Si en un futuro cercano sigue alzándose el bronce de la estatua de Burke en la avenida Massachusetts; si la efigie original, realizada por Thomas, sigue en Bristol; y, más especialmente, si la hermosa estatua de Burke continúa al lado de la de su amigo Oliver Goldsmith en el College Green de Dublín, será una prueba de que el orden no ha sido desbancado. Pero si llega el día en que esas estatuas dejan de verse, habrá que considerar que su desaparición es una señal de que la humanidad ha sido expulsada de lo que él llamaba "este mundo de la razón, del orden, de la paz y la virtud". La humanidad habrá creído en lo que Orwell exponía en su novela, en el reino del Caos y de la Noche, que Burke describía como "el mundo antagonista de la locura, de la discordia, del vicio, de la confusión y de la pena inútil".
Nunca hubo en Beaconsfield una estatua a la memoria de Burke, precisamente allí en donde él tuvo su casa y su granja. Sus huesos están enterrados en alguna parte de la iglesia o del cementerio, pero se desconoce el punto exacto. Él temía que los jacobinos triunfaran en Inglaterra y que su cuerpo pudiera ser exhumado por los radicales, y que su cabeza y sus miembros fueran expuestos públicamente, como ya se había hecho con los cadáveres de otros políticos. Cosas peores que ésas se hicieron en Francia a los vivos y a los muertos, en los últimos años de la vida de Burke. Por tal razón su cuerpo fue enterrado en secreto y por la noche, en algún rincón de la iglesia de Beaconsfield. Si el jacobinismo nunca llegó a triunfar en Inglaterra fue debido, en gran medida, a la elocuencia de Burke. El "mundo antagonista" no se apropió, en lo esencial, de Inglaterra.
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¿Por qué hay un monumento de Burke [en Washington DC]? Porque fue un defensor de un mundo de razón y de orden, de paz y virtud en el que los Estados Unidos participaron gracias a su herencia civilizadora. La Constitución, las normas y convenciones proporcionan a la sociedad una continuidad saludable, como bien sabía Burke. Él hacía notar que un cambio prudente es el mejor medio para preservar la continuidad de nuestras instituciones; sabía que las exigencias de libertad y las exigencias de orden deben mantenerse dentro de una tensión tolerable. Y enseñó tales verdades no como un mero filósofo encerrado en sus dogmas, sino como un estadista pragmático y el líder de su partido.
Los hombres de 1776 y de 1787 conocieron sus discursos y sus escritos, que siguieron estudiándose muy detenidamente después de 1789. Ningún otro pensador político de su tiempo fue mejor conocido que él por los grandes líderes de la política estadounidense. Ésa es la razón de que la Sulgrave Institution (...) presentase una estatua de Burke a la ciudad de Washington.
De distintas maneras –unas evidentes y otras más sutiles–, la oratoria y la política de Burke se han ido entretejiendo en los modos de pensar de los estadounidenses, generación tras generación.
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En 1898, cuando mi madre estudiaba el bachillerato, se daba por descontado que los jóvenes debían conocer a Burke. Algo que no sucede con los licenciados en las universidades de nuestros días. Como él mismo había pronosticado en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, llegaría el día en el que el aprender quedaría hollado por las botas de una multitud brutal; una frase que, curiosamente, procedía del evangelio de San Mateo.
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A punto de concluir el siglo XVIII, Burke mantenía su batalla personal contra la "doctrina armada" del jacobinismo, la primera de lo que iba a convertirse en una auténtica edad de las pasiones ideológicas. Durante la década de 1940 los americanos y sus aliados se encontraron combatiendo contra otras nuevas ideologías revolucionarias. ¿Qué precedentes podrían encontrarse para ello? ¿A qué estadista del pasado, a qué filósofo podría uno remitirse para hallar una verdadera guía, en un tiempo en el que las fuentes del conocimiento profundo se hallan dispersas? Fue, pues, esta búsqueda la que produjo la renovación de un profundo interés por Burke (...).
En la década de los 50 se publicaron en Estados Unidos e Inglaterra muchos estudios sobre Burke y su tiempo. Todas las publicaciones serias hacían algún comentario sobre "el resurgimiento de Burke" (...) Los líderes de los dos grandes partidos de Estados Unidos empezaron a citar a Burke (...) El estallido del radicalismo durante los últimos años 60 y los primeros 70 impidió en cierta medida la renovación de la influencia de Burke en los medios intelectuales. Pero el interés por Burke aumentó una vez más cuando fueron cediendo los efectos del desastre de la guerra en Indochina.
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La estatua de Burke que se puede ver en la avenida Massachusetts significa actualmente más que cuando se erigió, en 1922. Entonces tan sólo constituía un recuerdo de las luchas que se produjeron en el último tercio del siglo XVIII. Hoy nos hace pensar en el conflicto de ideas, tanto políticas como religiosas, de los últimos años de este siglo XX. Como nos advierte Arnold Toynbee, nuestro Tiempo de Desgracias comenzó en 1914. A partir de entonces, el mundo se ha venido hundiendo profundamente en amargos problemas. ¿Podría pensarse que las nuevas generaciones americanas, cuya educación resulta tan costosa y que, sin embargo, es tan deficiente, lleguen a asimilar algunos valores de la imaginación y de la inteligencia de aquel hombre genial (...)?
(...) Burke (casi en solitario) empezó su campaña política contra la Revolución francesa. Publicó el escrito político más brillante que nunca se había hecho en lengua inglesa; empezó a influir en el cambio de la política exterior británica; recuperó el apoyo del clero para la causa nacional, y logró –en su aislamiento político– una reputación y una influencia que superaban aquellas de las que había disfrutado cuando era el líder de su partido. Y es precisamente este último Burke el que atrae de manera más especial el interés y la admiración de los norteamericanos actuales.
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Los problemas de la sociedad moderna trascienden a las meras cuestiones de estructura gubernamental. No es suficiente una simple apelación a la pureza de la Constitución de Estados Unidos como baluarte contra el destructivo poder de las ideologías. Hemos de volvernos hacia Burke, más que hacia Washington, Hamilton, Jay, Madison, o incluso John Adams, si queremos llevar a cabo un análisis de los principios del orden, de la justicia y la libertad.
Y como elemento adecuado para nuestras actuales desazones, los Documentos Federalistas no pueden estimular la imaginación y la conciencia del mismo modo que las Reflexiones sobre la Revolución en Francia, o la Paz regicida. Porque Burke se siente más involucrado en la amarga y continua revolución de nuestro tiempo de desdichas que los Documentos Federalistas, los cuales, esencialmente, se limitan a establecer los argumentos convenientes para lograr acuerdos gubernamentales en la Norteamérica de finales del siglo XVIII.
Todavía se puede leer con provecho (y con la ayuda de Hamilton) la Alocución de Despedida de Washington, obra de un hombre fuerte y prudente. Pero resulta imposible para los Estados Unidos de hoy día seguir los consejos de la política exterior dados por el presidente Washington al final de su mandato, porque las circunstancias se han modificado irrevocablemente. La visión de Burke del cometido que debían desempeñar las naciones civilizadas, y su apelación para que unieran sus fuerzas contra el fanatismo revolucionario, se pueden aplicar sin embargo en las presentes circunstancias de Estados Unidos, porque Burke está poco "pasado de moda".
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Burke no se encuentra apartado de la experiencia americana. Por el contrario, como nos recuerda su estatua, se alza en la mejor tradición y continuidad –el legado de nuestra civilización–, de las cuales forman parte el carácter y la vida estadounidenses. Y el mismo Burke, al ayudar a la formación de su sociedad, influyó en esta tierra y en este pueblo desde los años de 1760 hasta nuestros días. El buscar sapiencia política en Burke no es algo más exótico para los estadounidenses que buscar introspecciones psicológicas en Shakespeare, o reflexiones espirituales en San Pablo. Después de todo, los fundadores de esta República participaron en las instituciones legales y políticas de modo muy parecido a lo que defendía Burke.
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Parte de las instituciones y del orden social que conoció Burke han desaparecido, del mismo modo que los Estados Unidos de nuestro tiempo son muy diferentes de aquella república costera que conocieron Adams y Jefferson. Y puesto que no podemos restaurar –aunque lo quisiéramos– ni la Inglaterra georgiana ni los Estados Unidos jeffersonianos, el comprobar la influencia que haya podido tener un filósofo político sobre los desafíos de nuestro tiempo no es una simple cuestión de saber si sus teorías fueron compartidas en la Inglaterra o en los Estados Unidos del pasado.
En muchos aspectos, los Estados Unidos de hoy día son más parecidos a la Inglaterra imperial de 1797 que a la aislada y juvenil República de esos mismos años. Debido a que Burke se refería a temas que trascendían su propia nacionalidad y generación, su figura perdura como la de un importante pensador político, al que los hombres de nuestro tiempo enfrentan a Karl Marx.
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Burke, con su don profético, adivinaba cómo se iban a desarrollar las cosas en este torcido mundo nuestro. Su apasionada refutación de las ideologías igualitarias y de las políticas totalitarias no ha perdido nada de su fuerza con el paso de dos centurias. Lo que dijo en su día acerca de los jacobinos es aplicable a las ideologías marxistas de este siglo. "He derribado el terrible espíritu de innovación que ha infestado el mundo". Son palabras de Napoleón, cuyo advenimiento predijo Burke. Sin embargo, fue él, y no Bonaparte, quien realmente conjuró el fiero espectro del fanatismo revolucionario.
No hubo estadista o escritor en los dos siglos pasados que haya sido más clarividente de lo que fue Burke. En la época de mi madre se le estudiaba más como gran retórico y líder de partido que como hombre de pensamiento. La especialización del sistema educacional de nuestro siglo XX intensificó esta división: los historiadores de la política dudaron en estudiar a Burke, porque lo consideraban un hombre de letras; los profesores de literatura, porque era un filósofo; los profesores de filosofía porque era un estadista; y así seguía girando el círculo. La pluralidad del genio puede producir negligencia en quienes lo analizan.
También pudo suceder que el estudio de Burke quedara reservado para nuestros días. Una vez más nos encontramos en una época de concentración, en la que restablecer el orden y la justicia en una sociedad desconcertada es labor de los intelectuales. "¡Yo doy fe de las nuevas generaciones!", decía Burke al finalizar su impugnación de Hastings. Y las nuevas generaciones británicas quedaron seducidas por él, en sus últimos años de vida.
Hoy día, la nueva generación de norteamericanos también se siente influenciada por la mentalidad de Burke (ya sea directa o indirectamente), de la misma forma que hace treinta años muchos de los componentes de aquella nueva generación se vieron influenciados (directa o indirectamente) por Jean-Jacques Rousseau, el adversario de Burke. No obstante, a finales del siglo XX la imaginación moral de Burke puede derrotar a la imaginación idílica de Rousseau.
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Los "filósofos parisinos" del Burke de hace dos siglos siguen vivos hoy día autoproclamándose "intelectuales", con su charla incesante de "compasión" y su defensa, entre otras cosas, del derecho inalienable a extender el imperio antinatural de sus vicios. A lo largo de la Historia, nosotros, los seres humanos, seguimos luchando las mismas batallas una y otra vez bajo estandartes de distintas enseñas. Para resistir a la imaginación idílica y a la imaginación diabólica necesitamos conocer la imaginación moral de Edmund Burke. Y por eso lo reconocemos como una de esas personas muertas que nos siguen aportando energía.
NOTA: Este texto es un fragmento editado del epílogo de EDMUND BURKE. REDESCUBRIENDO A UN GENIO, de RUSSELL KIRK, que acaba de publicar la editorial Ciudadela.