La propongo ir en mi coche, a condición de que me sirva de piloto, porque no conozco esos suburbios en donde viven. ¡Ni hablar! Lo tiene todo previsto, me lleva y me trae en su coche, y mis pegas –a la vuelta será muy tarde, para ti– de nada sirven, es una muchacha enérgica y está decidida. Conduce bien, con soltura –yo me hubiera perdido mil veces–. Me cuenta que, desde que ha salido de la cárcel, su hermano está en un estado de nervios fatal. Delira. "A ver si logras tranquilizarle un poco, está fatal", repite.
En el piso, humilde pero no exiguo, la madre me recibe amablemente; no nos conocíamos, pero "he oído hablar de usted", me dice. Aparenta tranquilidad, como si su hijo sólo tuviera gripe, pero la procesión va por dentro. Juan me abraza nerviosamente: está histérico, en efecto. De entrada, me impide hablar en la sala de estar, me muestra el techo, por gestos me explica que hay micrófonos escondidos. Y yo, en voz alta: "Pues ¿y qué más da? Puesto que eres totalmente inocente, lo que digamos, todas las policías del mundo podrán escucharlo".
Pero no debe de sentirse totalmente inocente, en todo caso no razona, e insiste con gestos nerviosos y me lleva a la cocina, como si fuera imposible que se escondieran micrófonos allí. La madre, noble figura de madre mediterránea –me refiero a su apariencia física–, me ofrece café. "No se moleste". Lo hace Irene. Para su hermano no: a él le pone un vaso de agua para que se tome sus píldoras tranquilizantes. La madre se retira, ¿por discreción, o tiene sueño? Irene nos sirve el café, para ella y para mí.
En voz queda Juan me cuenta que ha tenido suerte, porque ha encontrado (¿cómo? No recuerdo) una abogada muy inteligente, que ha convencido al juez de que un muchacho con los nervios hechos piltrafa como él, una persona tan evidentemente frágil, no podía ser un peligroso atracador, ni siquiera cómplice de peligrosos atracadores, y que estaba en el piso en donde se habían encontrado las maletas con el dinero robado y las armas por pura casualidad y mala pata; que él nada sabía, ni había hecho nada, pero que, perturbado por acontecimientos anteriores, tenía "culo de mal asiento", inestabilidad, y por pura casualidad la policía registró ese piso, cuando él sólo pasaba unos días en casa de un amigo, para "cambiarse las ideas" ("se changer les idées"). Fue convincente y convenció al juez, quien excarceló a Juan, después de unos quince días en chirona. Juan no era culpable, pero eso no siempre les basta a los jueces.
El caso es el siguiente: un argelino, jefe de una banda de "atracadores revolucionarios" –así se consideraban, al menos–, después de un atraco audaz, exitoso y millonario, contra un banco de provincias (toda la prensa habló de ese atraco) escondió todo o una parte del botín y las armas en casa de un amigo francés, y allí fue a parar Juan. Pero como tantas veces ocurre, ese argelino estaba fichado por la policía y se convirtió en sospechoso del atraco, y los policías se pusieron a vigilarle y seguirle.
Se dieron cuenta de que iba muy a menudo a ese piso, sin motivos evidentes. Siguiendo el procedimiento habitual, un juez ordenó el registro del piso y, una madrugada, un batallón de polis armados y encapuchados, como en las películas –me contaba Juan–, irrumpió en el piso, y en seguida encontraron "las pruebas de la infamia".
Detuvieron al atracador, a su amigo francés, el inquilino del piso, y a Juan; pero éste, como hemos visto, no fue procesado. Los otros dos, y no recuerdo si algún cómplice de verdad, pasaron algunos años en la cárcel, de la que el argelino salió, según me han dicho, convertido en terrorista islámico. Lo cual tiene su lógica, siniestra pero lógica. Su amigo francés salió convertido en místico. También tiene su lógica; diferente.
Volví a ver a Juan varias veces. Parecía más tranquilo que aquella noche, pero se debía esencialmente a las píldoras, porque su inestabilidad le había obligado a abandonar su trabajo. Y un día me llaman para decirme que estaba ingresado en la sección de enfermos mentales de un gran hospital de los arrabales parisinos, y que quería verme.
Yo ya había ido a visitar a "locos" en diferentes hospitales y clínicas. Estuve en el gran asilo de Villojuir, que era (¿es?) un verdadero aquelarre. Estuve en Sainte-Anne, no faltaba más, y en el Hotel-Dieu, el más viejo hospital de París. También estuve en una gran clínica privada, sita en un parque espléndido, para personas pudientes. Y en algunas más. Tengo con la locura una relación de curiosidad intelectual, como cualquier escritor, supongo, y de culpabilidad, debido a mi hermano Álvaro, majareta perdido, el pobre.
El sector de enfermos mentales de ese gran hospital en donde estaba encerrado Juan se parecía mucho a la enfermería de una cárcel. Te topabas con una puerta blindada, y había que identificarse para poder entrar. En el interior, mucho más reducido que los pabellones para cancerosos u otros enfermos graves, los medicamentos habían sustituido a las medidas de coacción física, aunque aún había barrotes en las ventanas.
Al cabo de varias visitas (Juan se quejaba de que tan pocos amigos fueran a visitarle) se le permitió, con tal de que le acompañara, salir y darse una vuelta por el recinto del hospital, que era bastante gigantesco. Yo me aprovechaba para fumar como un condenado. Mi "terapia" era somera: cuando quería hablar de sus fobias y angustias le escuchaba, pero también intentaba distraerle al máximo hablando de otras cosas, y concretamente de libros. Juan leía mucho.
Yo conocía los motivos "externos" de su trauma, en los otros no me meto. Un año, o algo así, antes de su susto y su breve encarcelamiento, lo contado, había asistido de viso al suicidio de su mejor amigo, Gonzalo (todos los nombres son falsos): más que un amigo, un hermano mayor, un modelo. Cuando Gonzalo se dejaba crecer la barba, él también; cuando Gonzalo se compraba una chaqueta, él se compraba la misma; y cuando los amigos se burlaban de sus perpetuas imitaciones, Juan se reía, como si estuviera encantado de que fuera tan evidente.
Yo también conocí a Gonzalo, era imposible conocer a uno sin conocer al otro: trabajaban en la misma empresa, vivían a un piso de distancia; cuando se invitaba a uno, iban los dos. Bueno, pues varios meses antes del susto de Juan, año y pico antes de su hospitalización, un amigo de Gonzalo y Juan, conocido mío, me llama y me anuncia la muerte de Gonzalo; y, a renglón seguido: "Se ha pegado un tiro. Juan está hecho una piltrafa, como puedes imaginar, porque, además, lo vio todo". "¿Y la mujer de Gonzalo?". "También estaba, incluso intentó desarmarle, pero no lo logró". "¿Y la hija?", insistí. La hija tenía unos trece años. "No sé… No creo… A esas horas, debía de estar dormida". Yo pensé: incluso si estaba dormida, el disparo la despertó, saldría de su dormitorio y vería el cadáver de su padre por los suelos. Tenía trece años.
La volví a ver, tiempo después. Tendría 16-17 años, y era lo que pueden ser las chicas a esa edad. Encantadora. Parecía (parecía) menos afectada que Juan, pero es que Juan está herido para siempre. A la mujer de Gonzalo, que le acompañaba cuando venían a cenar y en muchas otras ocasiones, no la he vuelto a ver. Me dicen que se ha vuelto a casar, o que tiene un nuevo compañero.
Sobre el suicidio de Gonzalo se hicieron miles de suposiciones, pero, pese a todo, sigue siendo enigmático. Yo también tengo mi teoría, pero no la diré aquí, ni nunca.
Cuando salió del hospital, seguí viendo a Juan, pero cada vez menos. Ya no estaba "en crisis", pero tampoco le iba bien. Los obstáculos de la vida cotidiana se convertían en montañas infranqueables, sus relaciones amorosas, con diferentes chicas, terminaban todas mal, no encontraba trabajo o lo perdía en seguida. Nuestra amistad iba haciéndose pesada, para mí, reiterativa: tenía la impresión de no ayudar en nada, y, todo hay que decirlo, empezaba a aburrirme.
Debido a nuestra mudanza, recibí su última carta, enviada a mi antigua dirección, con mucho retraso. Era en este periodo del año, más o menos, y nos deseaba a Nina y a mí el ritual "Feliz año nuevo". Pero añadía esto: "Carlos, me dicen que escribes en ABC. No me lo creo, no me lo puedo creer". No he contestado. No iba a decirle que Giménez-Alemán me había echado hacía años de ABC, por ser, yo, demasiado "de derechas", o algo así. No podía pelearme con él sobre política, además.
De vuelta de una de mis visitas a Juan, en aquel hospital arrabalero, llegué tarde a una cita en casa de la familia de Nina. También era por estas fechas, en este periodo de fiestas. Entre los invitados había un psiquiatra, y para disculpar mi retraso, y por provocación, le dije: "Llego tarde porque he estado sustituyéndote, ejerciendo una terapia 'salvaje' con un amigo, ingresado en tal hospital". "¿Un amigo escritor, actor?". "¡Qué va! Electricista en paro". Se asombró y estupefacto me preguntó: "¿Conoces a obreros?". Además de su asombro, noté algo raro, y aún hoy no sabría decir si era admiración o asco.