¿Recibían los fetos femeninos su alma al mismo tiempo que los masculinos? ¿Era el aborto un asesinato o simplemente un acto perverso? La gente se hacía un lío y no se trazaba una línea muy clara entre la anticoncepción y el aborto. Las infusiones, las purgas, venenos y supositorios tenían el fin de mantener "la regularidad de las mujeres". Muchos cristianos creían, incluso, que el aborto era menos inmoral que la anticoncepción porque, al fin y al cabo, sólo involucraba a uno de los cónyuges, las esposas, que eran capaces de restringir su fertilidad mediante el ars mulieris. De cualquier modo, el aborto era un método de apoyo al que sólo se recurría cuando todo lo demás fallaba.
A principios de la era moderna, el Estado relevó a la Iglesia en su vigilancia de la maternidad y en su condena de la anticoncepción. Poco a poco los médicos desplazaron a las comadronas, lo cual, en principio, no mejoró la salud de las pobres pacientes, sino más bien al revés. Además, los médicos eran contrarios a los anticonceptivos, en parte porque no eran rentables y en parte porque consideraban denigrante para su sagrada profesión poner pesarios a las multíparas, a pesar de que la falta de anticonceptivos estaba en el origen de muchas miserias conyugales.
A mediados del siglo XIX los médicos detectaban un aumento del número de abortos como consecuencia de los cambios sociales que estaban teniendo lugar. Sin embargo, aunque hacia 1880 los métodos de control ya se describían en las revistas médicas en EEUU, hasta mediados del siglo XX la profesión médica, en general, permaneció hostil a lo que llamaba "fraude sexual", "onanismo conyugal" e "infanticidio indirecto". Mira por dónde, algunos autores aseguran que todo eso era puro cinismo, pues los médicos tenían familias más pequeñas que el resto de los mortales.
Como consecuencia de la falta de anticonceptivos había muchos abortos de alto riesgo. Las mujeres obreras intentaban abortar por sí solas, con nefastas consecuencias. Alemania pasó de 300.000 abortos antes de la primera guerra a un millón en la década de 1920, y por entonces morían cada año en Alemania entre 5.000 y 8.000 mujeres al año a causa de abortos clandestinos. Por la misma época, en el Hospital General de Toronto se investigó a 281 mujeres que habían tenido un total de 1.207 embarazos, de los cuales 527 habían sido interrumpidos voluntariamente. En Inglaterra, la Dra. Janet Campbell informaba de que las prácticas abortivas habían elevado la mortalidad materna de 3,91 por cada mil embarazos en 1921 a 4,41 por mil en 1934. Marie Stopes, una famosa activista de la anticoncepción, declaró en 1931 a The Times que en tres meses había recibido 20.000 solicitudes de aborto. Y según Kinsey una de cada cinco mujeres norteamericanas casadas había tenido un aborto voluntario.
Antes de que se legalizaran los anticonceptivos, en España las mujeres lo pasaban mal. Ni siquiera existía el aborto terapéutico, y por eso murió Lola la Coneja, una costurera de mi pueblo, casada con un marinero, que tenía un número incierto de niños, uno cada vez que volvía el marido de ultramar. La Coneja enfermó del corazón y le dijeron que debía evitar el embarazo, pero le pasó igual que a Melita, la buena de Lo que el viento se llevó, que se quedó embarazada de nuevo. Y un día le estaba probando una falda a la madre del señor cura y, ¡pum!, cayó fulminada por el morbo fatal, y se quedaron los niños sin criar. Nadie se echó las manos a la cabeza porque entonces las mujeres eran como los soldados y estaban obligadas a arriesgar el pellejo. Sí, pero a los soldados les hacen estatuas y homenajes y a los hijos les dan pensiones.
Otro caso fue el de Beni, la dependienta de la mercería El Encanto, una chica que siempre volvía a su casa en bicicleta por un sitio algo solitario y un día salieron dos tipos de detrás de un muro, la tiraron al suelo de sopetón y la violaron alternativamente, o sea, por riguroso turno. Nunca se supo nada de ellos –del novio que tenía la Beni, tampoco–, y la chica se fue del pueblo. Creo que dejó el niño a las monjas.
Pero había quien abortaba clandestinamente. Las mujeres en aprietos se ponían en manos de cualquier practicante, y a veces ellas mismas se provocaban el aborto con métodos rudimentarios y muy agresivos, que podían causar una perforación en el útero, hemorragias, infecciones, esterilidad y, a veces, la muerte. Ya a principios de los años setenta las que podían viajaban a Londres un fin de semana.
Los costes del aborto (no me refiero sólo a los económicos) eran muy elevados, así que las feministas trataban de conseguir la legalización de los anticonceptivos. Cuando por fin llegó ese día, pensé lo mismo que cuando inventaron la píldora del día después: menos mal, ahora ya no habrá abortos. Sin embargo, en ambas ocasiones me he llevado un buen chasco. Actualmente, en Europa se calcula que una de cada seis mujeres embarazadas termina abortando voluntariamente, y España figura entre los cinco países europeos con mayor número de abortos voluntarios.
Pero las ministras están satisfechas porque en 2009 el número de abortos bajó por primera vez desde la legalización, en 1985. Sólo hubo 112.000 abortos. Unos 4.000 menos que el año anterior, una reducción del 3% con respecto a 2008. Esta bajada parece que se debe a la píldora del día después y al retorno a sus países de muchas mujeres inmigrantes. Sin embargo, 112.000 abortos son muchos si se piensa que actualmente hay abundante información, hay anticonceptivos gratuitos –que no son gratuitos, porque en realidad los pagamos todos–, hay píldoras para el día después y lista de espera para adoptar bebés en un país con una baja tasa de natalidad.
Entonces, ¿por qué tantos abortos? Si descontamos los terapéuticos, que serán una minoría, hay que pensar mal. Aun admitiendo que hay mucha panoli por ahí suelta, creo que también hay otras que se pasan de listas y utilizan el bebé como trampa. Se quedan embarazadas pensando que sus chicos necesitan ese empujón para casarse. Luego, cuando el tipo se rebela, sólo les queda ser madres solteras o abortar. Muy mal. El compromiso no se debe forzar jamás. Hay que ser honestas. Un embarazo no es ninguna bagatela, y el niño tiene que ser deseado y buscado por sus padres.
El aborto no es un anticonceptivo ni libera sexualmente a las mujeres, no hace iguales las estrategias de ambos sexos, porque los hombres no abortan. Es –sin meterme en cuestiones morales– una burrada, una mala gestión del sexo y una mala asignación de nuestros recursos. El hecho de que sea gratuito es una forma de hacernos pagar a los demás la irresponsabilidad y la frivolidad de otros.