Entre otras cosas, tiene mucha competencia. Antes, un pollo era algo así como la cumbre de la volatería; los capones eran cosa de muy estricta temporada, las pulardas estaban todavía en Bresse, un faisán era un pájaro ornamental, las pintadas –las "gallinas de Guinea"– languidecían en los parques...
Hoy no pasa eso. La aristocracia del gallinero ha desembarcado en las pollerías, en los mercados. Cada vez hay más donde escoger. Un pollo de grano, con la edad necesaria, con esos cuatro o cinco meses de vida que deberían exigírsele como se exigen años al toro de lidia, es una cosa muy rica, qué duda cabe; pero... ya no está solo.
De modo que el pollo se ha convertido sobre todo en un fácil recurso cotidiano. No es caro –bueno; los de corral, los "gallos", tampoco es que los regalen–, y su preparación no ofrece demasiados lances; a fuerza de haber dejado de saber a algo, no disgusta a casi nadie, y muy especialmente a los pequeños. Tiene muchas ventajas en el terreno extragastronómico.
Otra cosa es... el sabor. Por eso conviene buscar recetas que sin duda son más complicadas que hacerse unas pechugas a la sartén o un pollo al ajillo, pero que convierten al pollo en algo atractivo, en un plato sabroso, con gracia, con chispa. Que apetezca, en dos palabras.
Habrá, entonces, que poner el acento en la salsa. Una salsa en la que aparezcan sabores nítidos, con personalidad: ya que el pollo cada vez tiene menos, habrá que prestársela. Y aquí es donde entran cosas como los cítricos, algunas hierbas, las especias, un toque de picante... Un punto, digamos, oriental: de Oriente vinieron limones, naranjas y mandarinas; de Oriente, especias como el siempre grato jengibre.
Y de España, del sur de España, esos vinos únicos que llamamos normalmente, y a secas, "jerez". Miren ustedes: no hay nada en el mundo como el "jerez" para cocinar. En una copa de manzanilla, de fino, de oloroso, de amontillado –y cada cual va para lo que va– están todos los aromas del mundo, todas las hierbas, todas las especias.
Así que vale la pena buscar nuevas recetas. Como ésta: partirán de medio pollo, mejor de los de corral que de los blancuchos. Ante todo, y como en toda receta, habrá que limpiarlo bien, eliminando todas esas cosas nada apetitosas que suelen venir dentro. Hecho esto, procederán a dividir el ave en cuatro trozos, que salarán convenientemente.
Pongan un poco de aceite virgen en una cazuela, a la que se incorporarán inmediatamente un diente de ajo y una pimientita de Cayena. Cuando el todo tome calor y algo de color, echen a la cazuela los trozos de pollo, y dórenlos bien por todas sus caras. Rocíenlo entonces con un chorrito de un buen oloroso seco de Jerez y dejen que el vino se evapore.
Pongan ahora el zumo de un limón y de dos mandarinas, junto con una pizca de jengibre rallado, unas tiritas de piel de limón, unas briznas de romero y media docena de cebollitas. Tapen la cazuela, y dejen que todo se vaya haciendo a fuego suave. Recuerden que habrán de sacar las cebollitas a los seis minutos de cocción.
El pollo, claro, ha de seguir cociendo. Si ven que hace falta, no duden en añadir al guiso un poco de agua caliente. Cuando el ave esté razonablemente blanda, estará listo el guiso. Entonces, pongan los trozos de pollo en una bandeja, con un flan de arroz blanco –yo aquí usaría el "basmati", el arroz de las laderas del Himalaya, el más aromático de los arroces– en cada extremo. Rocíen el pollo con un poco de la salsa, convenientemente colada; decoren con las cebollitas y lleven la bandeja a la mesa, acompañada de una salsera con el resto de la salsa, que es de las de toma pan y moja.
El arroz "toma" bien la salsa, pero también la toma muy bien el cuscús, que es otra opción. Y, si quieren trabajar en la cocina y que no lo hagan los demás en la mesa, pueden rizar el rizo y servir el pollo deshuesado, en plan "paella del señorito", aunque así pierda "vista".
Pero después de comerse un pollo así preparado, uno recuerda hasta que, antes, los pollos, cuando empezaban a gallear, hacían "kikirikí".
Hoy no pasa eso. La aristocracia del gallinero ha desembarcado en las pollerías, en los mercados. Cada vez hay más donde escoger. Un pollo de grano, con la edad necesaria, con esos cuatro o cinco meses de vida que deberían exigírsele como se exigen años al toro de lidia, es una cosa muy rica, qué duda cabe; pero... ya no está solo.
De modo que el pollo se ha convertido sobre todo en un fácil recurso cotidiano. No es caro –bueno; los de corral, los "gallos", tampoco es que los regalen–, y su preparación no ofrece demasiados lances; a fuerza de haber dejado de saber a algo, no disgusta a casi nadie, y muy especialmente a los pequeños. Tiene muchas ventajas en el terreno extragastronómico.
Otra cosa es... el sabor. Por eso conviene buscar recetas que sin duda son más complicadas que hacerse unas pechugas a la sartén o un pollo al ajillo, pero que convierten al pollo en algo atractivo, en un plato sabroso, con gracia, con chispa. Que apetezca, en dos palabras.
Habrá, entonces, que poner el acento en la salsa. Una salsa en la que aparezcan sabores nítidos, con personalidad: ya que el pollo cada vez tiene menos, habrá que prestársela. Y aquí es donde entran cosas como los cítricos, algunas hierbas, las especias, un toque de picante... Un punto, digamos, oriental: de Oriente vinieron limones, naranjas y mandarinas; de Oriente, especias como el siempre grato jengibre.
Y de España, del sur de España, esos vinos únicos que llamamos normalmente, y a secas, "jerez". Miren ustedes: no hay nada en el mundo como el "jerez" para cocinar. En una copa de manzanilla, de fino, de oloroso, de amontillado –y cada cual va para lo que va– están todos los aromas del mundo, todas las hierbas, todas las especias.
Así que vale la pena buscar nuevas recetas. Como ésta: partirán de medio pollo, mejor de los de corral que de los blancuchos. Ante todo, y como en toda receta, habrá que limpiarlo bien, eliminando todas esas cosas nada apetitosas que suelen venir dentro. Hecho esto, procederán a dividir el ave en cuatro trozos, que salarán convenientemente.
Pongan un poco de aceite virgen en una cazuela, a la que se incorporarán inmediatamente un diente de ajo y una pimientita de Cayena. Cuando el todo tome calor y algo de color, echen a la cazuela los trozos de pollo, y dórenlos bien por todas sus caras. Rocíenlo entonces con un chorrito de un buen oloroso seco de Jerez y dejen que el vino se evapore.
Pongan ahora el zumo de un limón y de dos mandarinas, junto con una pizca de jengibre rallado, unas tiritas de piel de limón, unas briznas de romero y media docena de cebollitas. Tapen la cazuela, y dejen que todo se vaya haciendo a fuego suave. Recuerden que habrán de sacar las cebollitas a los seis minutos de cocción.
El pollo, claro, ha de seguir cociendo. Si ven que hace falta, no duden en añadir al guiso un poco de agua caliente. Cuando el ave esté razonablemente blanda, estará listo el guiso. Entonces, pongan los trozos de pollo en una bandeja, con un flan de arroz blanco –yo aquí usaría el "basmati", el arroz de las laderas del Himalaya, el más aromático de los arroces– en cada extremo. Rocíen el pollo con un poco de la salsa, convenientemente colada; decoren con las cebollitas y lleven la bandeja a la mesa, acompañada de una salsera con el resto de la salsa, que es de las de toma pan y moja.
El arroz "toma" bien la salsa, pero también la toma muy bien el cuscús, que es otra opción. Y, si quieren trabajar en la cocina y que no lo hagan los demás en la mesa, pueden rizar el rizo y servir el pollo deshuesado, en plan "paella del señorito", aunque así pierda "vista".
Pero después de comerse un pollo así preparado, uno recuerda hasta que, antes, los pollos, cuando empezaban a gallear, hacían "kikirikí".
© EFE