Los del norte provenían del tronco celta y, efectivamente, eran muy primitivos y harto montaraces en la guerra. Los del sur y Levante eran más refinados, conocían la escritura y eran consumados artistas. En el centro de la península, con el correr de los siglos, ambos pueblos se habían mezclado, dando lugar a los celtíberos, que ni eran tan burros como sus parientes celtas ni tan exquisitos como sus primos de la costa mediterránea.
Mediado el siglo II, los íberos habían llegado a la sabia conclusión de que no tenía demasiado sentido resistirse a Roma, y abrazaron con entusiasmo la cultura y costumbres de sus nuevos amos. Los del interior, sin embargo, no eran tan dóciles. En la Lusitania, un carismático caudillo llamado Viriato se levantó contra los romanos y les derrotó varias veces.
Pero lo que a Roma le faltaba de arrojo lo tenía de astucia, así que, con el objetivo de liquidar a Viriato, el cónsul Cepión se conchabó con tres de los suyos para que le asesinasen mientras dormía. Éstos consumaron la traición, y cuando volvieron al campamento romano a reclamar la recompensa Cepión les respondió con desdén: "Roma no paga traidores". Los tres desdichados se llamaban Audas, Ditalkon y Minuros. Fueron los primeros traidores de nuestra historia. Luego vendrían muchos más.
Sin Viriato, Lusitania, que ocupaba, más o menos, lo que hoy es Portugal y el valle del Guadiana, cayó en las redes de Roma. Muchos de sus habitantes huyeron hacia el norte, con la esperanza de que sus hermanos resistiesen la embestida. Algunas ciudades, huérfanas de la figura de Viriato, se rindieron, otras aguantaron algún tiempo; una, Numancia, la más valiente y testaruda, se negó en redondo a aceptar cambalache alguno con los enviados del cónsul.
Numancia, capital de la tribu de los arévacos, estaba situada en el alto Duero, elevada sobre un promontorio y rodeada de fértiles campos de labor, donde ya por entonces se cultivaba trigo. El emplazamiento era inmejorable, tanto por las privilegiadas vistas que tenían los numantinos sobre el valle como por su lugar estratégico, entre la meseta y las populosas tierras del Ebro.
Antes de liarla, los sutiles romanos intentaron llegar a un acuerdo amistoso con el consejo que mandaba en Numancia. Pero no hubo manera: cada vez que un romano se acercaba por las inmediaciones, los habitantes de Numancia salían como fieras a defender lo suyo.
Tal comportamiento impulsó al Senado a enviar al general Fulvio Nobilior a tomar la ciudad por las malas. Remontó el Ebro con un gran ejército y le puso sitio. Iba pertrechado de lo mejor que ofrecía la industria de la guerra en aquel entonces, incluido un regimiento de elefantes africanos, que venían a ser los vehículos acorazados de la Antigüedad. Los elefantes serían, sin embargo, su ruina. Los numantinos, sin amilanarse por el impresionante porte de los proboscidios, soltaron una manada de toros bravos con antorchas en los cuernos. Los elefantes, asustados, se volvieron hacia sus propias filas y causaron tal revuelo que el disciplinado ejército de Nobilior se vino abajo. Entonces, por sorpresa, los numantinos atacaron, infligiendo una humillante derrota a sus adversarios. Nobilior se retiró con la cabeza gacha.
El cónsul Marcelo se avino a una paz inestable, que no tardó en romperse. Roma envió entonces a otro general de renombre, Mancino. Nueva campaña y nueva derrota. La de Mancino fue tan bochornosa que los numantinos, una vez se hicieron con la victoria, persiguieron a sus tropas hasta el río Ebro. Ya que no había por dónde hincarle el diente, todo lo que los romanos podían hacer era mantener a la ciudad vigilada de cerca, para que no se extendiese el ejemplo entre los vecinos. Destacaron junto a Numancia un regimiento, para que, sin exponerse demasiado, mantuviesen a raya a los rebeldes.
El pueblo romano, acostumbrado a aplastantes victorias por todo el mundo conocido, no podía consentir que una tribu de analfabetos que se acababan de bajar del árbol deshonrase de ese modo a sus legiones. Por lo que los senadores se tomaron lo de Numancia como algo personal. Llamaron al mejor general que tenía la República, Escipión Emiliano, el vencedor de Cartago, para que condujese un gran ejército hasta los confines de Hispania y sometiera de una vez a los levantiscos indígenas.
Escipión Emiliano se lo tomó en serio. Sabía que para ganar la guerra era condición indispensable contar con un número de efectivos mayor que el enemigo, como mínimo el doble. Los numantinos estaban especialmente motivados defendiendo su tierra y su libertad, por lo que cada guerrero celtíbero valía por tres legionarios. Si Numancia tenía unos 10.000 habitantes, con 30.000 soldados hubiera bastado; pero no: Emiliano reclutó 60.000, y los condujo hasta el alto Duero, adonde llegó en el otoño del 134 a.C. Sobre el papel, la ciudad llevaba sitiada casi diez años, pero el cónsul comprobó in situ que era un asedio de opereta.
A los romanos les había pasado en Numancia lo que a todos los que han invadido España desde tiempos remotos: se habían aburguesado y llevaban una vida regalada. Muchos legionarios estaban casados con mujeres indígenas, y convivían en familia dentro de los campamentos, donde los niños jugaban despreocupadamente entre los soldados y la maquinaria de guerra. Otros cambiaban con frecuencia de concubina o se solazaban con prostitutas. Bebían vino, organizaban barbacoas y trapicheaban con los celtíberos. Un desastre tal que la propia ciudad sitiada ni se había enterado de que lo estaba. Los numantinos comerciaban alegremente con el exterior, y sus hijos crecían lustrosos.
Al llegar el nuevo ejército, los centuriones, con idea de homenajearle, ofrecieron a Emiliano una joven celtíbera que habían raptado de una aldea. El enviado de Roma se negó, tomó a la joven y la devolvió a su pueblo, gesto que le valió el juramento de fidelidad de sus habitantes. Listos que eran los romanos.
Como Emiliano no había ido hasta tan lejos para perder su preciado tiempo, dispuso que se vaciasen los campamentos de mujeres y niños, y que las tiendas volviesen a tener un aspecto castrense. Hizo vender las cuberterías y el mobiliario con que los militares las habían decorado e impuso que todos, incluido él, durmiesen en un catre de paja y comiesen en un humilde plato de cobre.
Era sólo el principio. Desechó desde el primer momento un ataque frontal y mandó construir una fortificación de 10 kilómetros, formada por una empalizada y una muralla de tres metros de altura. Sobre el muro se construyeron 300 torres de vigilancia, una cada 33 metros, custodiadas día y noche por guardias que, si se quedaban dormidos, eran ejecutados en el acto. Para evitar que llegasen refuerzos o provisiones por el Duero, mandó levantar dos torreones, de los que colgaba una gruesa cadena que impedía la navegación.
Emiliano confió en que, viéndose aislados y abocados a la perdición, los numantinos depusiesen las armas y se entregasen; pero no fue así: decidieron resistir hasta el final. La estrategia era rendir a la ciudad rebelde por hambre. Una vez se les acabasen las reservas, los numantinos tendrían a la fuerza que abrir las puertas y rendirse.
Entonces sucedió lo inesperado: atacaron. Organizaron pequeños grupos que, al abrigo de la noche, se infiltraban en los campamentos romanos para robar comida. Sonado fue el asalto al campamento de Yugurta, el rey númida que Emiliano se había traído de África equipado con elefantes. Los asaltantes mataron a los vigilantes y se llevaron puestos dos elefantes, que terminaron en la parrilla. Emiliano, harto de la incapacidad manifiesta de su aliado, le ordenó que se replegase a la retaguardia, lo que el africano tomó de tan mal grado que se retiró a su Túnez natal. Desde allí, un año después, le declararía la guerra a los romanos; y perdería, claro.
Emiliano estrechó el cerco. Situó hábiles arqueros entre la empalizada y la ciudad, para neutralizar a los grupúsculos que salían en busca de comida. Puso arqueros porque tenía un miedo cerval a enfrentarse cuerpo a cuerpo con los numantinos. Sírvanos esto para hacernos una idea de lo animales que eran estos celtíberos en el mano a mano. Cegó los pozos y viajes de agua que llegaban hasta la ciudad, para sumar al hambre la condena de la sed.
Esa fue la puntilla. Los habitantes empezaron a caer como chinches, especialmente los ancianos y los niños. Emiliano esperaba que, en cuanto empezasen a morir los sitiados, grandes columnas de humo se elevarían sobre los muros de Numancia, porque los celtíberos incineraban a sus muertos. Esta sería la señal para saltar sobre la ciudad y tomarla.
Sin embargo, no fue así: los desesperados habitantes de Numancia empezaron a comerse los cadáveres. Los que estaban enfermos o se encontraban débiles para la lucha se suicidaban para servir de alimento a los que quedaban en pie. Sólo respetaban a los recién nacidos: procuraban que siempre hubiera una mujer que los amamantase. Era el último grito de libertad de un pueblo condenado a la derrota.
En el octavo mes de asedio los exhaustos numantinos solicitaron una rendición honorable. Se la merecían. Pero Emiliano fue inflexible. O la rendición o la muerte. Numancia escogió la muerte. Los pocos que quedaban salían en hordas para enfrentarse a una muerte segura frente a los romanos. Era el último zarpazo del orgulloso pueblo celtíbero en las tierras de Hispania. Cuando el último guerrero numantino murió, a las puertas de Numancia, se hizo el silencio.
Pasó un día, dos, de la primavera del año 133 a.C, y Escipión Emiliano dio orden a sus tropas de avanzar sobre la ciudad. Él mismo, en persona, fue el primero en franquear la puerta principal. Todo lo que encontró fue muerte. Numancia había resistido hasta el último suspiro del último de sus habitantes. Tal y como había hecho con Cartago unos años antes, mandó incendiar la ciudad hasta que quedase reducida a cenizas, para que su memoria fuese borrada en las siguientes generaciones.
Esto fue lo único que no consiguió Emiliano. El fin de Numancia marcó el nacimiento de un mito que ha atravesado nuestra historia con singular fuerza; tanta, que "numantino" ha pasado, en español, a ser sinónimo de resistencia.
Tras este episodio vendrían seis siglos de productiva colonización romana, a la que debemos tres de nuestras cuatro lenguas, el derecho, las vías de comunicación, el cristianismo y tantas otras cosas que pusieron los cimientos de lo que hemos terminado siendo. De manera que, más que hijos de Numancia, somos hijos de Roma. Hijos, eso sí, dados a resistir de forma numantina. Lo llevamos en el carácter.
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