. Supongo que me tomaban por loca. Hasta ese momento no me había dado cuenta cabal de cuántas personas llevaban, sin saberlo, un pequeño funcionario dentro. El piso, el coche, las vacaciones, todo aquello por lo que no se podía uno desprender del horrendo y aburrido empleo, eran asimismo obligatorios en el sistema aquel. No había escapatoria, y así todos tan descontentos. Y yo, aunque no me había desprendido de todas mis antiguas creencias políticas, enraizadas en el marxismo, había descubierto por propia experiencia que el aborrecido "sistema" le permitía a uno mantenerse en sus márgenes.
Frente a la vida monótona y frustrante que se llevaba en el reino de la abundancia, la gente empezaba a mirar hacia los países pobres, todavía no pervertidos por la riqueza y por ello más felices en su simplicidad, más apegados a la madre Naturaleza y todo eso. Yo podía corroborar que era así, pero también era testigo de que los habitantes de aquellos paraísos lo que más deseaban era vivir como en nuestro purgatorio. Mis interlocutores movían la cabeza con pesadumbre: van a cometer nuestros mismos errores. La idea de que había un error fundacional, un pecado original en nuestra civilización, también se había extendido. Ya no era el viejo discurso marxista, sino otro, pero emparentaba con aquél.
La idea era que Europa y el mundo occidental estaban podridos, en decadencia, en crisis terminal, y que donde había que buscar la frescura era fuera de allí, en otras culturas que habían sabido conservar una presunta armonía primigenia. En esto yo también tenía un pie dentro y otro fuera. Aquella vida natural y sencilla estaba muy bien para hacerle una visita, pero no para quedarse a vivir. Y, sobre todo, había redescubierto algunas virtudes de la denostada civilización europea. En cualquier caso, tenía la certeza de que formaba parte de ella.
Y esa era una de las cosas que había aprendido en los siete años errabundos. Esa y otras pocas, igual de elementales. Los seres humanos se parecían mucho, vivieran en una aldea perdida de Filipinas o en el gigantesco hormiguero de Tokio, en una ciudad de Siberia o en la Costa de la Esmeralda ecuatoriana. Eran cosas que sabía desde el principio, pero que había olvidado. También ahí volvía al principio.
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