John y Yoko habían hecho las jornadas por la paz y se habían retratado desnudos. La gente recuerda el trasero casi inexistente de Yoko y los ángulos huesudos de John: unas melenas negras sobre unos cuerpos blancos como larvas, en unas camas blancas como hielo; dale una oportunidad a la paz, y los jueces a prisión, los asesinos a la calle.
Los Beatles estaban rotos debido a la magia oriental de Yoko Ono, que sabía más de carretes y de terapia sexual que todas las chicas de Liverpool, y en los recuerdos de la pareja se mezclaba la marihuana con el sushi, en una lengua de embrujo. Él cantaba "Imagine" alrededor del mundo. Eso al menos pensaba Mark Chapman, con cara de carnero degollado y el libro de El guardián entre el centeno en el bolsillo trasero del pantalón. Con una pitón del 38 en otro bolsillo, un resguardo de una piscina del YMCA y la convicción de que sería famoso si mataba a un famoso, el joven Chapman mataba el tiempo antes de entrar a matar, ante los apartamentos Dakota de New York City; los mismos en que el pequeño judío polaco Roman Polanski, a punto de ser perseguido por violar a una menor, rodaba Rosemary's baby, o si lo prefieren La semilla del diablo.
Ahora Chapman, desde el penal de Attica, asegura que está preparado para vivir en libertad. Yoko Ono, ya en la tercera edad, estaría antes dispuesta a volver a pedir la paz en pelota picada, olvidada la tersura de su trasero, que a permitir que salga a la calle el monstruo, que podría buscar a su hijo, también hijo de Lennon, y descerrajarle un tiro.
La tarde del asesinato, cuando Chapman pidió a Lennon un autógrafo antes de meterle cinco tiros en la espalda, nadie podía imaginar que andaba un tarado suelto buscando a quién matar. Le habría dado igual Elizabeth Taylor o Johnny Carson. Lo importante era terminar con alguien relevante para ser famoso. Pero se equivocaba: no era nadie, y sigue sin importarle nada a nadie. "Me convertí en un asesino", dice bien. Tal vez había un hilo de baba en la portada de la novela de Salinger. Desde luego estaba en el vinilo que le hizo firmar al hombre grande como una montaña, como una nube grande, como el mar.
Ya lleva 30 años en prisión, y en cualquier momento se convencerá de que los norteamericanos no son como los españoles, que dejan a los asesinos en la calle a los catorce o dieciséis años de condena; en los EEUU se chupan treinta como Chapman, o cuarenta como Heirens, el asesino del lápiz de labios, sin que nadie se sienta culpable por ello. Yoko Ono no quiere que le den una segunda oportunidad.
Chapman dice que ha encontrado a Jesús, pero Yoko Ono no se fía. Si hubiera que entonar una canción, habría que cambiar la letra: "Jueces al tribunal, asesinos a la cárcel".
Mark sufría de depresión cuando le tiró a Lennon; era guardia de seguridad y había militado en la Young Christian Association (YMCA). Tenía cara de nutria cuando miraba cómo se hundían los proyectiles de la pitón en la carne de mantequilla del músico ("Somos más famosos que Dios"). Era tozudo, y esperó durante días a su víctima. El 8 de diciembre de 1980, supo que el momento había llegado.
"Yo era un don nadie y asesiné al tipo más grande de la Tierra". Sí, Mark. En ese momento todos nos enteramos de que un cometierra como tú, un tonto de baba, un enano depresivo, un vigilante armado con un 38, un lector de Salinger confundido y aterrado, un adolescente malcriado, un borderline con dolor de cabeza, un joven cobarde y mezquino, nos había arrebatado una fuente de luz, al hombre más famoso del mundo.
No esperen que nadie le perdone. Desde hace diez, cada dos años solicita la condicional; siempre se la rechazan; y siempre los amigos de Lennon se alegran de que le hagan un corte de mangas.