Por el contrario, a poco que uno esté concienciado del cambio de paradigma económico y tenga cierta perspicacia para intuir las nuevas oportunidades laborales que el progresismo ha alumbrado gracias a ZP, las posibilidades de forrarse con el mínimo esfuerzo aumentan exponencialmente. El trabajo de Pacificador quizás sea de los más agradecidos en cuanto a la relación horario/sueldo, como ha quedado acreditado en la performance de Ayete, protagonizada por la ETA y sus cheerleaders. Si está mínimamente versado en los rudimentos de la verborrea progre y sabe ponerse en el lugar oportuno en el momento indicado, también usted podría participar en la próxima conferencia de paz, aunque sea para llevarle a Kofi la maleta del trinque. ¿Quién pone los límites?
El mundo es eterno conflicto, desorden, caos de todo tipo amenazando constantemente la entropía del sistema; en otras palabras, un panorama cojonudo para quien esté dispuesto a postularse como eficaz pacificador, no importan las circunstancias ni la región del globo terráqueo de que se trate. Guerras más o menos larvadas suele haber siempre no menos de cuarenta a lo largo y ancho del planeta, así que no ha de faltar trabajo a los negociadores internacionales, que a estos efectos son como los agentes FIFA; solo que en lugar de operar con contratos de jugadores de fútbol trafican con resoluciones de la ONU, mucho más fáciles de conseguir, como nos enseña su historia reciente.
En contra de lo que supone la mayoría de las mamás progresistas, no es necesario que el nene aspirante a Pacificador Oficial se traslade a las regiones inhóspitas donde se llevan a cabo las operaciones bélicas. En todo caso, los pacificadores pueden girar una visita relámpago a un campamento especialmente protegido para hacerse una foto y salir pitando en su convoy blindado, porque el trabajo de un pacificador que se precie se realiza siempre en los reservados de los hoteles más lujosos. Si además te llaman para pacificar un conflicto inexistente o una guerra que sólo existe en la imaginación desbordada de cuatro fanáticos, el beneficio es doble, porque la tarifa es inamovible y la gestión inmediata. La charlotada de Ayete –y sus candidatos a Rufete– nos excusa de mayores explicaciones.
Lo mejor de la profesión de pacificador es que a poco que uno haya tenido la fortuna de mediar en tres o cuatro conflictos vistosos, los meses de parón laboral se cubren con todo tipo de conferencias, seminarios y cursillos, organizados por los cientos de miles de millones de ONG diseminadas por el mundo, que quizás no son tantas, pero lo parecen.
Y eso si el profesional de la pacificación, por pereza o por evitar que la burocracia le robe su valioso tiempo, no tiene su propio entramado de ONG dedicadas a trincar dinero público en todos los ámbitos, desde la ONU y la UE hasta la concejalía de bienestar social de la aldea más remota de la cornisa cantábrica, que ya que te pones no vas a hacerle un desprecio a ningún político dispuesto a entregarte la morterada procedente del bolsillo de sus conciudadanos.
La metafísica progresista, basada en el armonismo, exige que todo esté en pazzzzzz, desde las aulas de los colegios con niños traviesos a los escenarios de combate de las guerras más despiadadas, por supuesto siempre bajo los principios inspiradores de la ciudadanía progresista, los derechos humanos, la legalidad internacional y la perspectiva de género.
En un mundo así, los padres que de verdad quieran a sus hijos les evitarán el sofoco de realizar una carrera exigente como las ingenierías o algunas ramas de la medicina. Con afiliarse a una buena ONG privada y asistir a unos cuantos cursillos, el nene se nos hace pacificador con licencia y nos retira de tener que madrugar. En proporción a los aspirantes que finalmente alcanzan el éxito, mucho mejor que el fútbol o el tenis, dónde va a parar.