En España no llevamos bien lo de la búsqueda de desaparecidos. Sería injusto, por un caso, aunque tan clamoroso como éste, decir: vean qué mal están las cosas; pero es que no es el caso, y perdón por la redundancia.
La hija de Sierra, Paloma Cerdán, auxiliar de enfermería, se adentró en los paraísos artificiales hasta acabar enganchada en la droga. Sierra recibió un mensaje lacrimógeno que la puso al límite de los nervios y le hizo buscar a Paloma por garitos, rincones oscuros y caravanas de camellos. Sierra ha conocido el dolor, los zombis, los yonquis. Siempre iba con la cabeza alta, porque pensaba que buscaba a su hija viva, dado que nadie le había advertido de que en esta ciudad tan tecnológica, europea, cableada y telefoneada se puede enterrar a un desaparecido sin más averiguaciones. Y que la rectificación llegue a los tres años. Un análisis de ADN habría ahorrado tanta incertidumbre, tanto sufrimiento.
Paloma vivía en Móstoles, con Sierra, pero su cuerpo fue hallado en un piso de Moncloa. Murió de una sobredosis. Unos barrenderos habían encontrado su cartera en el parque de la Dehesa de la Villa, con sus documentos y una foto, pero era una pista falsa. Sabe Dios cómo acabó allí la cartera, meses después de la muerte de Paloma. Eran dos cosas que no tenían relación, sino que complicaban el misterio.
Finalmente, el Grupo de Desaparecidos de la Comisaría General cotejó las huellas y dio la noticia a Sierra, a la que de pronto el mundo se le paró por completo: ¡había vivido tres años sin saber que su hija estaba muerta!
Entre la denuncia de la madre y el hallazgo del cuerpo de la hija sólo pasaron unas horas; el escenario fue siempre el mismo: Madrid, la ciudad tecnológica, Villa y Corte, sede de dos Gobiernos y del ayuntamiento más poderoso de la nación, pero poblada de fantasmas, de hilos rotos, de teléfonos que suenan sin que nadie responda.
Sierra se echó a la calle, buscó como un detective de novela negra. Preguntó a los amigos, al novio, por Paloma, que padecía un trastorno de la personalidad y estaba medicada. Se recorrió los hospitales, mil y un sitios. Pero nada. Ni siquiera estaba en la morgue, sino enterrada en una tumba, muda y ciega, a la espera de que el azar la atara de nuevo a sus apellidos.
Madrid, la ciudad tecno, es una jungla despiadada, llena de gente hostil, funcionarios fríos y paradojas mutantes. Uno se puede colar por un agujero de la burocracia y desaparecer para siempre. O perder a alguien querido, que sólo el meritorio trabajo del Grupo de Desaparecidos podrá devolverte; si la cosa, por casualidad, acaba cayendo en sus manos.