Lo normal está bien, sobre todo si las dimensiones del corte que nos toca en suerte son generosas. Pero no es lo mismo que ir degustando, paladeando, apreciando las diferencias de textura, color y sabor que puede ofrecernos el inmenso mundo de, por ejemplo, la cabaña vacuna, ya sea española o extranjera. Y esa oportunidad se nos ofreció hace algunos días en el Hilton Madrid Airport, un interesante hotel para los que tengan que pasarse por la capital y con un restaurante en cuyos fogones manda y crea Magnus Jansson, cocinero sueco apasionado por la cocina española.
Empezó la cosa –previa introducción con varios entrantes, sobre todo unas vieiras de ensueño– con la ternera blanca gallega. Dice Magnus que a los españoles no suele gustarnos la carne blanca, y tiene razón: incluso en un producto de primera como el que probamos se nota demasiado la juventud de la carne, y su notable ternura no se compensa por el lado de un sabor que no llena la boca, al que le falta rotundidad.
La ternera blanca suele ser la elección de aquellos a los que no les gusta demasiado la carne, es una opción respetable, pero nosotros preferimos decidirnos por algo más contundente.
A Escocia por las praderas de Nebraska
La segunda prueba fue otra raza con solera, en este caso procedente de Escocia, donde tiene su origen las black angus, vacas (y bueyes) que a los inexpertos nos llaman la atención porque no tienen cuernos, algo un tanto menos inhabitual de lo que cabría pensar, por cierto.
Como otras carnes de prestigio, la black angus se caracteriza porque la grasa del animal se genera entre los músculos, lo que le da una textura suave, mantecosa.
La señora vaca a la que le hincamos el diente procedía de las llanuras de Nebraska, y al menos en su caso los pastos de tan ignoto estado (muchos no sabríamos ni que existe de no ser por el disco de Bruce Springsteen, y muchos más ni siquiera tras el disco) dieron como resultado una carne sabrosa, sí, pero con un sabor menos contundente, menos lleno que el de otras especies (sobre todo comparándola con algunas que probamos a continuación).
Nuestro chef Jansson sugirió un parecido lejano pero perceptible con la textura y el sabor de un buen atún rojo, y, como suele suceder en las catas, una vez destapado el truco, a todos nos pareció que era cierto.
La verdad es que no sé hasta qué punto actuó la sugestión, pero sí me resulta una imagen válida para que ustedes se hagan una idea desde el otro lado de la pantalla.
Es, en resumen, una carne con personalidad y peculiar, pero que precisamente por eso quizá no guste a todos. Para el abajofirmante, una muesca que no puede faltar en el revolver de un carnívoro que se precie.
Volvemos a España
La noche alcanzó su primer punto fuerte con la llegada de una carne española y excepcional: el buey del Valle del Esla. Sepan ustedes, y siento darles el disgusto, que en el 95% de las ocasiones en las que compran buey, en realidad comen vacas de entre tres y cinco años.
No es el caso de este buey leonés, para el que se sigue un programa muy exigente de cría que determina un resultado excepcional. Se trata de animales de raza 100% parda de montaña (lo más habitual en la carne de consumo es mezclar razas, con lo que se obtienen híbridos más rentables). Su alimentación está cuidadosamente reglada: se le desteta a los seis meses aproximadamente y a partir de ahí el señor buey pasa cuatro años siendo pastoreado por las montañas leonesas, a más de 1.000 metros de altura y comiendo lo que generosamente ofrece natura.
El engorde del animal se completa en los últimos seis meses de su vida, en los que se estabula y se le dan cereales y leguminosas para que empiece a criar grasa, una grasa que se infiltra de forma muy peculiar en músculo del hasta entonces deportista vacuno. Si eso de la estabulación y el engorde les parece cruel no lean lo siguiente: al pobre bicho se le castra.
Desconozco los efectos concretos de esto (no creo que le dé por mugir como Farinelli), pero el resultado final de tanto sacrificio merece la pena: una carne fuerte, desde luego no demasiado tierna, pero con un sabor completo, redondo, contundente sin ser excesivo, lleno de matices y que recuerda al del toro de lidia, ya que en ambos podemos vislumbrar en el fondo del paladar esa crianza en semilibertad y disfrutando de pasto natural y variado.
Toda una experiencia cárnica directa y contundente que enloquecerá de placer a los más carnívoros.
Viaje a Japón pasando por Chile
La última de las pruebas era, probablemente, la que todos los comensales esperábamos con mayor expectación: el famoso buey de Kobe se ponía, por fin, al alcance de nuestros colmillos.
Quizá el buey de Kobe es la carne más especial del mundo, al menos creo que se puede afirmar que es la más cuidada. Se trata de animales de una raza concreta, wagyu, pero lo que más llama la atención es el proceso que se sigue para el engorde: los bueyes viven en establos muy confortables con música ambiental, beben cerveza y son masajeados, y no estoy bromeando.
La raza wagyu proviene de una región de Japón vecina a la ciudad de Kobe (que todos recordamos por el terremoto hace unos años), y desconozco el modo en el que se ha llegado a un método de producción tan peculiar, si bien parece coherente con la forma de ser japonesa y oriental, en la que el proceso en sí mismo es tan importante como el resultado.
Por la buena carne de Kobe se pagan cifras astronómicas (cientos de euros el kilo), lo que ha provocado que la raza se haya expandido a otros lugares: Nueva Zelanda, Estados Unidos... La que probamos en tan magna ocasión nos llegaba desde Chile. Se produzca donde se produzca, el proceso que se sigue es el mismo: los chilenos también dan cerveza y masajes al feliz bicho.
¿Y cuál es el resultado de tanto mimo? Pues una carne absolutamente diferente, sin posible comparación con cualquier otra cosa que hayan comido. Parte del secreto es, de nuevo, que la grasa se infiltra en el propio músculo no en vetas, sino como parte de la propia masa muscular: es como ninguna otra una carne grasienta en la que no se ve la grasa.
Su textura y su sabor son tan peculiares que podemos decir sin duda alguna que quien no la haya probado no ha comido nada similar en su vida. El gusto es intenso y suave al mismo tiempo, es necesario paladearlo lentamente para disfrutarlo, es cremoso, se aleja de lo que habitualmente relacionaríamos con la carne.
Y la textura es lo que la hace absolutamente única, es tan tierna que literalmente casi no es necesario masticarla para comerla. Frases hechas como "Se deshace en la boca" o "Es tan tierna como la mantequilla" cobran con el buey de Kobe un significado real y cierto.
En definitiva, algo completamente diferente, tan distinto que incluso habrá carnívoros habituales a los que no acabe de convencer esa experiencia en la boca parecida, como bien apuntan algunos, a lo que sería una improbable mezcla de foie gras con mantequilla.
Como pueden ver, comer carne puede ir mucho más allá del filete empanado o el entrecot de-to-da-la-vi-da, y puede llegar a convertirse en una experiencia gourmet mucho más variada de lo que habitualmente tenemos en mente.
Demos gracias a Dios por no ser vegetarianos.