En un principio se había figurado que con las tropas que tenía en la Península podría comprimir los aislados y parciales esfuerzos de los españoles, y que su alzamiento, de corta duración, pasaría silencioso en la historia del mundo. Desvanecida su ilusión con los triunfos de Bailén, la tenaz defensa de Zaragoza y las proezas de Cataluña y Valencia, pensó apagar con extraordinarios medios un fuego que tan grande hoguera había encendido. Fue anuncio precursor de su propósito el publicar en 6 de septiembre en El Monitor, y por primera vez, una relación circunstanciada de las novedades de la Península, si bien pintadas y desfiguradas a su sabor.
Su mensaje al Senado
Había precedido en el 4 del mismo mes a esta publicación un mensaje del emperador al Senado con tres exposiciones, de las que dos eran del ministro de Negocios extranjeros, Mr. de Champagny, y una del de la Guerra, Mr. Clarke. Las del primero llevaban fecha de 24 de abril y 1º de septiembre. En la de abril, después de manifestar Mr. Champagny la necesidad de intervenir en los asuntos de España, asentaba que la revolución francesa, habiendo roto el útil vínculo que antes unía a ambas naciones, gobernadas por una sola estirpe, era político y justo atender a la seguridad del imperio francés, y libertar a España del influjo de Inglaterra; lo cual, añadía, no podría realizarse, ni reponiendo en el trono a Carlos IV, ni dejando en él a su hijo.
En la exposición de septiembre hablábase ya de las renuncias de Bayona, de la constitución allí aprobada, y, en fin, se revelaban los disturbios y alborotos de España provocados, según el ministro, por el gobierno británico, que intentaba poner aquel país a su devoción y tratarle como si fuera provincia suya. Mas aseguraba que tamaña desgracia nunca se efectuaría, estando preparados para evitarla 2.000.000 de hombres valerosos que arrojarían a los ingleses del suelo peninsular.
Leva de nuevas tropas
Pronosticaban tan jactanciosas palabras demanda de nuevos sacrificios. Tocó especificarlos a la exposición del ministro de Guerra. En ella, pues, se decía, que habiendo resuelto S. M. I. juntar al otro lado de los Pirineos más de 200.000 hombres, era indispensable levantar 80.000 de la conscripción de los años 1806, 7, 8 y 9, y ordenar que otros 80.000 de la del 10 estuviesen prontos para el enero inmediato. Al día siguiente de leídas estas exposiciones y el mensaje que las acompañaba, contestó el Senado aprobando y aplaudiendo lo hecho, y las medidas propuestas; y asegurando también que la guerra con España era "política, justa y necesaria". A tan mentido y abyecto lenguaje había descendido el cuerpo supremo de una nación culta y poderosa.
Por anteriores órdenes habían ya empezado a venir del norte de Europa muchas de las tropas francesas allí acantonadas. A su paso por París, hizo reseña de varias de ellas el emperador Napoleón, pronunciando para animarlas una arenga enfática y ostentosa.
Conferencia de Erfurth
No satisfecho éste con las numerosas huestes que encaminaban a España, trató también de asegurar el buen éxito de la empresa estrechando su amistad y buena armonía con el emperador de Rusia. Sin determinar tiempo, se había en Tilsit convenido que en más adelante se avistarían ambos príncipes. Los acontecimientos de España, incertidumbres sobre Alemania, y aun dudas sobre la misma Rusia, obligaron a Napoleón a pedir la celebración de las proyectadas vistas.
Accedió a su demanda el emperador Alejandro, quien y el de Francia, puestos ambos de acuerdo, llegaron a Erfurth, lugar señalado para la reunión, en 27 de septiembre. Concurrieron allí varios soberanos de Alemania, siendo el de Austria representado por su embajador, y el de Prusia por su hermano el príncipe Guillermo. Reinó entre todos la mayor alegría, satisfacción y cordialidad, pasándose los días y las noches en diversiones y festines, sin reparar que, en medio de tantos regocijos, no sólo legítimos monarcas sancionaban la usurpación más escandalosa, y autorizaban una guerra que había hecho correr tantas lágrimas, sino que también, tachando de insurrección la justa defensa y de rebeldía la lealtad, abrían ancho portillo por donde más adelante pudieran ser acometidos sus propios pueblos y atropellados sus derechos. Ni motivos tan poderosos, ni tales temores, detuvieron al emperador Alejandro. Contento con los obsequios de su aliado y algunas concesiones, reconoció por rey de España a José, y dejó a Napoleón en libertad de proceder en los asuntos de la Península según conviniese a sus miras.
Correspondencia con el gobierno inglés
Mas al propio tiempo, y para aparentar deseos de paz, cuando después de lo estipulado era imposible ajustarla, determinaron entablar acerca de tan grave asunto correspondencia con Inglaterra. Ambos emperadores escribieron en una y sola carta al rey Jorge III, y sus ministros respectivos pasaron notas con aviso de que plenipotenciarios rusos se enviarían a París para aguardar la respuesta de Inglaterra; los que, en unión con los de Francia, concurrirían al punto del continente que se señalase para tratar.
En contestación, Mr. Canning escribió el 28 de octubre dos cartas a los ministros de Rusia y Francia, acompañadas de una nota común a ambos. Al primero le decía que, aunque S. M. B. deseaba dar respuesta directa al emperador su amo, el modo desusado con que éste había escrito le impedía considerar su carta como privada y personal, siendo, por tanto, imposible darle aquella señal de respeto sin reconocer títulos que nunca había reconocido el rey de la Gran Bretaña. Que la proposición de paz se comunicaría a Suecia y a España. Que era necesario estar seguros de que la Francia admitiría en los tratos al gobierno de la última nación, y que tal sin duda debía ser el pensamiento del emperador de Rusia, según el vivo interés que siempre había mostrado a favor del bienestar y dignidad de la monarquía española; lo cual bastaba para no dudar que S. M. I. nunca sería inducido a sancionar, por su concurrencia o aprobación, usurpaciones fundadas en principios no menos injustos que de peligroso ejemplo para todos los soberanos legítimos. En la carta al ministro de Francia se insistía en que entrasen como partes en la negociación Suecia y España.
El mismo Mr. Canning respondió ampliamente en la nota que iba para dichos dos ministros, a la carta autógrafa de ambos emperadores. Sentábase en ella que los intereses de Portugal y Sicilia estaban confiados a la amistad y protección del rey de la Gran Bretaña, el cual también estaba unido con Suecia, así para la paz como para la guerra. Y si bien con España no estaba ligado por ningún tratado formal, había sin embargo contraído con aquella nación a la faz del mundo empeños tan obligatorios como los más solemnes tratados; y que, por consiguiente, el gobierno que allí mandaba a nombre de S. M. C. Fernando VII debería asimismo tomar parte en las negociaciones.
El ministro ruso replicó no haber dificultad en cuanto a tratar con los soberanos aliados de Inglaterra; pero que de ningún modo se admitirían los plenipotenciarios de los insurgentes españoles (así los llamaba), puesto que José Bonaparte había ya sido reconocido por el emperador su amo como rey de España. Menos sufrida y más amenazadora fue la contestación de Mr. Champagny, ministro de Francia.
Fin de la correspondencia
Diose fin a la correspondencia con nuevos oficios en 9 de diciembre de Mr. Canning, concluyendo éste en repetir al francés, "que S. M. B. estaba resuelto a no abandonar la causa de la nación española y de la legítima monarquía de España; añadiendo que la pretensión de la Francia de que se excluyese de la negociación el Gobierno central y supremo que obraba en nombre de S. M. C. Fernando VII, era de naturaleza a no ser admitida por S. M. sin condescender con una usurpación que no tenía igual en la historia del universo".
Discurso de Napoleón al cuerpo legislativo
Contaba Napoleón tan poco con esta negociación, que volviendo a París el 18 de octubre, y abriendo el 25 el cuerpo legislativo, después de tocar en su discurso muy por encima el paso dado a favor de las paces, dijo: "Parto dentro de pocos días para ponerme yo mismo al frente de mi ejército, coronar con la ayuda de Dios en Madrid al rey de España, y plantar mis águilas sobre las fortalezas de Lisboa". Palabras incompatibles con ningún arreglo ni pacificación, y tan conformes con lo que en su mente había resuelto, que sin aguardar respuesta de Londres a la primera comunicación, partió de París el 29 de octubre, llegando a Bayona en 3 de noviembre.
Fuerza y división del ejército francés
Empezaban ya entonces a tener cumplida ejecución las providencias que
había acordado para sujetar y domeñar en poco tiempo la altiva España. Sus tropas acudían de todas partes a la frontera, y variando por decreto de septiembre la forma que tenía el ejército de José, le incorporó al que iba a reforzarle, dividiendo su conjunto en ocho diversos cuerpos a las órdenes de señalados caudillos, cuyos nombres y distribución nos parece conveniente especificar.
1º cuerpo, mariscal Víctor, duque de Bellune.2º cuerpo, mariscal Bessières, duque de Istria.3º cuerpo, mariscal Moncey, duque de Conegliano.4º cuerpo, mariscal Lefebvre, duque de Dantzick.5º cuerpo, mariscal Mortier, duque de Treviso.6º cuerpo, mariscal Ney, duque de Elchingen.7º cuerpo, el general Saint-Cyr.8º cuerpo, el general Junot, duque de Abrantes.
A veces, según iremos viendo, se sustituyeron nuevos jefes en lugar de los nombrados. El total de hombres, sin contar con enfermos y demás bajas, ascendía a 250.000 combatientes, pasando de 50.000 los caballos. De estos cuerpos, el 7º estaba destinado a Cataluña, el 5º y 8º llegaron más tarde. Los otros en su mayor parte aguardaban ya a su emperador para inundar, a manera de raudal arrebatado, las provincias españolas.
NOTA: Este texto pertenece al capítulo 28 de HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO. GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA (TOMO II, 1808-1809), del CONDE DE TORENO, que acaba de publicar la editorial Akrón.
Pinche aquí para acceder al adelanto del primer volumen que publicó LD.