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DRAGONES Y MAZMORRAS

Paseo por el amor y la muerte

La semana pasada, tras haberme referido a los premios literarios, se me hacía muy difícil comentar lo que supuso para mí la muerte de una persona cuya vida y obra están en los antípodas de esas bajuras. Me refiero a Ramón Gaya, que aprendió a pintar con Velázquez y con otros pintores del Prado y que, en sus escritos sobre pintura, nos enseñó a mirarla con otros ojos, atentos al detalle, al gesto, a la narración.

La semana pasada, tras haberme referido a los premios literarios, se me hacía muy difícil comentar lo que supuso para mí la muerte de una persona cuya vida y obra están en los antípodas de esas bajuras. Me refiero a Ramón Gaya, que aprendió a pintar con Velázquez y con otros pintores del Prado y que, en sus escritos sobre pintura, nos enseñó a mirarla con otros ojos, atentos al detalle, al gesto, a la narración.
Ramón Gaya: RETRATO DE D. JOSÉ BERGAMÍN (1961).
Gaya ensayista, Gaya diarista, Gaya poeta. Tenía 95 años recién cumplidos (nació el 10 del 10 del 10), padeció la guerra, vivió en el exilio y fuera del exilio en Francia, México e Italia hasta que se instaló definitivamente en España, alternando Valencia y Madrid como lugares de residencia. Recibió honores a una edad tardía, como corresponde a quien se los ha ganado con su talento y con su esfuerzo. Un esfuerzo que demostró pintando hasta el final. Queda el Museo que lleva su nombre y en el que se expone su obra, en Murcia, su ciudad natal; queda su mujer, Cuca, y quedan también sus amigos, sus escritos y sus cuadros para recordarlo. Queda, sobre todo, su voz, clara y timbrada, de poeta:
 
A mis amigos
 
Como si hubierais muerto y os hablara
desde un ser que no fuese apenas mío;
como si sólo fuerais el vacío
de mi propia memoria, y os llorara.
 
con una extraña pena que oscilara
entre un cálido amor y un gran desvío;
como si todo fuera ya ese frío
que deja un libro hermoso que cerrara
 
sus páginas sin voz; como si hablaros
no fuese como hablar, sino el tormento
de ver que hasta sin mí mi sangre gira.
 
sólo puedo engañarme y engañaros,
hacer como que estáis, como que os siento,
cuando el mismo miraros ya es mentira
 
(Ramón Gaya, Algunos poemas. Pre-Textos, 2001)
 
Era una deuda de honor y de amistad referirme hoy y aquí a alguien que con su persona y su obra me hizo pasar algunos momentos inolvidables.
 
Por lo demás, la rutina de siempre; la de todos los años por estas fechas. Empujada por mi amor a la traducción y a los ritos repetitivos, inicié un año más la peregrinación habitual hacia tierras aragonesas, animadas por la extraordinaria luz del crepúsculo estacional. Un lujo para los sentidos, esa gama de ocres que ofrecen los chopos machadianos de la ribera del Duero, y que flanquean la carretera nacional por la que invariablemente transito hacia mi objetivo: la muy noble y muy derruida ciudad de Tarazona, donde tiene su sede la Casa del Traductor y donde se celebran desde hace ahora trece años unas jornadas en torno a la traducción literaria.
 
Por mucho que haya envejecido la fórmula del encuentro de un escritor español con sus traductores extranjeros y de los talleres de traducción paralelos, no veo otra manera de celebrar ese tipo de congresos. A veces se podrá amenizar el cotarro con una representación teatral, como se hizo un año con la Medea de Séneca, traducida por Valentín García Yebra; otras se podrá organizar cualquier otro evento más o menos espectacular, pero incluso resolviendo el problema de la megafonía dudo de que se pueda superar la puesta en escena de la ceremonia de inauguración en el monasterio de Veruela: la belleza de la piedra, la solemnidad del arte seguirán adueñándose del escenario y de quienes lo pueblan. Vale la pena acercarse.
 
Además, no es cierto que sea "para nada", como algunos escépticos proclaman. Claro que no puedo pensar de otro modo, siendo la única persona que ha acudido puntualmente a la cita durante estos trece años de existencia.
 
Gudbergur Bergsson.He visto pasar por ahí a muchos autores, algunos buenos amigos míos, otros no, pero siempre satisfechos del resultado. También me he reunido con muchas personas, generalmente traductores, a los que sólo veo en tan señalada ocasión, como el fundador de la Casa, el poeta y huelga decir que traductor Francisco Uriz, a José Antonio Millán y a Luis Martínez de Merlo, que animaban sendos talleres a los que asistí, sacando de ello notable provecho, porque en esto de traducir y escribir pasa como con la vida, que nunca se aprende del todo.
 
Otros los he conocido en Tarazona, y siempre estaré agradecida estas jornadas por que hayan puesto en mi camino a Inger Enkivst, por ejemplo, a Benito Pelegrín, traductor de Gracián al francés, a Carmen Gauger, traductora de los diarios de Klemperer, o, este año, a Miguel Veyrat, que iniciaba por primera vez este viaje humilde de excelente poeta rescatado para la traducción. También este año he vuelto a ver a alguien que alguna vez tuve ocasión de frecuentar en el pasado. Hablo de Gudbergur Bergsson, escritor y traductor islandés, que pronunció una magnífica conferencia sobre su implicación personal en la traducción.
 
Dijo cosas muy acertadas Bergsson sobre revisitar los textos traducidos, opción que rara vez se le ofrece a ninguno de nosotros pero que a él le ha ocurrido nada menos que con el Quijote, y admira pensar que, además de eso, haya escrito tantos libros de producción propia, y llevado una vida tan llena de cosas y de gentes.
 
Algunas de esas gentes forman parte de los mitos generacionales. Bergsson llegó a Barcelona durante los años 60, lleno de juventud y belleza –belleza que conserva–, y cayó en medio de la gente guapa de la ciudad: Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Jaime Salinas, de quien sigue siendo amigo, y a través del cual conocí a Bergsson hace unos diez años.
 
Nunca hablé personalmente con él sobre esos grandes gauche divine, pero cuando el año pasado leí una entrevista que le hicieron en El País no me extrañó nada que los pusiera a caldo, sin paliativos, exceptuando, como es natural, a Salinas. Dice de ellos al entrevistador: "Eran señores de la alta burguesía, niños bien cuyos bienes, derechos y dinero estaban protegidos por el franquismo y asegurados por sus familias. Ellos sólo estaban amenazados hasta cierto punto. La policía nunca se hubiera atrevido a tocarlos. O sólo ligeramente, como a Ferrater. Cuando lo metieron en la cárcel, fue todo como un juego: sus amigos enterraron discos y libros en el jardín: ¡un juego!". Y añade: "Bueno, eran cultos, leídos y bastante viajados, pero aparte de Salinas, que nunca se adaptó a la sociedad por su infancia rota (de Madrid a Argel y a Estados Unidos), no hablaban inglés ni conocían mucho más que París. Aunque una cosa es verdad: trajeron vientos nuevos y vivían un mundo muy interesante. Y yo, que había decidido que no quería ser pescador como mi padre, y que venía de trabajar en una fábrica, caí de pronto en ese mundo de pijos".
 
En fin, vale la pena recorrer esos 300 kilómetros, aunque sólo sea para tener la ocasión de sacar a relucir todo esto.
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