No sé si tendrá que ver con ello, pero pocos días antes tuve un extraño sueño, casi una pesadilla: iba con alguien más, no sé quién, y llevábamos un perro para cazar liebres. Una de estas salió corriendo y saltando, pero el can la atrapó. El perro era muy raro, se parecía él mismo a una liebre también, y su presa no lo era menos: tenía una especie de melena que le caía sobre la cara y se la tapaba. Ya apresada, temblaba convulsivamente, presa del terror. El can le apartó con cuidado la pelambre sobre la cara, que era casi humana, pero aplanada, y a continuación, con ademán experto, le hincó un colmillo en un lado de la cabeza, y la liebre dejó de temblar y pareció morir instantáneamente. De mí se apoderó una compasión intensa, dolorosa, y trataba de acercarme a los dos animales, pero una y otra vez numerosas avispas en el aire me impedían llegar a ellos. Entonces desperté.
Ya en Atenas, miramos el plano para llegar por el camino más corto desde la plaza Sintagma, bajamos por las avenidas Amalia y Singrú, al lado de la puerta de Adriano y de las ruinas del templo de Júpiter, hasta llegar a la calle Karea. Desde Singrú fue un paseo incómodo, pues, aunque el cementerio está muy cerca del centro, la ciudad está hecha de tal modo que incluso esas zonas tienen a veces aspecto suburbial. Karea es una calle ancha, sin apenas aceras, con un tráfico endiablado y ruidoso, en especial las numerosas motos. El pavimento de las calles atenienses es duro, pese a estar asfaltado, y vuelve más ruidosa la circulación. Fue un día caluroso, aunque el calor iba cediendo según atardecía, y temíamos encontrar cerrado el cementerio. Tuvimos suerte.
Cruzamos la puerta, detrás de la cual se abre una avenida con gran número de tumbas, mausoleos y esculturas a un lado y otro, y de la que salían senderos entre cipreses, también pinos y algunos otros árboles, como olivos. El lugar es muy grande, y uno puede hasta perderse dando vueltas por él. Lola tenía interés sobre todo en encontrar la tumba de Schliemann, el descubridor de Troya. Nos dijeron que estaba muy visible, en alto, un mausoleo de estilo clásico, entrando a la izquierda, pero no dábamos con él, porque había cerca otros de estilo parecido. Casi a sus pies, bajo un muro, se alza una pilastra con un relieve, terminada en palmeta, sobre la tumba de Melina Mercuri, y muy cerca se encuentra la de Andreas Papandreu. Unas mujeres, seguramente cuidadoras del lugar, pasaron con unos cubos y rastrillos; por lo demás, no había ningún o casi ningún visitante. Optamos por pasear a lo largo de los sombríos senderos entre sepulcros, panteones y altos cipreses. "¡Qué sensación de paz!", comentó Laura. Encontramos la de Teodoros Kolokotronis, un gran héroe de la guerra de independencia griega contra los turcos, cuya estatua estaba muy cerca de nuestro hotel, próximo también a la plaza Sintagma. El apellido se prestaba en español a bromas tontas y entonces apenas sabíamos de quién se trataba.
Había otras de soldados caídos en acción, y la escultura más famosa y bella, La doncella dormida, llena de aquella melancolía tan perceptible en algunas conmovedoras estelas funerarias de la Grecia clásica, en que una mujer sentada, dando la mano a otra de pie, se despide de la vida para ingresar en el reino de las sombras. El escultor, Yanulis Jalepás, dedicó la obra a Sofia Afentaki, una joven fallecida en 1877, a los dieciocho años, de quien no supimos otra cosa, y de quien ha quedado así memoria, al menos de su nombre. Los nombres, en su mayoría, no nos decían nada, claro está, y no coincidimos con el de Yorgos Seferis, que sí habríamos reconocido. Yo tenía interés por encontrar el sepulcro de Manos Jallidakis (o Hadjidakis o Hatzidakis), el más famoso compositor griego moderno junto con Teodorakis.
Volvimos sobre nuestros pasos. A la entrada, en un banco de piedra junto a una pared, se sentaban a la sombra un pope y una mujer. Laura preguntó a la mujer por la tumba de Schliemann, y ella, visiblemente encantada de que le hablaran en su idioma, nos acompañó: habíamos pasado junto al mausoleo varias veces, pero no nos habíamos fijado en la inscripción, que se veía mal. Era un bello templete dórico, acorde con la veneración del descubridor de Troya por la Grecia antigua. En él yace también su esposa, Sofía, y la hija de ambos, Andrómaca. Hice preguntar a la señora por el sepulcro de Jallidakis, pero, para mi sorpresa, no sabía quién era y no pudo indicarnos.
Recordaba un vídeo donde aparecía Jallidakis con Melina Mercuri, unas escenas un tanto decadentes, al lado de un fuego de hogar, tarareando la canción "O Kir Antonis", el señor Antonio o el señor Adonis, no sé muy bien. La letra habla de Antonis, un viejo pobre y desaliñado, siempre con una flor en sus viejas ropas, que sólo posee una cama, una jarra y abundante vino, y que vive en un patio. Es muy querido por sus amigos, que revolotean en torno a él como pájaros o niños, perdonan sus enojos y contemplan juntos las estrellas. Antonis suele ir pronto a dormir, para vivir en sueños lo que nunca vivió en la realidad, y al llegar la aurora se siente triste. Una mañana le esperan a la puerta, pero él ya no sale ni volverá a salir por su pie, pues ha decidido irse para siempre al mundo de sus sueños.
El contraste entre el vídeo, donde actúan dos personas vivas, y el conocimiento de que ellas están aquí, bajo tierra, es decir, está lo que reste de ellas, completamente ajenas a lo que fueron, resulta psicológicamente chocante. ¿Qué es la realidad? Nos parece sólida, y sin embargo el tiempo la está cambiando sin cesar, y finalmente destruirá no solo lo que nos parece firme, también a aquellos a quienes nos parece firme y opinamos o indagamos sobre ella. ¿Qué decir, qué pensar de tal cosa? Es un enigma abrumador.
Se hacía tarde y salimos, volviendo al centro por calles más civilizadas que a la ida, y terminamos cenando en una terraza de una plazuela no sé si de Plaka o de Anafiótika. El lugar estaba lleno de gente que comía o paseaba, y frente a un local próximo, en un estrecho espacio, bailaban danzas griegas varias chicas y dos hombres, como atracción de un restaurante. La canción más repetida era "Los niños del Pireo", de Jallidakis. Las calles inmediatas estaban llenas de tiendas de recuerdos para turistas, a menudo con frases en inglés. Una camiseta decía: "Evite la resaca, permanezca borracho". El lugar estaba lleno de vida, de lo que llamamos vida por así decir en tránsito.
Pinche aquí para leer el resto de RECUERDOS SUELTOS.
Ya en Atenas, miramos el plano para llegar por el camino más corto desde la plaza Sintagma, bajamos por las avenidas Amalia y Singrú, al lado de la puerta de Adriano y de las ruinas del templo de Júpiter, hasta llegar a la calle Karea. Desde Singrú fue un paseo incómodo, pues, aunque el cementerio está muy cerca del centro, la ciudad está hecha de tal modo que incluso esas zonas tienen a veces aspecto suburbial. Karea es una calle ancha, sin apenas aceras, con un tráfico endiablado y ruidoso, en especial las numerosas motos. El pavimento de las calles atenienses es duro, pese a estar asfaltado, y vuelve más ruidosa la circulación. Fue un día caluroso, aunque el calor iba cediendo según atardecía, y temíamos encontrar cerrado el cementerio. Tuvimos suerte.
Cruzamos la puerta, detrás de la cual se abre una avenida con gran número de tumbas, mausoleos y esculturas a un lado y otro, y de la que salían senderos entre cipreses, también pinos y algunos otros árboles, como olivos. El lugar es muy grande, y uno puede hasta perderse dando vueltas por él. Lola tenía interés sobre todo en encontrar la tumba de Schliemann, el descubridor de Troya. Nos dijeron que estaba muy visible, en alto, un mausoleo de estilo clásico, entrando a la izquierda, pero no dábamos con él, porque había cerca otros de estilo parecido. Casi a sus pies, bajo un muro, se alza una pilastra con un relieve, terminada en palmeta, sobre la tumba de Melina Mercuri, y muy cerca se encuentra la de Andreas Papandreu. Unas mujeres, seguramente cuidadoras del lugar, pasaron con unos cubos y rastrillos; por lo demás, no había ningún o casi ningún visitante. Optamos por pasear a lo largo de los sombríos senderos entre sepulcros, panteones y altos cipreses. "¡Qué sensación de paz!", comentó Laura. Encontramos la de Teodoros Kolokotronis, un gran héroe de la guerra de independencia griega contra los turcos, cuya estatua estaba muy cerca de nuestro hotel, próximo también a la plaza Sintagma. El apellido se prestaba en español a bromas tontas y entonces apenas sabíamos de quién se trataba.
Había otras de soldados caídos en acción, y la escultura más famosa y bella, La doncella dormida, llena de aquella melancolía tan perceptible en algunas conmovedoras estelas funerarias de la Grecia clásica, en que una mujer sentada, dando la mano a otra de pie, se despide de la vida para ingresar en el reino de las sombras. El escultor, Yanulis Jalepás, dedicó la obra a Sofia Afentaki, una joven fallecida en 1877, a los dieciocho años, de quien no supimos otra cosa, y de quien ha quedado así memoria, al menos de su nombre. Los nombres, en su mayoría, no nos decían nada, claro está, y no coincidimos con el de Yorgos Seferis, que sí habríamos reconocido. Yo tenía interés por encontrar el sepulcro de Manos Jallidakis (o Hadjidakis o Hatzidakis), el más famoso compositor griego moderno junto con Teodorakis.
Volvimos sobre nuestros pasos. A la entrada, en un banco de piedra junto a una pared, se sentaban a la sombra un pope y una mujer. Laura preguntó a la mujer por la tumba de Schliemann, y ella, visiblemente encantada de que le hablaran en su idioma, nos acompañó: habíamos pasado junto al mausoleo varias veces, pero no nos habíamos fijado en la inscripción, que se veía mal. Era un bello templete dórico, acorde con la veneración del descubridor de Troya por la Grecia antigua. En él yace también su esposa, Sofía, y la hija de ambos, Andrómaca. Hice preguntar a la señora por el sepulcro de Jallidakis, pero, para mi sorpresa, no sabía quién era y no pudo indicarnos.
Recordaba un vídeo donde aparecía Jallidakis con Melina Mercuri, unas escenas un tanto decadentes, al lado de un fuego de hogar, tarareando la canción "O Kir Antonis", el señor Antonio o el señor Adonis, no sé muy bien. La letra habla de Antonis, un viejo pobre y desaliñado, siempre con una flor en sus viejas ropas, que sólo posee una cama, una jarra y abundante vino, y que vive en un patio. Es muy querido por sus amigos, que revolotean en torno a él como pájaros o niños, perdonan sus enojos y contemplan juntos las estrellas. Antonis suele ir pronto a dormir, para vivir en sueños lo que nunca vivió en la realidad, y al llegar la aurora se siente triste. Una mañana le esperan a la puerta, pero él ya no sale ni volverá a salir por su pie, pues ha decidido irse para siempre al mundo de sus sueños.
El contraste entre el vídeo, donde actúan dos personas vivas, y el conocimiento de que ellas están aquí, bajo tierra, es decir, está lo que reste de ellas, completamente ajenas a lo que fueron, resulta psicológicamente chocante. ¿Qué es la realidad? Nos parece sólida, y sin embargo el tiempo la está cambiando sin cesar, y finalmente destruirá no solo lo que nos parece firme, también a aquellos a quienes nos parece firme y opinamos o indagamos sobre ella. ¿Qué decir, qué pensar de tal cosa? Es un enigma abrumador.
Se hacía tarde y salimos, volviendo al centro por calles más civilizadas que a la ida, y terminamos cenando en una terraza de una plazuela no sé si de Plaka o de Anafiótika. El lugar estaba lleno de gente que comía o paseaba, y frente a un local próximo, en un estrecho espacio, bailaban danzas griegas varias chicas y dos hombres, como atracción de un restaurante. La canción más repetida era "Los niños del Pireo", de Jallidakis. Las calles inmediatas estaban llenas de tiendas de recuerdos para turistas, a menudo con frases en inglés. Una camiseta decía: "Evite la resaca, permanezca borracho". El lugar estaba lleno de vida, de lo que llamamos vida por así decir en tránsito.
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