Esta posible interpretación de la tragedia de Sófocles se traslada a Omagh, la película británica recién estrenada. El título viene del pueblo irlandés en que estalló un coche bomba con 200 kilos de explosivos. Murieron 31 personas y se contaron más de 200 heridos. Era el 15 de agosto de 1998. Poco antes se había iniciado un proceso de paz entre el Gobierno británico y los grupos terroristas irlandeses. En el seno de uno de ellos, el IRA, se creó una disidencia denominada el IRA Auténtico que no aceptaba las condiciones.
La película comienza con un montaje paralelo entre una "caravana de la muerte" aproximándose hacia Omagh y la vida cotidiana del mecánico Michael Gallagher y su hijo. La alternancia entre los coches cargados de explosivos y el diálogo paternofilial origina un extraño suspense, porque sabiendo lo que va a pasar no acabas de asumirlo. Ese muchacho que se despide de su padre para ir a pasear con un amigo está intensamente vivo y, a la vez, totalmente muerto. La crónica de esta muerte anunciada se va desarrollando ante nuestros ojos con la misma tranquilidad que transcurre la vida cotidiana. Hasta que todo estalla, y el padre se desespera buscando a su hijo. La dialéctica entre la frágil vida y la muerte todopoderosa se lleva a cabo mediante una rítmica y minuciosa reconstrucción, plena de dramatismo.
Hasta aquí la primera parte. Porque lo que no sabe la familia Gallagher es que su infierno no ha acabado, ni mucho menos. Ahora va a ser la memoria de su hijo, como la de las otras víctimas, la que se va a intentar sacrificar. Gallagher (impresionante actuación, por su comedimiento, de Gerard McSorley –que curiosamente interpretó a un sanguinario terrorista del IRA en The boxer, de Jim Sheridan–) se ve arrastrado a liderar la asociación de víctimas de Omagh, con todos los problemas asociados: el fundamental, la indiferencia de la maquinaria política, encarnada en unos políticos más preocupados por alcanzar una presunta paz, que les reportaría indudables beneficios personales, que por lograr una justicia operativa fundamentalmente en el ámbito íntimo; las luchas internas entre las mismas víctimas, enfrentadas por la estrategia y por las distintas sensibilidades; pero también el conflicto familiar, cuando la esposa y las hijas se sienten abandonadas por el compromiso total de Gallagher para que su hijo no engrose la lista de los olvidados a cambio de una negociación en la que los políticos intercambian con los terroristas los cromos de una paz que nunca llega (en el último informe sobre el IRA se informa de que la organización terrorista sigue armándose, especialmente el IRA Auténtico. Ninguno de sus miembros está en prisión por el atentando de Omagh. El Sinn Fein, equivalente irlandés de Herri Batasuna, ha protestado por dicho informe, al que ha restado credibilidad).
La bajada de Gallagher a las alcantarillas del poder nos introduce en un laberinto de mentiras, medias verdades y estadísticas con las que el poder político y su brazo ejecutor policial intentan marearlos, humillarlos, dividirlos para que sus reivindicaciones de justicia no "enturbien" el proceso de paz. Las víctimas estarían haciendo "demasiado ruido", con lo que no dejan que se escuchen los cantos de sirena de la seducción política. También el llanto de Antígona por su hermano resultaba demasiado estridente para los tebanos.
Especialmente revelador es el encuentro de Gallagher con Gerry Adams, líder del Sinn Fein, rama política de los terroristas. Adams mirándole a los ojos, con esa seguridad presuntuosa que tienen los que se sienten llamados a una misión superior, le pide que se retiren de la arena pública para que ellos, los políticos, puedan obrar con las manos libres. Pero se encuentra con una dificultad: Gallagher, con el resto de familiares de las víctimas, no va a permitir que se laven tranquilamente las manos si ello supone tener que asumir la ficción de que su hijo nunca fue asesinado. Que la bomba fue poco menos que un accidente. Y además, con el chantaje moral de plantearles que dicho olvido sería el sacrificio necesario para que no haya más víctimas.
Es sintomático que un comentarista político de El País encuentre en este apartado de la película "un punto de demagogia inevitable porque los dados están cargados a favor del individuo, que lucha desvalido contra la máquina". La respuesta la da el propio director Pete Travis: "Es cierto que todo el mundo desea la paz y que ésta exige un precio. Pero, ¿son las víctimas quienes deben pagarlo? ¿Por qué no pueden conseguirse ambas cosas, paz y justicia? Los políticos no quieren responder a eso, pero debe haber un camino para satisfacer ambas cosas".
Y es que, por mucho que moleste, ésta es la principal virtud de una película necesaria, imprescindible: trazar con precisión de tiralíneas los caracteres morales de unos personajes que van llenándose de carnalidad y densidad moral hasta devenir personas de carne y hueso que, por algún extraño prodigio, han conseguido introducirse en el espacio bidimensional de la pantalla cinematográfica.
Pocas veces una película se habrá estrenado más oportunamente. Y su visionado resultar más obligado. Si los Ministerios de Cultura y Educación no estuviesen tan ocupados en promover estériles debates entre intelectuales y artistas, siempre los mismos, o en cambiar por enésima vez la Ley de la Educación, ya estarían trabajando para llevar Omagh a los centros escolares para promover el debate.
Claro que no lo harán, porque una película como ésta, insobornable y de una claridad meridiana, es imposible de manipular para fines partidistas.
Pete Travis ha realizado esta película para la televisión, lo que dignifica al medio. Y no es la primera vez. Se sigue repitiendo como un estúpido lugar común que la televisión entontece. Evidentemente, cuando se hace literatura, cine, música o arte desde el sectarismo y la mediocridad el resultado será pobre. Pero no hay nada en el mecanismo televisivo que sea malvado, salvo para la mirada puritana de los puristas. Y Omagh (como, en otra dimensión, Twin Peaks de David Lynch, Retorno a Brideshead de Charles Sturridge o Riget de Lars von Trier) es una muestra paradigmática de cómo una película realizada en formato televisivo sobrevive más que dignamente en el ámbito cinematográfico.
Una película tan íntima exigía el acercamiento de la cámara a los rostros de los protagonistas; una película tan dura y angustiosa reclamaba el ritmo nervioso de una cámara al hombro, que no cesa de agitarse, aproximarse, alejarse, recreando los espacios rotos del dolor interno que produce la pérdida. Es el estilo que los hermanos Dardenne han depurado en películas como Rosetta o L'enfant (reciente vencedora del Festival de Cannes). Y, aunque parece sencillo, es una trampa formal en la que es fácil entrar pero muy difícil de resolver adecuadamente. Sin embargo, un director recién iniciado como Pete Travis, apoyado en un gran guión que fue premiado en el Festival de San Sebastián, es capaz de llevar el barco a buen puerto, con pulso firme. Son especialmente hermosos los (des)encuentros de Gallagher con su esposa, una relación en la que resuenan ecos de las relaciones maritales, tensas e intensas, de las películas de John Ford.
Ficción con hechuras de documental, Omagh tiene la extraña, por escasa, virtud de tocar lo real, la esencia de la verdad de los hechos. Las ráfagas de piedad, indignación, desesperación, amargura, admiración que se van sintiendo a medida que avanza la película no acaban cuando con los títulos de crédito se interpreta Broken Things, sino que perdura cuando sales a la calle y sabes que has presenciado la verdad, a veinticuatro fotogramas por segundo.