– Señorita, por favor –dijo, acercándose al interfono digital elegantemente disimulado en su mesa de trabajo–, avise a mantenimiento y dígales que de nuevo me aparece la cadena de los obispos en la radio. Les dije que la anularan de la memoria del aparato y que dejaran sólo la SER y Radio 3.
– Señorita, por favor –dijo de nuevo, pero esta vez pulsando el botón correcto del interfono… Y de nuevo pidió a la asistente que se ocupara de ese desagradable asunto, que de vez en cuando le provocaba unos sustos bastante molestos.
– Presidente –respondió la voz a través del receptor–, ya le dije que, según los encargados de electrónica, aunque eliminen esa emisora de la presintonía, el sistema hace un barrido periódico de forma automática y la vuelve a incluir en su parrilla interna. La solución, como ya le explicaron, es que usted pulse únicamente el uno del mando a distancia, reservado para la SER, o el dos, para Radio Estatal [así es como se denomina en el complejo monclovita a la RNE].
De nuevo el presidente echó de menos los tiempos civilizados que relataban los libros de Historia, cuando un líder podía enviar a una granja de reeducación a los subordinados insolentes, ineptos o demasiado inteligentes. Un líder mundial –se repetía a sí mismo– no tiene por qué recordar lo que significan los botones de un dispositivo tan absurdo como un mando a distancia.
– De todas formas, esto hay que solucionarlo sea como sea –tronó con su tono de voz más autoritario para terminar la conversación. En realidad, la comunicación ya había terminado unos segundos antes, porque había olvidado apretar el botón correspondiente, pero el personal de secretaría ya estaba acostumbrado a que las comunicaciones con el interior del despacho presidencial comenzaran y finalizaran de manera un tanto abrupta.
En todo caso –pensó–, tenía un asunto que resolver, un problema de la máxima trascendencia, quizás el mayor reto al que el Estado español se enfrentaba desde la batalla de Lepanto, y no iba a dejar que ese absurdo incidente le hiciera perder la concentración. En estos momentos cruciales, era lo único que no podía permitirse.
A las nueve y media en punto le avisaron de que los miembros del gabinete de crisis esperaban en la antesala de su despacho.
– Háganles pasar –ordenó.
Pasados unos minutos volvió a repetir la orden, pero esta vez pulsando la tecla buena, y los asistentes a la importante reunión entraron en su despacho y se acomodaron en la mesa de reuniones.
– Bien –dijo el presidente mientras escrutaba el rostro taciturno de su colaboradores–, repasemos primero los operativos diseñados para llevar a cabo la operación. ¿Han elaborado nuestros estrategas algún plan que les convenza especialmente?
– En realidad, presidente –comenzó el ministro de Asuntos Exteriores, sobre el que recaía el mayor peso del asunto–, todos nuestros analistas coinciden en que se trata de una operación de muy alto riesgo que jamás se ha intentado llevar a cabo. El edificio en el que se va a celebrar la cumbre financiera será el lugar más protegido del mundo, prácticamente un búnker infranqueable, y colarle de forma subrepticia al comienzo de la reunión conlleva un riesgo que no sé si podemos asumir. Si fracasáramos, su imagen, quiero decir, la de España, quedaría dañada internacionalmente de forma irreparable.
– Miguel Ángel, ¿entiendes que tengo que estar en esa reunión? –tronó el presidente–. Es vital. No puedo permitir que me dejen al margen en un evento de ese nivel: el cursi de Sarkozy y todos los demás saliendo en todas las grandes cadenas de televisión del planeta y yo, que encima tengo unas ideas brillantes para refundar el capitalismo, me quedo en Madrid viendo La Noria de Telecinco. Hay que conseguir que España esté allí, que para eso somos la octava potencia mundial.
– Perdón, presidente, somos la décima –apuntó el asesor de economía, también convocado a la reunión–. Según el último informe del Fondo Monetario Internacional, Brasil y Canadá nos han adelantado.
"Primero los cretinos de mantenimiento y ahora este petimetre marisabidillo haciendo ingeniería contable. Hay días en que no merece la pena levantarse", musita el presidente.
La reunión fue tensa. Uno tras otro, los planes para entrar en la sede de la cumbre más importante de las últimas décadas iban siendo desechados. El presidente comenzó a aburrirse de tanta verborrea ineficaz, pero entonces ocurrió lo inesperado. Cuando el jefe operativo del CNI hacía ver al resto de los reunidos que disfrazar al presidente de encargado del catering era un pésimo plan, el presidente arqueó las cejas (más aún). Una idea comenzaba a tomar forma en su mente. Se levantó con decisión y se dirigió a su mesa de trabajo. Hizo un repaso mental del proceso técnico para comunicarse con el exterior del despacho y avisó por el sistema de audio: "Señorita, póngame con La Zarzuela".
(Continuará… o no)