
No me refiero solamente a la situación del cine español, en franca decadencia, tanto peor cuanto más subvencionado, sino a la del mundo en general, ante cuyas desgracias esas personitas de papel cuché dicen ser tan sensibles.

Asistí, en cambio, a otras dos ceremonias de muy distinta índole, que conmemoraban el Holocausto, la Shoá. La primera (el Día Oficial de la Memoria del Holocausto y la Prevención de los Crímenes contra la Humanidad) tuvo lugar en el Congreso de los Diputados, y la segunda (Recuerdo del Holocausto) en la Asamblea de Madrid. Como saben, hace sesenta años los soviéticos liberaron el campo de Auschwitz –llevándose, por cierto, unos cuantos compatriotas a sus propios campos de concentración, pues en eso fueron pioneros–, pero a tenor de la actitud oficial española, que lo reconoce oficialmente por primera vez, parecía talmente que hubiera sucedido ayer. Sin embargo, se llevaba haciendo en el mundo desde hacía tiempo, y en España sólo la Comunidad Autónoma de Madrid le había prestado la debida atención, desde hace ahora cinco años.
No voy a repetirles lo que seguramente ya han leído u oído en otros medios de comunicación, pero les comentaré que en el Congreso, aunque me alegré del reconocimiento y la atención prestada a este terrible acontecimiento, me dio la impresión de que se estuviera enmascarando algo. La insistencia en poner en el mismo plano a los judíos y a los demás presos me resultaba irritante, porque en el horror y la desgracia, como en tantas otras cosas, hay grados, hay jerarquías.
Me explico: no es que los homosexuales y los republicanos y los presos políticos que padecieron y murieron en los campos no merezcan toda mi piedad y mi consideración, es que me pareció que la insistencia en destacarlos y equipararlos a las víctimas judías, además de una manera de justificar mejor el acto que se estaba celebrando, era una manera de minimizar el verdadero objetivo de los nacionalsocialista alemanes: la erradicación de la faz de la tierra de los judíos, por encima de cualquier consideración religiosa o política, lo que pone en muy diferente situación a las víctimas políticas o religiosas, pues, como comentó alguno de los oradores (aunque creo que fue en el acto de la Asamblea de Madrid), en los campos los prisioneros políticos se morían, pero a los judíos los mataban. La diferencia no es poca.

Sultana Wahnon, de la Universidad de Granada, estuvo particularmente brillante y tajante. Entre otras cosas, señaló la existencia en la actualidad de dos tipos de judeofobia: 1) el nuevo antisemitismo árabe, más político que racista, aunque comparte con los nacionalsocialistas su vocación de exterminio, y 2) el antisemitismo occidental, islamoprogresista y neoizquierdista. Juan Carlos Vidal, director de cultura del Instituto Cervantes, que fue director de los centros de Varsovia y Tel Aviv, estableció un paralelismo muy acertado entre los campos de trabajo (no muy diferentes del Gulag, tachando a este último incluso de peor) y los de exterminio, y recordó la ignominia de Saramago cuando comparó la política israelí con la nazi (¡para que hablen de la banalización de Auschwitz!).
Respecto a Juaristi, que, como dije, ejercía de moderador, sólo destacaré una frase, ciertamente irónica: “La mayor aportación de España a la historia de los judíos es la expulsión de los judíos”. No es de extrañar que tardaran sesenta años en enterarse de que hubo otros que quisieron exterminarlos.