Fin de semana

La vida de los francotiradores de la libertad de expresión y del allí-me-colé-y-en-tu- fiesta-me-planté es un terreno minado. Pocas son las que, después de alguna travesura o enredo, te invitan a comer, disparan un lánguido "Ya sé que en tu medio me critican" y devuelven bien por mal abofeteándote con la exclusiva del año: Clinton bebe calimocho, es decir, mezcla Vega Sicilia con Coca-Cola.

Éramos Pauli, yo y un tercero que se me hace borroso, me parece que Geli. Tendríamos entre 9 y 10 años. Pauli, el mayor y de familia pudiente, solía hurtar dinero en su casa y nos convidaba a veces a comprar novelas de kiosco –generalmente del oeste, aunque yo prefería las de piratas–, y luego nos las intercambiábamos. A su edad ya poseía conocimientos avanzados de la vida, y nos propuso ir de putas.

Puede que sea la noticia de la década; más allá, al ritmo a que nos tiene acostumbrados la ciencia, es difícil aventurar. En cualquier caso, por primera vez en mucho tiempo todos los científicos y casi todos los políticos se han puesto de acuerdo. Estamos asistiendo al principio de una revolución biomédica.

A finales de los 70 y principios de los 80, un director procedente del mundo de la publicidad puso patas arriba el espectáculo cinematográfico. Ridley Scott, con Los duelistas, Alien y Blade Runner, sentó las bases de la madurez barroca, el romanticismo virtual y el futurismo tecnológico.

En Inglaterra han descubierto, casi por casualidad, a uno de esos grandes asesinos con cara de santurrón que se sienten llamados a una misión mística y hacen compatible el recitado de los versículos con el asesinato. Se llama Peter Tobin, tiene 61 años, procede de Glasgow, Escocia, y es posible que en 1991 cruzara Gran Bretaña hasta Margate, en la punta sureste, con el cadáver de una joven de 15 años, Vicky Hamilton.