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CRÓNICA NEGRA

Paul Naschy, el hombre lobo que lucha contra el crimen

Paul Naschy –imaginativo, creador, actor y director– era el más lobo de todos los hombres. Últimamente, este héroe del mundo del terror acumulaba los reconocimientos y distinciones, los títulos y medallas. Era además un forzudo, campeón de halterofilia. Sabía como nadie las historias más crueles y truculentas, y las contaba con una voz profunda de narrador.

Paul Naschy –imaginativo, creador, actor y director– era el más lobo de todos los hombres. Últimamente, este héroe del mundo del terror acumulaba los reconocimientos y distinciones, los títulos y medallas. Era además un forzudo, campeón de halterofilia. Sabía como nadie las historias más crueles y truculentas, y las contaba con una voz profunda de narrador.
Feliz el que le haya oído hablar de Gilles de Rais, el Mariscal de la Muerte, o de Vlad Tepes, el Drácula histórico. En sus Memorias de un hombre lobo, Naschy evocaba sus encuentros con genios del cine, así como sus mejores guiones, como el de La marca del hombre lobo. En su vida prolífica tuvo encuentros con mujeres vampiro y draculinos perversos, a los que sabía como doblegar quebrándoles el espinazo; esquivó las balas de plata, que son las únicas con las que se puede matar a un hombre lobo.

Siempre que lo entrevisté en un plató, y gracias a su amabilidad lobuna, sentí el deseo de verle transformarse en bestia. En el celuloide como en la vida, los vampiros y dráculas se transforman sin sufrir, más rápido que Supermán en una cabina de teléfonos; pero para Paul, como para todo hombre lobo que se precie, la transformación era dolorosa, como puede verse en las mejores películas, empezando por Lobo hombre en París. Primero la cara que se alarga, y de la que sale una barbilla puntiaguda y una quijada oblonga; luego los brazos, que se transforman en pezuñas de punta afilada. El cuerpo se convierte en un torso fusiforme sobre cuatro patas poderosas, llenas de músculo y vello gris. El pecho ancho, velludo, con la teta pequeña, negra, apenas señalada, y una ferocidad hombruna en el amarillo de los ojos.

Cela.Decía el admirado Camilo José Cela que los tigres deben tener los testículos pequeños, redondos y pegados al culo. Los hombres lobo tienen más corazón que los grandes felinos, y los mismos redaños. Paul Naschy era el mejor de los hombres lobo: todo valor y corazón. Un auténtico tigre de Mompracen, que ya quisiera Salgari. En pleno triunfo, lo llevaron de urgencias porque le fallaba la válvula cardiaca, y con su proverbial fortaleza resucitó en la sala de operaciones. Más adelante le operaron del vientre, sin que por ello tuviera que dejar sus películas de miedo, casas abandonadas y residencias fantasma. Convaleciente, se venía a la radio o a la tele. Hasta que el maleficio, o la fada, como al paisano de Regueiro, Romasanta, Benito Freire para el cine español, le metió una bala de plata en lo que tenía de tigre, en lo que fue la única batalla que habría de perder.

Últimamente pasaba los inviernos con una gorra de capitán de barco o, como no podía ser de otra forma, de lobo de mar. Su mirada seguía penetrante, inquisitiva, orgullosa, como un hermano lobo. En otro país le habrían hecho Lobo del Año y también Marqués de Tierra de Lobos, pero no en la seca España, donde era el último lobo estepario. De un talento arrollador, reina en internet, y su fama saltó el charco para hacerse eterna en inglés y en la fantaciencia. Los españoles que no tengan complejo verán cómo fuera se celebra al que fue el mayor genio del cine de terror. Naschy le enseñó a Hollywood cómo el hombre lobo se enfrenta a Drácula, lección que aprendieron los americanos a la perfección. Un hombre, si es un lobo, doblega bichos con colmillo hasta con el rabo.

En su tierna juventud, Paul Naschy tuvo un encuentro con José María Jarabo. Fue en una bolera, donde el gran criminal de Madrid entraba alobado, crispado y violento, como un macho escapado de la manada. En el cuarto de baño, donde los niños juegan al que mea más lejos o comparan el tamaño de sus miembros, Jarabo enseñó a Naschy su pistola del 7,65, que no la otra, de un calibre netamente superior, creadora de una leyenda insondable que hace esclavas a las mujeres mal casadas.

Naschy, intuitivamente, se dio cuenta de que aquel tipo era un lobo para el hombre, que acabaría devorando carne humana. A Jarabo le dieron garrote por cuatro fiambres en el centro de la capital. De ahí que su recuerdo fuera tan nítido y que se fuera aclarando con los años, como si la bruma del pasado desapareciera para dejar sitio al pelaje del lobo, a sus colmillos retorcidos y al destello de su mirada de cerveza fría. Jarabo era un chuleta de los años cincuenta, sombrero y gabán; y debajo de la camisa, que no necesita plancha, tenía el vello alobado. En la parte baja, testículo de tigre, redondo y prieto. Agresividad de psicópata que pone en guardia a Naschy, pero no lo acobarda, porque, maestro de halterofilia, ya estaba cuadrado. Nunca tuvo miedo de los grandes machos asesinos.
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