En la última década, pocas funciones vitales han sido objeto de una actividad legislativa tan ferviente como la relacionada con la alimentación. Parece mentira, pero nuestra tarea diaria de confeccionar la lista de la compra está sometida a un centón de regulaciones estatales. ¿Cree usted que decide, bajo los dictados de su libre albedrío, qué se mete entre pecho y espalda en cada desayuno/comida/merienda/cena? Craso error: el Estado decide antes que usted, no vaya a elegir mal y cometa un grave desatino, de consecuencias irreparables para su salud o (mucho peor) para el medio ambiente.
Acabamos de sufrir de nuevo el afán paternalista de los gobernantes a través de las limitaciones al consumo de bollería industrial y otros alimentos en las proximidades de los colegios. Si les parece invasiva la medida de la precandidata y ministra de Sanidad, no les digo nada de la catarata de leyes, reglas, normas y recomendaciones que aprueba cada año la Unión Europea.
Grupos de consumidores, organizaciones médicas, empresas del sector, ecologistas y un sinfín de lobbies llaman a la puerta de nuestros representantes comunitarios para exigirles una u otra medida relacionada con el almuerzo; llamados que, por supuesto, los poderes públicos no dejan de atender.
El resultado es un enorme gasto de recursos y tiempo en la regulación del mercado de los alimentos, una sensación de desconcierto generalizado en el consumidor (que observa cómo las leyes sobre la materia cambian constantemente) y un acoso descarado a la flexibilidad de las empresas del sector, que se vuelven cada año menos competitivas que sus homólogas en países menos regulados.
Pondré algunos ejemplos. Hace más de seis meses se agotó el plazo para la elaboración de la lista de afirmaciones sanitarias permitidas en la promoción de alimentos. Es decir, las virtudes saludables que pueden y no pueden publicitarse al vender, por ejemplo, un yogur. ¿Es lícito que un producto asegure ser beneficioso para el tránsito intestinal? ¿Qué cantidad de evidencia científica ha de avalar afirmaciones de ese estilo?
Medio año después, la Comisión Europea aún no ha ofrecido un dictamen al respecto, y es muy poco probable que lo haga en los próximos meses. Sin embargo, la industria se ve sometida al vaivén de las legislaciones nacionales. Como consecuencia, las normas sobre etiquetado, publicidad y consumo varían y generan un evidente desconcierto en los ciudadanos, aparte de los gastos añadidos a unas industrias que han de adaptarse a legislaciones que parecen no tener fin.
Las dificultades para legislar este tipo de actividades son mayúsculas. En primer lugar, porque parece difícil establecer un criterio unívoco sobre qué es saludable y qué no lo es. Durante décadas, los panaderos alemanes han vendido al mundo su fórmula de pan negro de centeno por sus excelentes propiedades: tiene menos gluten que el trigo, es más energético y es rico en fibra; y, también, más rico en sal.
Si la legislación europea sobre afirmaciones saludables termina por aprobarse un año de estos, es muy probable que lo haga sobre la base de los llamados perfiles nutricionales, que limitan el derecho a promocionarse como producto beneficioso sólo a aquellos alimentos que demuestren estar dentro de los parámetros saludables de sal, azúcar y grasas saturadas. De ese modo, el pan de centeno quedaría excluido del lote, y los panaderos alemanes ya no podrían venderlo como bueno para salud. ¿Quiere eso decir que ha dejado de ser saludable? Evidentemente, no.
Algunos administradores proponen que la legislación establezca algún tipo de exención para los llamados productos tradicionales. Es decir, que los alimentos que forman parte de la cultura popular pudieran seguir promoviendo sus virtudes más allá de lo estrictamente regulado. Pero, una vez más, los conflictos afloran: ¿es sana una morcilla de Burgos, por muy tradicional y, por cierto, exquisita que sea?
Si en el terreno de las afirmaciones sanitarias parece difícil legislar con sabiduría, más aún lo es en cuestiones más resbaladizas, como los alimentos modificados genéticamente o la información que debe aparecer obligatoriamente en las etiquetas. Sobre todo cuando se trata de alimentos que cruzan fronteras y se venden en países con necesidades sanitarias, gustos organolépticos y criterios nutricionales diferentes.
La Comisión está preparando para 2011 una dura legislación sobre salud animal que promete ser sonada. Con ella no sólo pretende regular aspectos de seguridad de los alimentos que llegan a los mercados, sino establecer condiciones para el correcto tratamiento de los animales de granja, con la intención de garantizar su bienestar.
Es decir, que nos espera otra buena batería de leyes y leyecillas promovidas por gobernantes empeñados en dictarnos qué y cómo debe llegar a nuestro plato, y con qué información debemos preparar nuestros menús.
Lo de los bollos de los niños va a parecernos una nimiedad cuando tengamos que adaptarnos a las legislaciones europeas sobre el noble arte culinario. Así que más vale que comamos mientras nos dejen. Que les aproveche.