Esto se ha visto en la reciente Feria de Frankfurt: la cultura catalana incluiría las vulgaridades de la valenciana Isabel-Clara Simó, pero no a grandes escritores catalanes como Juan Marsé, cuyas mejores novelas son incomprensibles sin el Guinardó, sin la Barcelona de los años 50 y 60, sin ejemplares humanos como "el pijoaparte", que no respira, que no existe sin Barcelona. De algún modo, Barcelona también es incomprensible sin la obra de Juan Marsé.
Esto nos conduce a una pregunta que lanzo muy en serio a los nacionalistas: para ustedes, ¿Barcelona es Cataluña? ¿O Barcelona es acaso una inconveniencia, una incomodidad que alberga a la mitad de los catalanes? Lo pregunto, repito, con toda seriedad, porque al nacionalismo paleto que ha ocupado la vida pública catalana el hecho urbano le repele. No lo soporta porque lo urbano, la ciudad, es el entorno de los libres, acoge el principio de civilización, niega una por una todas las premisas sobre las que se levanta la nación de los nacionalistas, que es lo contrario al Estado-nación, ese ámbito histórico de las libertades y los derechos individuales, de la autonomía individual, de la libertad de expresión y de creación, del sagrado núcleo en el que los poderes públicos no deberían jamás entrometerse. Eso es un logro de la civilización, de la civilidad, que sólo garantizan los Estados-nación occidentales (y los orientales que siguen su modelo). Así es, así ha sido la historia. De ahí lo absurdo de tildar de nacionalista a cualquiera que invoque el nombre de una nación.
Por qué los liberales gaditanos no somos nacionalistas
Los liberales que defendemos la idea nacional de España, la España gaditana, la de la irrupción en la historia del pueblo español como sujeto soberano compuesto por hombres libres e iguales ante la ley, no somos nacionalistas. Somos lo contrario a un nacionalista.
Siguiendo a Ernest Gellner, el nacionalismo es una ideología que busca, por definición, operar sobre la realidad. Pero esa operación, esa actuación, va siempre en el mismo sentido: el sentido de armonizar, de homogeneizar, de igualar con un mismo rasero… la cultura. Y luego todo lo demás. El nacionalismo es el primer enemigo de la diversidad, diga lo que diga la propaganda nacionalista catalana. Como el actual nacionalismo catalán es además una catástrofe de incultura y se ha abismado en el analfabetismo funcional, los nacionalistas (y en esto les sigue muy de cerca el Partido Socialista, tanto el que ha devenido nacionalista como el que sólo ha decidido rendirse al nacionalismo) confunden lo plural con lo diverso. Repiten como un mantra lo de la "España plural", cuando en realidad se refieren a la España diversa.
Para diversa, por cierto, Cataluña. Y no me refiero sólo a la inmigración extranjera, que se ha multiplicado en los últimos años. Me refiero a lo evidente: el bilingüismo. No es simplemente que Cataluña sea una comunidad bilingüe; es que es perfectamente bilingüe. Los catalanes pasamos de un idioma a otro en la misma conversación sin darnos ni cuenta. Una mitad tiene el castellano como lengua materna; otra mitad tiene el catalán. Esta obviedad no encuentra reflejo en la vida pública porque todo lo público ha sido tomado por los nacionalistas, sean declarados, sean vergonzantes.
Una de las cosas más irritantes –entre las muchas cosas irritantes que hace el nacionalismo– es eludir la obviedad de que en Cataluña los poderes públicos discriminan el idioma castellano (la obviedad de que los padres no pueden escoger la lengua de escolarización de sus hijos; la obviedad de que existen multas lingüísticas a los comercios) mediante el expediente de recordar que en Cataluña no hay ningún conflicto lingüístico. Esto es de una perversión casi insuperable. ¡Claro que en Cataluña no hay un conflicto lingüístico! No lo hay gracias a la sociedad catalana, que es infinitamente más sensata que aquellos a quienes encarga la tarea de gobernarla. No lo hay a pesar de todas las temeridades cometidas por el nacionalismo gobernante. Así pues, aquello que constituye una virtud de civilidad y de tolerancia de la sociedad catalana es usado por su clase política para esconder las operaciones liberticidas y discriminatorias que lleva a cabo a diario con su gente. En conclusión: en Cataluña no hay conflicto lingüístico… a pesar de la violación masiva de derechos que cometen sus gobernantes nacionalistas.
Siendo el nacionalismo, y sigo con Gellner, siempre homogeneizador, siempre armonizador; estando siempre dispuesto a eliminar las diferencias, y luego a limar las disidencias, y eventualmente a aplastarlas, resulta bastante fácil de entender que todo nacionalismo es intervencionista por definición. Siempre trabaja para modelar la sociedad, siempre acaba (o empieza) entregándose a la ingeniería social. Por eso no hay nacionalismo liberal. Es imposible. Yo sé que esto irrita mucho a algunas personas valiosas, que son nacionalistas y que son liberales… en lo económico; pero que en cuanto abandonan el terreno de la economía parecen enloquecer y adoptan el mismo discurso colectivista, grupal, tribal, antimoderno, historicista, esencialista y antiindividualista que el resto de nacionalistas.
No pueden evitarlo porque todos estos males están en la raíz del nacionalismo. No del Estado-nación, repito, sino del nacionalismo, esa excrecencia del romanticismo capaz, con el tiempo, de provocar guerras, forzar desplazamientos de poblaciones y operar exterminios. El nacionalismo, si le seguimos la pista, nos acaba remitiendo al romanticismo alemán. Es un fenómeno europeo que explota en el siglo XIX. Si estiramos de la raíz hasta extraerla del todo, hallamos su origen en el Sturm und Drang, el movimiento con marchamo artístico de finales del siglo XVIII que, de la mano de Herder, condujo al nacimiento del romanticismo. De la mano de Herder y pasando por Goethe, el gran Goethe en quien Milan Kundera ve a un gran ilustrado y, a la vez, a su opuesto, el más eficaz enemigo de la razón; padre, de algún modo, del romanticismo.
Las raíces del nacionalismo están ahí, el nacionalismo es la cara monstruosa de un movimiento que empieza siendo artístico y que pronto conlleva una nueva cosmovisión. Se trata de la negación de las luces, de la negación de la razón, de la negación del sujeto como centro.
Es interesantísimo el trabajo de Juan José Sebreli, en cuya última obra: El olvido de la razón, imprescindible, da cuenta de una inquietante coincidencia: los maestros de pensamiento que han condicionado, que han determinado la vida intelectual, el trabajo universitario, el pensamiento primero y, finalmente el conocimiento convencional de la izquierda tras la Segunda Guerra Mundial tienen las mismas raíces antiilustradas y antirracionalistas: el Sturm und Drang que rebota en Nietzsche, de ahí pasa a Martin Heidegger y de ahí a todos los círculos universitarios occidentales de izquierda. Estructuralistas y post-estructuralistas estarían aquejados del mismo mal que los nacionalistas; pensadores que hoy ya casi nadie lee pero que han condicionado fuertemente la vida intelectual de occidente, de Lacan a Althusser, y de Levi Strauss a Foucault, llevan todos el sello del filósofo nazi Heidegger. De él habrían heredado no sólo su profunda aversión a la razón ilustrada, también el gusto por el lenguaje críptico e iniciático. Ya ven dónde se han ido a encontrar las izquierdas y el nacionalismo.
El nacionalismo desdibuja al sujeto en beneficio del grupo. Pero el grupo no es real. Es un grupo ideal. Es un grupo artificial, en la medida en que la sociedad es compleja (cada vez más compleja, por cierto) y no se deja atrapar fácilmente por modelos simples y preestablecidos. El nacionalismo trabaja, así, en una apremiante e incansable simplificación de lo complejo. El problema, claro está, es que esa complejidad es un conjunto de seres humanos. Para que esa suma de individuos –que ellos ven como un todo homogéneo con derechos propios, colectivos, que priman sobre los individuales– no prevalezca, hay que eliminar lo diferente. Y, a menudo, eliminar lo diferente significa eliminar al diferente. Eliminar al disidente. Por lo pronto, mediante el asesinato civil. De "muerte civil" ha hablado justamente Albert Boadella en la presentación de su último libro, Adiós Cataluña. Una obra que habrá que leer, y que seguro que nos divertirá, aunque en el fondo es una obra triste, pues constata una claudicación: "El nacionalismo ha podido conmigo". Eso es lo que viene a decirnos.
Andanzas del nacionalismo catalán reciente
Ahora que conocemos las pautas de actuación de esa ideología, hagamos un pequeño ejercicio de memoria sobre el nacionalismo catalán de los últimos treinta y tantos años.
Quiero puntualizar que no hay prácticamente nacionalismo catalán mientras Franco vive. Hay unos cuantos curas, más o menos trastornados, que a su vez trastornan a Jordi Pujol y le convencen de que tiene un cometido histórico, de que es un elegido, de que está llamado a liberar a esa doncella presa que es Cataluña en su imaginación. Una imaginación, por cierto, cuyos rasgos febriles no le impiden desarrollar espléndidos negocios familiares. El nacionalismo como vía de enriquecimiento personal es otro asunto que merece un seminario monográfico.
La burguesía catalana (sea lo que sea tal cosa) ha tenido que inventarse aprisa y corriendo su pasado para no pasar por la vergüenza de reconocer que fue ella quien, antes del advenimiento de la Segunda República, aupó a Primo de Rivera al poder; para no tener que recordar cuánto le debe a Franco, al proteccionismo franquista, que además de permitirle recuperar las fábricas que le habían arrebatado los amigos de Companys le permitió asimismo enriquecerse con un mercado cerrado a las manufacturas extranjeras, cuya entrada libre habría supuesto su hundimiento inmediato. Habría supuesto el fin de casi toda esa clase, ya muy mezclada, que presume de antifranquista cuando Franco lleva 32 años muerto. Una clase que vive sobre una gran mentira, que ha tenido que retorcer su memoria y su imaginación para hacernos creer (y para creerse ella misma) que estaba luchando contra la dictadura franquista cuando se iba de excursión a la montaña, cuando acudía a misa en catalán o cuando gritaba al árbitro en el campo del Barça. Ésas son las paupérrimas credenciales antifranquistas de la burguesía catalana, alta y baja. No busquen más porque no encontrarán nada. Bien, encontrarán unos cuantos individuos más o menos dignos, más o menos temerarios. No una clase. No un segmento social. Ni muchísimo menos una Cataluña antifranquista.
Pero vayamos al grano, que en el grano está además la conclusión y el final de esta intervención, que empieza a alargarse demasiado. ¿Cuál ha sido la forma de operar de este nacionalismo que nos cabe en la memoria?
Jordi Pujol creó CDC con un puñado de personas y a golpe de talonario en el año 1974. Tiene su mérito, porque Franco aún vivía. Y además Pujol es de los pocos nacionalistas –entre los que pronto tendrían poder– que había pasado por la cárcel. Había algunos grupos independentistas, cuatro gatos a veces financiados también por Pujol, que invirtió mucho en políticos (incluidos políticos socialistas). Situémonos en la segunda mitad de los años 70, y encontraremos un nacionalismo muy minoritario que se confundía con quienes reclamábamos libertades democráticas. Quizá porque no eran muchos, o quizá porque nadie supo verles el plumero, aparecía ya ahí una disonancia que acabaría siendo fatal. Unos defendíamos (me incluyo aunque era muy joven, un adolescente, pero un adolescente militante y motivado) las libertades y derechos democráticos, e incluíamos la reivindicación de un estatuto de autonomía para Cataluña. Ellos estaban ya pensando en otro concepto de derechos: los derechos colectivos, que no son propiamente derechos. No para mí, que no concibo más que derechos individuales. El manido derecho de autodeterminación es un constructo político-jurídico de Woodrow Wilson pensado para solucionar el problema del disuelto Imperio Austrohúngaro al finalizar la Primera Guerra Mundial. Luego la autodeterminación de los pueblos ha de entenderse siempre referida a los procesos de descolonización, y en concreto a la descolonización africana de finales de los 50 y de los años 60. Digan lo que digan los nacionalistas, no existe en el Derecho Internacional amparo, bajo tal derecho, para la segregación de un territorio miembro de las Naciones Unidas.
Tras aquella mezcla de progresistas y nacionalistas, que al final acabó aceptando el modelo de transición democrática que habían diseñado los franquistas (básicamente porque dicho modelo –reforma frente a ruptura– contaba con el apoyo masivo del pueblo español), se da un segundo paso que tendrá una importancia capital y que marcará nuestro futuro: la rápida ocupación (o captación para su causa) de todos los centros de decisión. Centros de decisión políticos, financieros, empresariales, asociativos, universitarios, mediáticos. Hago hincapié en que la toma fue muy rápida. Y en que Jordi Pujol sustituyó –para nuestra desgracia– a Josep Tarradellas al frente de la Generalidad, al ganar las elecciones contra todo pronóstico. Contra todo pronóstico simplista, habría que añadir, que es el tipo de pronóstico que hacía una izquierda inconsciente de que Pujol llevaba muchos años sembrando y de que tenía medios para financiarse una campaña como Dios manda. Y que su campaña fue eficaz porque supo transmitir una imagen institucional y seria que contrastaba con la desmelenada progresía de la época. Aunque nos creyéramos los reyes del mambo, el catalán de a pie creía poco en nosotros.
El siguiente paso, una vez tomados todos los centros de decisión importantes, e investido el nacionalismo de respetabilidad institucional y de legitimidad, fue el inicio de una era de estomagante victimismo que caracterizó la larga etapa de transferencias de poder, de competencias y de presupuesto. Ahí empezó a ponerse de manifiesto lo que hoy sabe cualquiera: que el Título VIII de la Constitución era una calamidad, y que el prolijo listado de competencias exclusivas del Estado del artículo 149 era, a la hora de la verdad, papel mojado cuando el poder central de turno echaba mano del agujero negro del artículo 150.2 de la Constitución, que reza:
El Estado podrá transferir o delegar en las Comunidades Autónomas, mediante Ley Orgánica, facultades correspondientes a materia de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación. La Ley preverá en cada caso la correspondiente transferencia de medios financieros, así como las formas de control que se reserve el Estado.
Época, pues, de rentable victimismo y de acopio de poderes y competencias. Y también de un incipiente autoritarismo de quienes siempre estaban dispuestos a sentir su orgullo herido, o a simularlo. Trazos inseparables del nacionalismo. Habrá también, desde el primer momento, esporádicas sacudidas terroristas (me refiero a Cataluña, no al País Vasco, donde esto es obvio, dolorosamente obvio), cuando sea necesario. Por ejemplo, cuando una parte importante de la sociedad civil, constituida sobre todo por docentes, desafió el estado de cosas con la iniciativa del Manifiesto de los 2.300.
Bastó un rápido secuestro y un tiro al segundo firmante, que abandonó Cataluña, para que le siguieran millares de profesores, en un éxodo silencioso que merece un lugar destacado en la historia de la infamia de nuestra democracia. La prensa catalana reaccionó al unísono: Federico Jiménez Losantos, la víctima, se lo había buscado. A día de hoy, TV3, en manos del segundo Tripartito, sigue asumiendo el lenguaje y la lógica de los terroristas de Terra Lliure. Afirman que el atentado logró sus efectos, y no les falta razón. Con lo que no contaban es con que la voz de la víctima se les iba a colar por los aparatos de radio muchos años después.
Siguiente etapa. Una vez consolidada una sociedad civil a imagen y semejanza de la clase política, Cataluña sufre una inaudita suplantación. La sociedad real está muda. Es la era de Matrix, de la realidad virtual, o, si prefieren, de la negación sistemática de la realidad. No en balde los intelectuales que impulsaron la formación política Ciudadanos en aquella época tan reciente, y a la vez tan lejana, en que el PPC carecía de discurso se refirieron a menudo a un objetivo estremecedor: restablecer la realidad.
Los resultados de la suplantación están a la vista cada vez que se llama a los catalanes a votar: la sociedad catalana paga con la misma moneda y se desentiende de sus políticos. Como si no existieran. Entramos en altísimos índices de abstención y se confirma el divorcio entre la sociedad catalana y su clase política. Divorcio también entre la "sociedad" (entre comillas) –el gran pesebre que pagamos todos– y la sociedad (sin comillas), el conjunto de los individuos catalanes. Y con todo ello, crisis de legitimidad y creciente déficit democrático.
Hoy estamos en la etapa siguiente, la etapa en la que se encienden las luces rojas, la etapa en que deberían dispararse todas las alarmas: el autoritarismo es abierto, indisimulado. Pasa por el recrudecimiento de las multas lingüísticas a los comercios, por el incumplimiento de las sentencias que contrarían los planes nacionalistas, y por el desafío al Estado democrático y a las instituciones nacidas en el 78 mediante la política de hechos consumados. El ejemplo más vistoso es el nuevo estatuto, sus pretensiones de Constitución alternativa, la negación de los principios de la Constitución del 78 (empezando por su artículo 2) y la condena al ostracismo y a la muerte civil de cualquiera que se atreva a contarlo.
En éstas estamos.