La muchacha recién casada que nos había abordado tímidamente en el ferry para ofrecernos hospedaje for a good price era, cinco años después, no sólo una mujer hecha y derecha, sino toda una mujer de negocios. Ya había intuido entonces que el turismo era un modo mucho más eficaz de sacar adelante a la familia que salir a pescar en precarias embarcaciones o secar cocos para vender la copra. Nosotros habíamos sido sus conejillos de Indias, el experimento había salido bien y ahora reinaba sobre un pequeño emporio. Era propietaria de un conjunto de cabañas para alquilar y de un bar restaurante en los mismos terrenos que antes sólo alojaban una casa sobre pilotes, igual que todas las demás de la pequeña aldea de pescadores.
Me reconoció enseguida; no en vano había sido yo su primera turista. Y en aquel momento me sorprendió, más que su nuevo business, su cambio físico. El contraste era brutal en las mujeres filipinas, salvo para las privilegiadas del tipo Preysler que acababa de ver en Manila. En pocos años de matrimonio perdían su aspecto de sílfides y su aire candoroso para adquirir una inevitable corpulencia y unos rasgos y modales endurecidos; ya estaban de vuelta de todo.
Remy me contó que su marido trabajaba en Arabia Saudí, un destino que entonces empezaría a ser habitual para muchos filipinos. Supuse que había sido ella el motor de aquel traslado. No porque quisiera perderlo de vista, sino por el afán que en ella se percibía de prosperar. Él me había parecido más acomodaticio. El turismo y la emigración estaban siendo allí, como lo habían sido en España, las palancas para salir de la pobreza. No me cupo duda de que lo conseguiría; ya lo había conseguido.
Otros habitantes de la aldea, sin embargo, seguían igual que antes, con su poquito de pesca, su miaja de copra y mucho tiempo ocioso. No todo el mundo podía o quería hacer el esfuerzo. Buena parte de las cabañas de alquiler que ahora salpicaban las laderas antes vacías de Sabang habían sido montadas por extranjeros. Sobre todo, australianos. Y los nativos estaban moscas con este desembarco de forasteros como promotores de negocios. A fin de cuentas, decía Remy, aquel era territorio filipino. Esperaba que el Gobierno pusiera restricciones a la inversión e invasión extranjeras. Como cualquier comerciante, aborrecía que le saliera competencia.
Aquellos eran los eternos y, a veces, falsos dilemas de las zonas turísticas. Conservación o desarrollo, extranjeros o nativos, masificación o minorías selectas. Fuera como fuese, salí de Sabang Beach con la melancolía que le embarga a uno cuando de regreso a un lugar conocido lo encuentra cambiado. Inconveniencias del "mirar dos veces".
En la granja de Tony, pasado el período de adaptación mutua, cada uno hacía su vida, y la rutina parecía tan invariable como la salida y la puesta de sol, el momento del sundowner. Por hacer algo, intentaba cocinar algún plato fuera de lo corriente, pero ni la materia prima ni la infraestructura disponible daban para mucho. Armada de papel y pinturas a la cera, me refugiaba muchas tardes en una cabaña que Tony había hecho construir para sus nietos en un árbol, y allí hacía dibujos o escribía cartas. El sonsonete de la selva y su calor húmedo actuaban como depresivos.
Para no seguir cociéndome en aquella salsa decidí bajar a la civilización playera. Siempre había sido yo criatura de playa más que de monte. Y, desde luego, allí la savia humana circulaba por las playas y no por los parajes selváticos. Jim se quedó con Tony, con los animales y las plantas. Me acompañaría al cabo de unas semanas. Ya había elegido mi punto de destino: era White Beach.
Había oído hablar de aquella playa en mi primera visita a Puerto Galera. Entonces, por haberse cruzado Remy en el camino, me instalé en Sabang, que se encontraba hacia el este. White Beach, al oeste de Puerto, llevaba fama de ser la mejor playa de la costa. Bajé caminando por la selva, con unas pocas pertenencias, hasta la carretera, y al cabo de poco rato apareció el lugar. No había pérdida. Era un arenal perfecto, semicircular, blanquísimo, flanqueado por dos promontorios rocosos y bañado por unas aguas de color turquesa.
Las casas de los nativos se alzaban, como siempre, entre los cocoteros. Y sobre la arena misma se posaban las cabañas de bambú para los turistas. Empecé mi recorrido por los grupos de huts, sin encontrar ninguno que me gustara. Se parecían en lo fundamental, pero el ojo del buscador habitual de alojamiento se ha entrenado para percibir en pequeños detalles los signos que le harán decidirse. El viajero en busca de pensión o comistrajo es sólo un poco más complejo que una mosca: a uno le atrae la miel, a otro el azúcar, al de más allá el sirope, y acuden a esos reclamos. O proceden por eliminación y acaban en el rincón que menos rabia les da. De este modo, suelen juntarse en el mismo lugar los de similares gustos.
Mi sitio estaba en el otro extremo de la playa. Ya no quedaba otro, así que más valía que me pareciera adecuado. No sólo fue así, sino que me impresionó. Sobre todo, el bar restaurante. Consistía en una barra cubierta por una techumbre de hojas de palmera, como tantas otras; pero aquélla era circular. De día permanecía abierta al aire, al sol y al mar; de noche se podía cerrar con mamparas. Las cañas de bambú de que estaba hecho todo el local relucían. Se había construido con cuidado y habilidad. No había pingajos decorativos y tenía un aire sobrio.
Alrededor de la barra había un grupo de mujeres filipinas. Eran cuatro o cinco, todas mayores, y una de ellas, la que más canas peinaba, pero aún guapa, resultó ser la dueña del establecimiento. Le pregunté si tenía alguna cabaña en alquiler, y el precio. Ella quiso saber cuánto tiempo me quedaría. No cobraban igual por dos o tres noches que por una semana o más. Le dije que me quedaría bastante tiempo, aunque no podía decirle exactamente cuánto. Eso no la pareció mal y me ofreció un precio aceptable. Entonces le entró la curiosidad o la desconfianza, y me preguntó: "¿Y tú no tienes novio?". Sí, lo tengo, le respondí, y por eso he venido aquí sola.
Esto les hizo mucha gracias a todas las mujeres allí congregadas, y su trato conmigo cambió. Ellas también se hubieran escapado con gusto de sus maridos por unos días.
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