Urquhart pertenece a la tradición shakespereana de los que saben que la política consiste en un pacto de sangre con el diablo pero finalmente olvidan que, salvo el diablo, nadie es indestructible.
Tanto él como su mujer son dos almas gemelas en el reverso tenebroso, del mismo modo que lo eran Mr. y Mrs. Macbeth. Tal para cual, ambiciosos, inteligentes, desalmados y luciferinos, Churchill hubiese dicho de ellos: "Tienen todos los vicios que admiro y ninguna de las virtudes que aborrezco".
Vista hoy día puede resultar bastante inverosimil. Pero es que hoy día vivimos una época de –perdónenme los interesados para los que resultará una loa– mosquitas muertas. House of Cards solo fue posible tras los 80, es decir, cuando se produjo aquel acontecimiento histórico planetario de ver juntos y revueltos a titanes políticos de la talla de Margaret Thatcher, Ronald Reagan, Felipe González, François Mitterrand, Helmut Kohl... con IRA y ETA matando a toda pastilla y el orbe comunista a punto de venirse abajo sin que nadie pudiese predecirlo. Eran malos tiempos para la lírica, según Golpes Bajos, pero grandiosos para la política.
La serie está basada en una novela de Michael Dobbs, que fue uno de los jerarcas del Partido Conservador y vivió en primera línea la ascensión y caída de Margaret Thatcher, cuando "las hienas de su partido" se abalanzaron sobre ella, leona herida, que todavía pudo responder: "I’m enjoying this!" (lo cuenta Pedro Schwartz en su polémica con el conservador antithacheriano lord Garel-Jones).
Respecto de la novela, han cambiado el punto de vista, ya que Urquhart se dirige ahora directamente al espectador, en ocasiones para transmitirle sus pensamientos e intenciones acerca de lo que está tramando –un recurso adoptado del Ricardo III shakespereano, con quien también comparte munición sarcástica y sardónica–, y que resulta muy efectivo porque si no nunca sabríamos cuándo ese volcán de porcelana que es Urquhart, el cual jamás dice una mala palabra ni realiza una buena acción, está hablando en serio o en broma. Como la misma serie, que no sabemos cuándo bromea y cuándo no.
Y es que Urquhart no tiene mayor problema en
1) meterse en líos sexuales, incluso de carácter incestuoso, todo ello con el beneplácito y la bendición de Lady Urquhart, mientras se dedica a grabar las meteduras de patas sexuales de los demás (¿se acuerdan del vídeo a Pedro J. en plena vorágine de los GAL y de Mr. X?) para hacerles el correspondiente chantaje;
2) hacer esgrima verbal con el rey de Inglaterra, un trasunto de Carlos, al que le desvalija la botella de jerez y le enseña los rudimentos de la monarquía constitucional con esa chulería atildada atiborrada de desprecio que solo pueden enseñar en Eton;
3) buscarse una salida tan honorable como pecuniaramente beneficiosa en cuanto sospecha que le queda poco de primer ministro. Miren para quiénes trabajan ahora Felipe González, José María Aznar... Y tranquilos, que quedan multimillonarios comprometidos con las aves canoras para que Zapatero no se muera de hambre;
4) asesinar a todo aquel que se cruza en su camino con un desparpajo y una crueldad que harían palidecer de envidia a César Borgia. Y cuando hace falta con sus propias manos, porque es un caballero y ya se sabe que un caballero nunca manda hacer algo que él no haría personalmente.
House of Cards es el perfecto complemento de El ala oeste de la Casa Blanca (y algunas películas sobre lo político). Allá donde el presidente Bartlet no llega, modositos e idealistas los demócratas americanos, el primer ministro Urquhart se pasa tres pueblos, vitriólico y utilitarista. Sin dejar de ser por ello, ojo, un político por todo lo alto que tiene, ojo, razón en bastantes de sus planteamientos; un Thatcher cínico y de vuelta de todo. Porque, por ejemplo, Su Majestad resulta ser en el fondo un nostálgico de tiempos mejores para la corona, cuando no había sido reducida por los jíbaros de la democracia a un gracioso y sustituible complemento. También, porque la oposición laborista está sumida en su propia charla intrascendente, en el mejor de los casos, llena de largas palabras esdrújulas trufadas de ideas cortas. Y sus compañeros de partido son tan inmorales como él pero mucho menos brillantes, menos agudos en el humor, en el amor y en la guerra de trincheras que es el congreso de un partido político.
Las tres temporadas constituyen un retrato hilvanado a través un guión compuesto sobre todo de diálogos brillantes, monólogos incisivos y giros de guión cimentados en ir revelando the aristocratic British way of life en el terreno de la política: una combinación de muebles de caoba, magníficos jardines, trajes a medida, homosexualidad por encima de la media así como alcohol estupendo y mejor tabaco. House of Cards no sólo se ve, sino que, como Retorno a Brideshead, hace sentir un modo de vivir completamente diferente, con una tensión vital en el límite, una espiritualidad y una corporalidad torturadas y retorcidas. ¡Ah, esos debates parlamentarios tan British, en los que están todos tan cerca, rozándose los codos, y a la vez tan lejos, con los sentimientos atados por correa y bozal!
El papel de Urquhart es de esos por los que un actor mataría. Quizá lo hizo realmente Ian Richardson y por eso se lo dieron: habría demostrado tener las aptitudes necesarias.
Al principio de la tercera temporada Urquhart nos interpela a los espectadores en una de sus frecuentes confesiones en la intimidad de la ficción:
¿Qué opinan de mí ahora? ¿Que soy como una fuerza de la naturaleza, tal vez? Llevo tanto tiempo aquí, que ahora, tanto si me quieren como si me odian, les es difícil imaginar a nadie más en mi puesto. ¿No es así?
Realmente como él, imposible. Y como Ian Richardson interpretándolo, tampoco.
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