Menú
CIENCIA

Nuestro miedo a la radiación

Se dice, y con razón, que el mundo de la ciencia es machista. Aún perduran las consecuencias de demasiados siglos de exclusividad masculina en los entornos académicos. Por eso, la mujer de ciencia ha de combatir en dos frentes: en el duro campo de la investigación y en el de los prejuicios asumidos.


	Se dice, y con razón, que el mundo de la ciencia es machista. Aún perduran las consecuencias de demasiados siglos de exclusividad masculina en los entornos académicos. Por eso, la mujer de ciencia ha de combatir en dos frentes: en el duro campo de la investigación y en el de los prejuicios asumidos.

En la historia de la energía nuclear, un nombre de mujer puso brillo a la oscuridad de la materia. Marie Curie, luchadora incansable desde joven, introvertida y melancólica, supo poner su pasión por la física en el primer término de sus aspiraciones vitales. ¿Quizás por ello tuvo que pagar el duro precio de pasar a la historia como una mujer triste?

Un vistazo a su biografía nos revela, sin embargo, una cara más apasionada de esta mujer que fue pionera en casi todos los ámbitos de su vida.

Pocas palabras relacionadas con la ciencia acongojan más al común de los mortales que radiación. Y sin embargo pocos fenómenos de la naturaleza están tan presentes, son tan pertinaces y ubicuos como ella. La radiación está en todas partes, vivimos en un universo bañado de emisiones de partículas, y, al contrario de lo que solemos pensar, la mayoría de ellas (más del 66 por 100) son de origen natural. Nos levantamos, desayunamos y nos vamos a trabajar atravesados de rayos gamma que proceden de lejanísimos cataclismos estelares, y atravesamos todo tipo de emisiones electromagnéticas en nuestro camino de vuelta a casa. Las radiaciones son todas igual de mortales, igual de curativas, igual de útiles. Como en casi todo: el secreto está en la dosis.

Es fácil imaginar el porqué de nuestro miedo atroz a la radiación, por muy natural que ésta sea. La razón de nuestro rechazo a un fenómeno apenas conocido desde hace siglo y medio tiene que ver con el misterioso e invisible comportamiento de la materia inerte en su interior, a escala atómica, que es capaz de desatar energías enormemente dañinas. Pero, probablemente, el origen de este estigma, que no deja de ser racional, hay que buscarlo en la génesis misma del conocimiento de la radiación, en el mismísimo laboratorio donde Pierre y Marie Curie comenzaron a dar los primeros pasos hacia la comprensión de un asunto que iba a revolucionar la historia de la ciencia.

Aquel oscuro cuarto de la Escuela Municipal de Física y Química Industrial de París debió de parecer fantasmagórico a sus visitantes y a los curiosos que, en las noches de lluvia, acertaran a echar un vistazo a través del ventanuco, que apenas servía para iluminar el interior. Dentro, no era extraño encontrar las siluetas de un hombre y una mujer, evidentemente despreocupados por su aspecto, recortadas sobre las paredes, con un halo azulado fosforescente. Como si se tratara de espectros, las dos sombras manejaban pequeños recipientes de cristal, de los que partía el brillo que las perfilaba. Más de un fisgón hubo de pensar que era testigo de alguna suerte de maleficio, ignorante de que, en realidad, quizá estaba asistiendo a uno de los hallazgos más importantes en la larga historia de la energía: la radiactividad.

Los fantasmas no eran sino Pierre y Marie Curie, un matrimonio de brillantes científicos dedicados en cuerpo y alma al estudio de unos rayos emitidos espontáneamente por ciertos elementos químicos. Todavía no sabían que el conocimiento, catalogación y análisis de algunos de esos objetos fosforescentes iba a darles la mayor de las glorias que un investigador pueda soñar: el premio Nobel. Tampoco podían imaginar que la constante exposición a los rayos iba a acabar con sus vidas.

Las postrimerías del siglo XIX y el comienzo del XX conocieron algunos de los hallazgos de mayor relumbrón en la historia de la física. En 1895 Wilhelm Roentgen descubrió unos extraños rayos que eran capaces de atravesar la carne humana e impresionar una placa fotográfica para producir la imagen de los huesos. Se trataba de los rayos X. La comunidad científica, y todo aquel que supo de la noticia, no salía de su asombro. La radiografía de la mano de la esposa de Roentgen, en la que se veía con exactitud pasmosa cada uno de los huesos –pero no la carne ni la piel–... y la huella negativa del anillo de boda, dio la vuelta al mundo. Todos estaban fascinados por ese invento que permitía tomar fotografías del interior de un cuerpo. Su autor se convirtió en el primer premio Nobel de Física de la historia (1901).

El matrimonio Curie.Con el esplendor de los rayos X de Roentgen tuvo que competir otro eminente físico, que en 1896 anunció a la Academia de las Ciencias de Francia que el uranio emitía una forma de radiación similar a la de aquellos y que era capaz de velar una placa fotográfica incluso si se mantenía dentro de una cámara oscura. La concurrencia de los dos hallazgos, lejos de ser casual, respondía a un contexto científico determinado: el mundo de la física estaba a punto de cambiar para siempre. Los rayos X de Roentgen, la radiación espontánea de Bequerel (que él denominaba "fosforescencia invisible") y lo que estaban a punto de descubrir Pierre y Marie Curie formaban parte del mismo cuerpo de conocimientos sobre una física que empezaba a preguntarse el porqué del comportamiento atómico de la materia.

Marie Curie no se dejó encantar por los famosísimos rayos X y prefirió prestar atención a esos ignorados rayos invisibles del uranio. Tampoco se contentó con conocer cómo esos rayos eran capaces de impresionar las placas fotográficas incluso a través de objetos opacos, sino que decidió conocer por qué lo hacían. Para ello, se detuvo en una propiedad más de aquella extraña radiación: los rayos ionizaban el aire a través del cual pasaban, convirtiéndolo en conductor. Midiendo la conductividad del aire expuesto a la acción de los rayos, se dijo, es posible establecer la intensidad de la radiación. Marie Curie quería comparar la intensidad en distintos compuestos de uranio y bajo diferentes condiciones, para conocer mejor la naturaleza de la misteriosa fosforescencia invisible.

Era necesario saber si la radiación de Becquerel procedía de verdad (tal como parecía) del átomo o si no era más que una propiedad transmitida desde fuera de la materia y que sólo eran capaces de reflejar los átomos de algunos elementos, como el uranio.

Para responder a sus dudas, Marie midió la conductividad del aire en ambientes expuestos a casi toda clase de elementos conocidos, mandó llevar a su laboratorio miles de muestras de minerales, las analizó una a una y midió cuidadosamente sus propiedades. Así, pudo comprobar que otros elementos, como el torio, también emitían rayos espontáneamente, y que lo hacían en similares condiciones al uranio, es decir, que la emisión era también una propiedad atómica. Para describir tal propiedad no servían las metáforas utilizadas por los físicos. Rayos espontáneos, fluorescencia invisible... eran términos insuficientes para definir lo que los Curie tenían entre manos. Por eso, en 1898 decidieron inventarse una palabra: ese fenómeno de radiación atómica se llamaría a partir de entonces radiactividad.

La pareja siguió recibiendo en su laboratorio muestras de minerales procedentes de diversas partes del mundo, que se encargaban de someter a idénticas mediciones. Les costó varias confirmaciones incrédulas llegar a la conclusión de que un mineral de uranio conocido como pecblenda ofrecía una intensidad radiactiva mucho mayor que el propio uranio, algo que sólo podría explicarse si el mineral contuviese algún elemento radiactivo desconocido hasta entonces. Pero hubieron de pasar 45 meses de esfuerzo en un cobertizo insalubre, rodeados de todo tipo de minerales radiactivos, antes de que pudieran separar el primer decigramo de radio puro. En la pecblenda, dos decigramos de bromuro de radio sólo se extraen tras tratar 100 kilos de mineral. Fue el empeño de los Curie, su fuerza de voluntad y, quizás, el desconocimiento del riesgo al que se sometían, el motor para tal empeño sobrehumano. Porque el nivel de radiación al que fueron expuestos sus cuerpos sin protección es incalculable. Marido y mujer pasaron horas viendo cómo sus miembros se iluminaban por la fosforescencia azulada del nuevo elemento, y compartían experiencia con sus hijas, a las que enseñaban cómo el radio impregnaba de luz pálida todo aquello que tocaba o cómo servía un poco de producto para poder leer en la oscuridad junto a él.

Aquel amor por la ciencia produjo una de las sagas familiares más brillantes de la historia de la investigación, y les condujo a la inexorable enfermedad, a la tragedia personal (Marie tuvo varios abortos) y a la certeza de que las radiaciones pueden provocar graves daños en el cuerpo. Y, sin duda, impregnó a la física de partículas de un halo de misterio, temor y pasión del que probablemente ya nunca se deshará. Para bien y para mal.

 

JORGE ALCALDE también tuitea: twitter.com/joralcalde

0
comentarios