Es más fácil aliñar la ensalada a golpe de orden ministerial que promover una ambiciosa, correcta y bien orientada política de educación para la salud. Es mucho más progresista dictar sobre nuestro apetito (sobre todo si, de paso, se puede lanzar un mensaje contra la globalización alimentaria de las grandes cadenas de comida rápida) que favorecer la libérrima e informada decisión del consumidor ante el escaparate… Pero ése no es el tema que me ocupa, no. Lo que me viene hoy a la mente es una pregunta sin maldad alguna: ¿qué cantidad de ciencia y qué de política hay detrás de estas sonadas decisiones de nuestros ministros? Y, dando por sentado que, haberla, hayla, ¿qué tipo de ciencia?
Fíjense: los políticos a veces tienen el azar en su contra. Al mismo tiempo que la ministra de Sanidad, Elena Salgado, anunciaba haber puesto proa contra el uso del vino, al que querría considerar una sustancia peligrosa, la revista de la Sociedad Geriátrica Americana anunciaba los resultados de un reciente estudio, llevado a cabo entre 12.000 mujeres australianas de más de 70 años, en lo que pasa por ser uno de los trabajos de campo sobre la salud de la tercera edad más ambiciosos de los últimos años.
El grupo de estudio fue dividido en tres partes: bebedoras, no bebedoras y bebedoras ocasionales. Los resultados demostraban que las mujeres que nunca habían bebido y las que lo hacían de manera muy esporádica presentaban un riesgo significativamente más elevado de fallecer durante el periodo de investigación, que duró seis años.
De entre las que sobrevivieron a este periodo, aquéllas que bebían poco o nada mostraron una calidad de vida más pobre en términos de su salud. Estudios previos habían demostrado que las mujeres que beben un vaso de vino al día presentan riesgos mucho más reducidos de enfermedad cardiovascular y accidentes isquémicos.
El resultado de esta investigación demuestra, una vez más, que la ingesta moderada de alcohol en entornos controlados produce evidentes beneficios para la salud, en este caso femenina. El potencial causante de este fenómeno pueden ser algunos ingredientes presentes en el vino o el etanol. Pero tampoco hay que descartar como vector de salud el placer de sentarse ante un vaso de vino, o el refuerzo social del acto de beber, la potenciación del apetito y la facilitación de la digestión que suelen acompañar al consumo moderado de alcohol.
Es cierto que el estudio advierte de que los datos no implican que los no bebedores deban empezar a beber. Cualquier cambio en los hábitos alimenticios puede tener efectos más adversos que positivos. Pero parece evidente que desaconseja la demonización taxativa de sustancias como el vino. Del mismo modo que otros estudios desaconsejan la demonización de productos como la carne de hamburguesa, el ketchup, el chocolote, la cafeína… En general, la ciencia aconseja no demonizar casi nada. Entre otras cosas, porque es difícil sostener científicamente este tipo de decisiones políticas.
Según informaba este mes la revista Quo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha desarrollado un exhaustivo análisis de más de 400 estudios sobre comida y salud publicados en los últimos años. El resultado no hace más que arrojar una manta de escepticismo ante los consejos sanitarios generalistas.
El 60% de los resultados obtenidos en estos estudios no son concluyentes. O bien detectaban fenómenos poco claros, o bien fueron contradichos por estudios posteriores. Es decir, en el 60% de las ocasiones en que se acusó a un alimento de producir un efecto adverso para la salud los datos no eran definitivos.
Según la OMS, sólo el 33% de las investigaciones sobre dieta y salud cardiaca son convincentes y sólo 50 alimentos tienen relación probada con enfermedades. Entre ellos no están ni el huevo, ni el café, ni el vinagre, ni el marisco, ni el chocolate, ni las especias ni el vino, sustancias que en algún momento han sido malditas por los nutricionistas.
El problema parece claro. Los medios de comunicación y muchos políticos saben que convertir los datos científicos en un mensaje inmediato es una fuente fácil de titulares. No hay nada más sencillo que agarrarse a una fuente de ecuaciones y estadísticas para transmitir una falsa sensación de seguridad.
Sentarse ante los ciudadanos con las espaldas cubiertas por la ciencia es muy confortable. Lo malo es que la ciencia no está tan segura de sí misma, ni lo pretende. Los datos de hoy son revisados mañana, y al público se le suele sustraer el resultado de la revisión, sobre todo cuando contradice la puesta en marcha de una política sanitaria determinada. Además, en la mayoría de las ocasiones los estudios científicos se realizan sobre ingredientes concretos y no sobre el menú completo de un ciudadano medio, lo cual los desacredita como herramienta para tomar decisiones políticas globales.