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COMER BIEN

Que se note, pero que no se vea

Las críticas a la cocina española que durante los siglos XVII, XVIII y XIX dejaron escritas numerosos viajeros europeos, especialmente ingleses y franceses, tienen como común denominador el exceso de ajo en los platos de nuestra cocina tradicional.

Las críticas al ajo no son sólo extranjeras; escritores de la talla del gallego Julio Camba o del catalán Josep Pla criticaron ferozmente el uso de este bulbo en los platos tradicionales españoles; para el primero, la cocina española "está llena de ajo y de preocupaciones religiosas"; para el segundo, el ajo "lo arrasa todo".
 
Todavía hoy el ajo es fuente de problemas para extranjeros de paladares o, más bien, narices sensibles. Pituitarias poco hechas al aroma de una de las plantas fundamentales de la cocina mediterránea, tan fundamental casi como los tres emblemas de la cultura latina, que son el trigo, la vid y el olivo.
 
Claro que estas tres son, en las mitologías mediterráneas, sendos regalos de los dioses... mientras que a nadie se le ha ocurrido atribuir al ajo un origen divino. Sucede, sin embargo, que el ajo no tiene la culpa de nada, y sí quienes lo usan mal, o sea, quienes lo maltratan o abusan de él. Un toque de ajo puede ser delicioso, y a veces imprescindible; pasarse es, como decía Pla, arrasarlo todo.
 
Y es que en ocasiones nos pasamos mucho, porque el ajo tiene su lugar, y lugar de privilegio, en la cocina; pero no debemos darle tantas confianzas como para sentarlo con nosotros en la mesa; ahí sólo tiene cabida su aroma. Ni siquiera en los platos al ajillo, se trate de angulas o de conejo, de gambas o de pollo, tiene por qué aparecer en persona: basta con su rastro aromático.
 
Por lo demás, el ajo tiene un papel importantísimo en nuestra cocina, como lo tiene en casi todo el Mediterráneo. Es difícil encontrar una salsa tan deliciosa como el pil-pil, que lleva ajo; o la clásica salsa verde, que también lo incorpora... aunque a veces, como sucedió con la merluza en salsa verde que cocinó Juan Mari Arzak para la reina Isabel II de Inglaterra, haya que recurrir a una salsa verde sin ajo, o sea, sin alma.
 
Yo he tenido la suerte de disfrutar de auténticas obras maestras de genios de la cocina en las que el ajo desempeñaba un papel fundamental. Hace años, Ferrán Adriá solía preparar un bloque parecido a un conocido helado de una firma comercial; el bloque, blanquecino, consistía en una versión sólida y cremosa de algo tan nuestro como el ajo blanco, y las láminas oscuras que se apreciaban al corte no eran de chocolate, como en el helado, sino de trufa. Una delicia, y una delicia muy elegante, además.
 
En otra ocasión, Joel Robuchon nos deleitó en su viejo Jamin de París con un sensacional rodaballo escoltado por puerros enanos y un alioli de exposición; un alioli que, como nos explicó el propio maestro, no era mayonesa con ajo, no: era un alioli puro y duro, hecho exclusivamente con aceite, ajo y sal. Otra delicia.
 
Y es que el ajo tiene cuerpo y alma, y es su alma lo que nos gusta; su cuerpo debe quedarse en la cocina, insistimos, en casi todos los casos. A las angulas, a las gambas les va de cine el aceite perfumado por el ajo y la guindilla; pero no es de recibo encontrarse con ajos y guindillas en las cazuelitas. Me encantan los más sencillos spaghetti, con aroma de ajo y calor de cayenas... que se han quedado en la cocina, dejando su espíritu en ese aceite que vierto sobre la pasta.
 
Sólo como ajos en vivo y en directo en ocasiones muy concretas: una, cuando los ajos, a fuerza de horno, acaban convirtiéndose en cápsulas llenas de una sustancia cremosa y nada agresiva; o cuando, después de perfumar el aceite dorando en él –ojo: sólo dorando, jamás tostando– unas láminas de ajo, coloco esas láminas sobre una rebanada de pan, les pongo unos pétalos de sal y me fabrico un muy carpetovetónico canapé. En los demás casos... mejor que no aparezca, aunque todos sepamos que está allí.
 
Me encanta frotar con ajo la ensaladera, antes de llenarla de corazones de escarola y granos de granada y aliñarla suavemente; pero no me apetece que en la ensaladera haya trozos de ajo. Unos daditos de pan frito, o seco en el horno, untados de ajo son una guarnición deliciosa... pero sin poner el ajo encima; a mi pa amb tomaquet lo froto un poco con ajo antes de hacerlo con tomate, pero no se me ocurre decorarlo con ajo picado... Y así tantas cosas. Al ajo hay que notarlo; pero es mejor no verlo.
 
 
© EFE
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