Es por lo tanto un ser vivo que no hubiera merecido ni media línea de un diario digital como éste: un puñado de genes al que a duras penas se le puede catalogar como vida, una existencia anodina y silenciosa y una estructura celular perezosa que, por no tener, no tiene ni pared. Y sin embargo puede resultar el protagonista de la noticia científica más importante de las últimas décadas. ¡Qué digo científica! También social, filosófica, política y quién sabe si religiosa.
Y es que la insoportable levedad del mycoplasma le ha convertido en el mayor objeto de deseo de una legión de nuevos científicos dispuestos a jugar a ser Dios y fabricar la primera bacteria con vida artificial.
Andan las revistas de divulgación científica como locas con el tema porque no sería de extrañar que dicha bacteria sintética viera la luz en 2010. Lo anunció en 2008 Craig Venter (uno de los popes de la biología molecular, bajo cuyos auspicios se logró, entre otras cosas, secuenciar completamente el genoma humano). En sus laboratorios, el equipo de Venter pretende dar a luz a Synthia, nombre popular de una nueva especie de bacteria creada in vitro a partir, precisamente, de la síntesis del ADN del mycoplasma.
En realidad, lo que van a hacer es algo tan habitual como cortar y pegar. En este caso, se pretende leer la información genética de la bacteria original (por eso se ha escogido la que menos genes presenta), copiarla en una máquina y transplantar la copia a una célula de otra especie, a la que previamente se le habrá extraído el ADN. La intención es lograr que esa nueva entidad pueda vivir autónomamente.
Antes de Synthia, se han realizado otros intentos de vida sintética, pero con virus: organismos aún más simples porque requieren de células anfitrionas para reproducirse. Synthia debería ser capaz de hacerlo por sí misma.
Si lo logra, sin duda nos encontraremos ante un avance tan importante como la mismísima teoría de la evolución, una nueva perspectiva del estudio de la vida que quizás nos haga replantearnos algunas de las cosas que hoy damos por asumidas sobre nuestro mundo. O quizás no.
En 1971, el entonces presidente de la Asociación Americana de Filosofía, Lewis White Beck, planteó en un célebre discurso una preocupante duda ante la posibilidad de que se hallaran evidencias de la existencia de seres extraterrestres. Conocedores de una noticia como ésta, ¿qué haremos los humanos? ¿Nos entregaremos a las mieles de una nueva revolución del pensamiento, sentando las bases de un modelo científico, filosófico y religioso inédito, cuya proyección en el tiempo es difícil de anticipar? ¿O simplemente consumiremos con voracidad los titulares y olvidaremos el hallazgo entre los enjambres de novedades que nos ofrece el día a día?
Beck optó por el optimismo y creyó poder demostrarnos que la especie humana fundaría una nueva ciencia, una nueva filosofía, una nueva religión a partir de la insoslayable sorpresa de los primeros seres inteligentes ajenos a nuestra especie y a nuestro planeta.
El impacto que tendría sobre nosotros la llegada de un a nave civilizada de los confines del cosmos podría resultar equiparable a la noticia de que un ser humano ha logrado crear vida de la nada. Ambas nuevas nos enfrentan a perspectivas nunca exploradas sobre nuestra condición. Y, sin embargo, un Beck del siglo XXI es probable que no mostrara tamaño optimismo acerca de las consecuencias del fenómeno.
En 2010 los peatones de la Tierra hemos visto ya cambiar muchas cosas más allá de lo que nuestros abuelos hubieran podido anticipar. El hombre en la Luna, naves espaciales de ida y vuelta y tripuladas, corazones artificiales, genoma humano, internet, iPod... Cada uno de lo pasos que nuestro ingenio ha dado ha absorbido como papel secante nuestra capacidad de asombro. Cada una de las desgracias que hemos padecido (11-S, Katrina, tusnami del Índico...) ha ido dejando pequeña nuestra capacidad de anticipación.
En un contexto de saturación informativa, cercana a la esclerosis, el anuncio de la creación de la primera pieza de vida realmente artificial podría quedar diluido como una gotita de vino en una piscina de mercurio hirviente. O podría enfrentarnos a uno de los debates más apasionantes que han tenido lugar en nuestra reciente historia. ¿Apostamos?
Y es que la insoportable levedad del mycoplasma le ha convertido en el mayor objeto de deseo de una legión de nuevos científicos dispuestos a jugar a ser Dios y fabricar la primera bacteria con vida artificial.
Andan las revistas de divulgación científica como locas con el tema porque no sería de extrañar que dicha bacteria sintética viera la luz en 2010. Lo anunció en 2008 Craig Venter (uno de los popes de la biología molecular, bajo cuyos auspicios se logró, entre otras cosas, secuenciar completamente el genoma humano). En sus laboratorios, el equipo de Venter pretende dar a luz a Synthia, nombre popular de una nueva especie de bacteria creada in vitro a partir, precisamente, de la síntesis del ADN del mycoplasma.
En realidad, lo que van a hacer es algo tan habitual como cortar y pegar. En este caso, se pretende leer la información genética de la bacteria original (por eso se ha escogido la que menos genes presenta), copiarla en una máquina y transplantar la copia a una célula de otra especie, a la que previamente se le habrá extraído el ADN. La intención es lograr que esa nueva entidad pueda vivir autónomamente.
Antes de Synthia, se han realizado otros intentos de vida sintética, pero con virus: organismos aún más simples porque requieren de células anfitrionas para reproducirse. Synthia debería ser capaz de hacerlo por sí misma.
Si lo logra, sin duda nos encontraremos ante un avance tan importante como la mismísima teoría de la evolución, una nueva perspectiva del estudio de la vida que quizás nos haga replantearnos algunas de las cosas que hoy damos por asumidas sobre nuestro mundo. O quizás no.
En 1971, el entonces presidente de la Asociación Americana de Filosofía, Lewis White Beck, planteó en un célebre discurso una preocupante duda ante la posibilidad de que se hallaran evidencias de la existencia de seres extraterrestres. Conocedores de una noticia como ésta, ¿qué haremos los humanos? ¿Nos entregaremos a las mieles de una nueva revolución del pensamiento, sentando las bases de un modelo científico, filosófico y religioso inédito, cuya proyección en el tiempo es difícil de anticipar? ¿O simplemente consumiremos con voracidad los titulares y olvidaremos el hallazgo entre los enjambres de novedades que nos ofrece el día a día?
Beck optó por el optimismo y creyó poder demostrarnos que la especie humana fundaría una nueva ciencia, una nueva filosofía, una nueva religión a partir de la insoslayable sorpresa de los primeros seres inteligentes ajenos a nuestra especie y a nuestro planeta.
El impacto que tendría sobre nosotros la llegada de un a nave civilizada de los confines del cosmos podría resultar equiparable a la noticia de que un ser humano ha logrado crear vida de la nada. Ambas nuevas nos enfrentan a perspectivas nunca exploradas sobre nuestra condición. Y, sin embargo, un Beck del siglo XXI es probable que no mostrara tamaño optimismo acerca de las consecuencias del fenómeno.
En 2010 los peatones de la Tierra hemos visto ya cambiar muchas cosas más allá de lo que nuestros abuelos hubieran podido anticipar. El hombre en la Luna, naves espaciales de ida y vuelta y tripuladas, corazones artificiales, genoma humano, internet, iPod... Cada uno de lo pasos que nuestro ingenio ha dado ha absorbido como papel secante nuestra capacidad de asombro. Cada una de las desgracias que hemos padecido (11-S, Katrina, tusnami del Índico...) ha ido dejando pequeña nuestra capacidad de anticipación.
En un contexto de saturación informativa, cercana a la esclerosis, el anuncio de la creación de la primera pieza de vida realmente artificial podría quedar diluido como una gotita de vino en una piscina de mercurio hirviente. O podría enfrentarnos a uno de los debates más apasionantes que han tenido lugar en nuestra reciente historia. ¿Apostamos?