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PANORÁMICAS

Reagan: el centenario del mafioso irónico

Ronald Reagan era un hijo de puta, pero era nuestro hijo de puta. Permítanme la boutade. Es célebre que Roosevelt, o alguien de su Administración, lanzó un exabrupto como el de arriba a propósito del dictador nicaragüense Somoza. Por lo que a mí respecta, todos los políticos lo son, en mayor o menor grado.


	Ronald Reagan era un hijo de puta, pero era nuestro hijo de puta. Permítanme la boutade. Es célebre que Roosevelt, o alguien de su Administración, lanzó un exabrupto como el de arriba a propósito del dictador nicaragüense Somoza. Por lo que a mí respecta, todos los políticos lo son, en mayor o menor grado.

Ronald Reagan era un hijo de puta, pero era nuestro hijo de puta. Permítanme la boutade. Es célebre que Roosevelt, o alguien de su Administración, lanzó un exabrupto como el de arriba a propósito del dictador nicaragüense Somoza. Por lo que a mí respecta, todos los políticos lo son, en mayor o menor grado.

Hacer política es firmar con la propia sangre un pacto con el diablo. O dicho a la manera lúcida y elegante de Maquiavelo:

El Príncipe debe hacer uso del hombre y de la bestia: astuto como un zorro para evadir las trampas y fuerte como león para espantar a los lobos.

Reagan fue nuestro zorro y nuestro león. El de los liberales y el de los conservadores. Y eso que comenzó militando en las filas izquierdistas y liderando el sindicato de actores de Hollywood. Pero fue precisamente en el seno de la izquierda militante donde descubriría lo que después sentenció el filósofo John Searle: que la derecha seguramente es idiota pero la izquierda es fundamentalmente malvada. Y debió considerar que entre la estupidez y la maldad era preferible la primera, que al menos tiene remedio, con un poco de estudio y esfuerzo.

Fue el que acabó en el terreno político con la asimetría moral entre la extrema derecha y la extrema izquierda, que favorecía sistemáticamente a esta última (aunque aún quedan pacifistas que bendicen las balas cuando se disparan en nombre del proletariado). Así, se propuso terminar con la tarea interrumpida en 1945 contra los totalitarios, cuando Roosevelt y Churchill tuvieron que transigir con Stalin después de haber derrotado a Hitler. Y lo consiguió, ganándose el odio universal y eterno de la mayor parte de la izquierda, que no sólo no le perdonará jamás haber finiquitado con contundencia el Totalitarian Dream de los hijos de Lenin, sino que de paso lo hiciera iniciando el programa de reducción del armamento nuclear, robándole en sus narices una de las banderas más agitadas por el progresismo. Por todo ello se ganó el aprecio, la admiración y el aplauso de todos los pueblos europeos que habían padecido la barbarie socialista, con una intensidad directamente proporcional al odio, el asco y el resentimiento que despierta entre la izquierda-caviar.

Por otra parte, corrigió la deriva yanqui hacia la socialdemocracia emprendida por Roosevelt resucitando la fibra pro-mercado, individualista y liberal, que pusó en la picota el mito de la izquierda sobre una evolución determinista hacia el Estado de Bienestar. Por esas fechas incluso Felipe González confesaba que prefería morir apuñalado en el metro de Nueva York a vivir en la paz de los cementerios que se estilaba en la URSS. Se ve que los chistecitos anticomunistas made in Reader's Digest hacían mella; éste lo he leído en el facebook de Mario Noya:

–Bréznev [secretario general del PCUS]: América nos presiona mucho. Tal vez deberíamos abrir las puertas [en materia de emigración]. El problema que tal vez sólo quedemos nosotros dos en el país.

–Kosiguin [primer ministro de la URSS]: Habla por ti.

(Reagan a Natan Sharansky; v. Sharansky, Alegato por la democracia, p. 167).

También metió la pata. Con el Irangate especialmente, el escándalo de la financiación ilegal y el tráfico de armas relacionado con el secuestro de unos americanos. Pero este borrón no difumina el cambio de rumbo que significó su presidencia, que se puede calificar de histórica. Al menos eso es lo que opina un tal Barack Obama:

Creo que Ronald Reagan cambió la trayectoria de América en una forma que no hicieron Nixon ni Clinton. Reagan nos colocó en un sendero completamente diferente porque el país ya estaba preparado para ello. Pienso que la gente sentía, después de todos los excesos de los 60 y los 70, que el gobierno había crecido cada vez más sin ningún sentido del rigor y la responsabilidad a la hora de rendir cuentas. Reagan hizo suyo lo que la gente sentía: ganas de optimismo, claridad y un retorno al sentido de dinamismo e innovación que habíamos perdido.

Junto con Roosevelt, fue el más grande presidente norteamericano del siglo XX. Dos colosos los dos R. Dos visiones del mundo contradictorias cabalgando sendas voluntades de ácero. Y con dos escuderos de lujo en la Gran Bretaña: Winston Churchill y Margaret Thatcher. Gore Vidal, de profesión sus ocurrencias, quiso hacer una gracieta malévola al decir que la elección de Reagan a la presidencia había sido un error de casting, porque lo más apropiado para él sería el papel de mejor amigo del Presidente. Vidal se relamería, en más de un sentido, al imaginar al elegante e izquierdoso Henry Fonda en la Casa Blanca. O, en un ataque de generosidad para alguien tan resentido, al talentoso aunque republicano James Stewart. ¿Pero un actor de serie B como Reagan, un secundario de las auténticas estrellas?

Siempre me ha parecido sintomático que desde la izquierda se despreciase a Reagan por haber trabajado antes de dedicarse a la política. Aunque lo peor para la clasista élite progresista fuera que Reagan no perteneciera a la superior casta académica de la Ivy League. Jamás hubiera conseguido una silla en el camelo del Camelot de los Kennedy, entre losbest and brightest. Era tan honesto como ajeno al delirio de grandeza.

Intervino en setenta y siete películas. Aunque se hizo famoso por su caracterización del buen chico de corazón de oro, amigo fiel al que chorreaban los valores familiares y humanos por el tupé engominado y la sonrisa peraltada, y no fuera un actor soberbio, destacaba por su saber estar, su sólida presencia y una voz grave y densa, curtida en la radio. Encajaba sobre todo en películas artesanales, bien producidas y orientadas a un público que buscaba ese estilo invisible que era la marca del mejor Hollywood: La reina de Montana, Amarga victoria, Abismo de pasión, Camino de Santa Fe...

Su mejor interpretación, sin embargo, fue en una joya del cine negro. En Código de hampa (una versión de The Killers, de Hemingway), Don Siegel le rodeó de luminarias de la actuación como Lee Marvin, John Cassavettes y Angie Dickinson, dándole el insospechado papel de mafioso irónico, enamorado hasta las cachas de un zorrón rubio que le pone los cuernos sistemáticamente... y con su consentimiento distanciado. En la película lo presentan como

un tipo llamado Jack Browning. De esos que lo tienen todo y lo pagan todo.

Frente a la dureza glacial de Marvin, Reagan compone un mafioso elegante y de vuelta de todo, que igual levanta un rifle de mirilla telescópica para asesinar a un matón, o la ceja izquierda para expresar una divertida resignación. Años más tarde, con el mismo aplomo y ya de presidente, lo que levantó fue una estrategia, a la que llamó, cinematográficamente, "la guerra de las galaxias", y que acabó con el imperio del comunismo, ese fascismo de izquierdas al que él, con buen criterio, denominaba simple y llanamente "El Mal".

 

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