Los adultos, crueles ellos, nos advertían de que las cosas no eran tan bonitas y nos explicaban que cuando alguien empezaba a trabajar en una pastelería se le dejaba, casi se le animaba, a comerse todos los pasteles que quisiera, en la seguridad de que en un par de días acabaría aborreciéndolos. Nuestro sueño, así, acababa pareciendo mucho menos atractivo.
Y es que la saturación aburre. Hay quien es capaz de estar toda su vida comiendo lo mismo; yo he conocido personas que todas las noches de su vida habían cenado lo mismo, tortilla de patatas, y les seguía gustando. Pero no parece lo más habitual. Yo mismo cultivé un odio que me costó muchos años superar al pescado conocido mayoritariamente como "gallo" tras haberlo cenado, frito, invariablemente cuatro días a la semana desde que empecé a comer yo solo hasta que me fui a la universidad.
Hoy en día hay cosas que, a base de hartazgos, de sobredosis, me han acabado aburriendo. El foie-gras, por ejemplo; me encantó, pero ya no. Ahora lo como sólo cuando me apetece mucho y estoy seguro de su calidad. Han sido muchos años sufriendo foie-gras en un montón de platos, viniera o no a cuento, que normalmente sólo venía para subir el precio del plato de, pongamos por caso, judías verdes.
Tres cuartos de lo mismo me ha pasado, y me sigue pasando, con el bogavante, y empieza a pasarme con los hongos, con los boletos, que parece que en el monte no hay otra seta y que a la que te descuidas aparecen en todos los platos, peguen –que no suelen pegar– o no.
Pues en los últimos años abundan los cocineros empeñados en que su público acabe aborreciendo algo, cosa que consiguen por el sencillo método de organizar unas "jornadas gastronómicas" en plan monográfico... y confundiendo la velocidad con el tocino, cuya única relación es inversamente proporcional: a más tocino, menos velocidad.
Bien, proliferan las "jornadas". De caza, por ejemplo. Para mí, unas jornadas dedicadas a la caza deberían consistir en unos días en los que ese restaurante ofrece diversos platos de caza, mayor o menor, de pelo o de pluma, a sus clientes, que eligen el que mejor les apetece en cada momento.
Demasiado fácil, demasiado bonito. No. Lo que hacen estos genios es organizar un menú con varios aperitivos y cuatro o cinco platos... todos a base de caza, desde la típica ensalada de perdiz en escabeche hasta el contundente jabalí al vino tinto, pasando por conejo, perdiz y qué sé yo cuántas 'especialidades'. No hay cuerpo que lo resista, y no me refiero sólo al ácido úrico.
Otra: jornadas micológicas. Uno esperaría encontrarse en la carta, esos días, con muy distintas especies, no sólo boletos, en platos en los que sean protagonistas precisamente las setas. Pues tampoco: las 'jornadas' consisten en un menú formado por ocho o diez platos, de aperitivos a postres, en los que aparecen –de comparsas– las setas, tampoco vayan a creer que más de cuatro o cinco variedades. Cuando uno llega al inevitable sorbete de boletos del postre, jura no volver a comer una seta en años.
Estos días he recibido una convocatoria para una comida en la que se servirán cinco aperitivos y otros cinco platos en todos los que el protagonista es el atún. Me encanta el atún, mejor dicho, los atunes; pero darme una paliza monográfica de diez preparaciones de atún en el mismo menú... miren, va a ser que no.
Conste que me encanta que los restaurantes sensibles organicen jornadas en torno a uno u otro producto de temporada, en las que sea posible saborear cosas que, normalmente, no están en carta el resto del año. Pero una comida ha de ser, por definición, armónica, equilibrada, completa. Y eso no se consigue con monografías: hay que comer, cada día, de todo.
Pero no. Uno se teme ciertas dosis de sadismo en quienes organizan estas cosas, a los que imagina dando vueltas al magín para sacar, mejor que ocho, nueve platos monográficos, y pensando: "Así que quieres setas, ¿eh? Pues... te vas a enterar".
Decían nuestras abuelas que "lo poco agrada y lo mucho enfada". Tenían muchísima razón. Enfadar, lo que se dice enfadar, no creo que lo consigan estos menús monótonos, monográficos; enfadarse comiendo es contraproducente. Ahora que aburrir... ya lo creo que son aburridas estas cosas, y que acaba uno aburriéndose de cosas que, en dosis y menús normales, siempre le han parecido exquisitas.
Y es que la saturación aburre. Hay quien es capaz de estar toda su vida comiendo lo mismo; yo he conocido personas que todas las noches de su vida habían cenado lo mismo, tortilla de patatas, y les seguía gustando. Pero no parece lo más habitual. Yo mismo cultivé un odio que me costó muchos años superar al pescado conocido mayoritariamente como "gallo" tras haberlo cenado, frito, invariablemente cuatro días a la semana desde que empecé a comer yo solo hasta que me fui a la universidad.
Hoy en día hay cosas que, a base de hartazgos, de sobredosis, me han acabado aburriendo. El foie-gras, por ejemplo; me encantó, pero ya no. Ahora lo como sólo cuando me apetece mucho y estoy seguro de su calidad. Han sido muchos años sufriendo foie-gras en un montón de platos, viniera o no a cuento, que normalmente sólo venía para subir el precio del plato de, pongamos por caso, judías verdes.
Tres cuartos de lo mismo me ha pasado, y me sigue pasando, con el bogavante, y empieza a pasarme con los hongos, con los boletos, que parece que en el monte no hay otra seta y que a la que te descuidas aparecen en todos los platos, peguen –que no suelen pegar– o no.
Pues en los últimos años abundan los cocineros empeñados en que su público acabe aborreciendo algo, cosa que consiguen por el sencillo método de organizar unas "jornadas gastronómicas" en plan monográfico... y confundiendo la velocidad con el tocino, cuya única relación es inversamente proporcional: a más tocino, menos velocidad.
Bien, proliferan las "jornadas". De caza, por ejemplo. Para mí, unas jornadas dedicadas a la caza deberían consistir en unos días en los que ese restaurante ofrece diversos platos de caza, mayor o menor, de pelo o de pluma, a sus clientes, que eligen el que mejor les apetece en cada momento.
Demasiado fácil, demasiado bonito. No. Lo que hacen estos genios es organizar un menú con varios aperitivos y cuatro o cinco platos... todos a base de caza, desde la típica ensalada de perdiz en escabeche hasta el contundente jabalí al vino tinto, pasando por conejo, perdiz y qué sé yo cuántas 'especialidades'. No hay cuerpo que lo resista, y no me refiero sólo al ácido úrico.
Otra: jornadas micológicas. Uno esperaría encontrarse en la carta, esos días, con muy distintas especies, no sólo boletos, en platos en los que sean protagonistas precisamente las setas. Pues tampoco: las 'jornadas' consisten en un menú formado por ocho o diez platos, de aperitivos a postres, en los que aparecen –de comparsas– las setas, tampoco vayan a creer que más de cuatro o cinco variedades. Cuando uno llega al inevitable sorbete de boletos del postre, jura no volver a comer una seta en años.
Estos días he recibido una convocatoria para una comida en la que se servirán cinco aperitivos y otros cinco platos en todos los que el protagonista es el atún. Me encanta el atún, mejor dicho, los atunes; pero darme una paliza monográfica de diez preparaciones de atún en el mismo menú... miren, va a ser que no.
Conste que me encanta que los restaurantes sensibles organicen jornadas en torno a uno u otro producto de temporada, en las que sea posible saborear cosas que, normalmente, no están en carta el resto del año. Pero una comida ha de ser, por definición, armónica, equilibrada, completa. Y eso no se consigue con monografías: hay que comer, cada día, de todo.
Pero no. Uno se teme ciertas dosis de sadismo en quienes organizan estas cosas, a los que imagina dando vueltas al magín para sacar, mejor que ocho, nueve platos monográficos, y pensando: "Así que quieres setas, ¿eh? Pues... te vas a enterar".
Decían nuestras abuelas que "lo poco agrada y lo mucho enfada". Tenían muchísima razón. Enfadar, lo que se dice enfadar, no creo que lo consigan estos menús monótonos, monográficos; enfadarse comiendo es contraproducente. Ahora que aburrir... ya lo creo que son aburridas estas cosas, y que acaba uno aburriéndose de cosas que, en dosis y menús normales, siempre le han parecido exquisitas.
© EFE