Precisamente, el hecho de que todavía no haya un biólogo capaz de catalogar a estos seres esquivos es una prueba irrefutable de su inexistencia. Porque miles de científicos deseosos de poner su nombre a una especie, miles de expertos en botánica y zoología anhelando descubrir un nuevo ser vivo ignoto no pueden estar equivocados.
Esa es la razón por la que sorprende tanto el revuelo levantado esta semana por la noticia del hallazgo de, pásmense, ¡restos del Kraken! Sí, de ese animal de la mitología escandinava, heredero de Leviatán, que tanto ha fascinado a poetas y escritores de ciencia ficción y que emergía de la profundidad del océano, con sus tentáculos de 30 metros, para devorar barcos y marineros como si fueran sardinillas.
Un paleontólogo de fama reconocida (no precisamente buena) ha querido ahora convencernos de que el bicho existió de verdad. Se basa para ello en unos restos de ictiosaurios del género Shoniosauros popularis que se encontraron en 1928 y que hoy pueden visitarse en Berlín. Según este investigador –Mark MacMenamin–, la cantidad de restos de ictiosaurio apilados en un mismo lecho no puede ser causal. Ese saurópsido vivió hasta hace unos 90 millones de años, y era algo así como un gigantesco delfín. Era uno de los animales más temibles del océano hasta el Cretácico Superior. MacMenamin propone que debió de haber otro animal marino más poderoso, con aspecto de calamar, que depredara a estas bestias y depositara sus restos en nidos como el encontrado en 1928.
Esa es toda la evidencia. No podemos obtener fósiles directos del animal porque, como ocurre con todos los cefalópodos, su cuerpo es blando y no fosiliza. De manera que debemos atenernos a la especulación de este científico sobre restos que salieron a la luz hace casi un siglo.
No parece muy sólido..., más teniendo en cuenta que la espectacularidad de la propuesta exigiría evidencias más contundentes. Baste recordar que este mismo MacMenamin aseguró tener datos que demostraban que los cartagineses fueron los primeros occidentales en llegar a América...
El caso es que la mayoría de los medios se ha lanzado a recoger la noticia del "descubrimiento del Kraken"; incluso aquellos que la han relatado con el mayor rigor y de manera más aséptica no han podido sustraerse a la tentación de utilizar el nombre mitológico.
Las leyendas de animales inverosímiles, lo que los amantes de la pseudociencia conocen como criptoanimales, constan entre las más entretenidas de la mitología. Posiblemente la más popular sea la de escurridizo monstruo del lago Ness. Pero no es la única. Recientemente también nos hemos dejado sorprender por la noticia de que científicos siberianos aseguran tener pruebas de la existencia del Yeti. En ningún caso podemos darle el menor crédito.
¡Lástima! Porque descubrir una especie animal es uno de los mayores logros que se puede apuntar un científico. Y es que, aunque parezca lo contrario, la ciencia biológica todavía sabe muy poco de la vida. Las cerca de 1.800.000 especies que se han descrito y las más de 300.000 de las que se tiene registro fósil no son más que una minúscula parte de todos los animales que han poblado el planeta. La biodiversidad es una gran desconocida. A menudo, los miembros de alguna expedición biológica se topan con un tesoro vital inesperado. En junio de 2007, por ejemplo, miembros de la organización ecologista Conservation International descubrieron 24 especies de animales en la selva de Surinam, entre ellas cinco ranas.
Encontrar nuevos animales grandes no es fácil (grandes quiere decir del tipo de una rana... para arriba). Los zoólogos han escudriñado mejor la paleta de seres superiores. Por ejemplo, se supone que el número de aves catalogadas (unas 9.100 especies) no dista mucho de ser el real. Pero en lo que respecta a las especies más pequeñas, el desconocimiento es estremecedor. El número de artrópodos catalogados (insectos, arácnidos, ciempiés y cangrejos) es de cerca de 1.000.000, y sin embargo los entomólogos creen que se trata sólo del 10 por 100 de todos los que realmente hay sobre la faz de la Tierra. La naturaleza parece tener una incontrolada predilección por los insectos. Y al hombre le quedan todavía muchos bichos por hallar.
La contabilidad actual arroja una cifras más que aparentes. Conocemos 800.000 insectos, 248.000 plantas, 200.000 artrópodos no insectos, 70.000 hongos, 50.000 moluscos, 30.000 protozoos, 27.000 algas, 19.000 peces, 12.000 platelmintos, 9.000 aves, 9.000 medusas y corales, 6.300 reptiles, 4.200 anfibios, 4.000 mamíferos... más o menos. Y sin embargo sabemos que todo esto no es más que un porcentaje pequeño de lo que la naturaleza tiene que ofrecernos. La flora y fauna desconocida es mucho más populosa. Tanto, que es probable que buena parte de ella permanezca en el limbo de lo ignoto incluso después de haberse extinguido. Los biólogos consideran que el 60 por 100 de la biodiversidad oculta desaparecerá antes de ser catalogada. Nunca sabremos cómo fue, cuánto y dónde vivió, qué comió, cómo se reproducía... qué función vital ejerció para el equilibrio del planeta.
Por eso, si me lo permiten, dejemos a un lado yetis, chupacabras y demás zarandajas y guardemos un minuto de silencio por la verdadera fauna oculta del planeta, que los científicos luchan por conocer y conservar en algún sitio más útil que un frasco de formol.