El caso ha vuelto a poner de actualidad una resistencia anticientífica a la vacunación muy poco extendida en España pero más habitual de lo que parece en otros países. A lomos de creencias esotéricas sobre el efecto de la vacuna en el organismo humano, buenas dosis de ignorancia y algo de superchería anticapitalista (las farmacéuticas son el coco), ciertos círculos siguen proponiendo la eliminación de la vacunación forzosa en los calendarios occidentales.
No es nada nuevo. Nos viene a la memoria el estrambótico personaje de Jardiel Poncela en ¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?, el pintor Luisito Campsa, autor de un imaginario cuadro de que tituló Campesinos búlgaros huyendo de la vacuna. El título sarcástico recuerda un tiempo no tan lejano en el que la vacunación se consideraba poco menos que una práctica demoníaca de inducción a la enfermedad.
La incomprensión ha perseguido a las vacunas desde sus orígenes, cuando el británico Edward Jenner decidió inocular, la mañana del 14 de mayo de 1796, la primera vacuna contra la viruela a James Phipps, un niño de ocho años condenado a morir por aquel mal. Jenner había extraído el agente inoculado de una pústula vacuna, producida por la viruela de las vacas, en la mano de una lechera que se había contagiado mientras ordeñaba. A los pocos meses, James Phipps volvió a ser inyectado, esta vez con secreciones de un ser humano enfermo de viruela, con lo que quedó completamente inmunizado contra el mal.
Desde la perspectiva actual, acostumbrados como estamos a llevar a nuestros hijos al médico para que les suministre todo tipo de vacunas con facilidad, es difícil bucear en la mente de aquel médico osado y visionario que fue capaz de infectar a un crío de ocho años con la misma secreción de la enfermedad más temida. Una idea muy clara del estado en el que se encontraba la medicina en aquel momento histórico la da un dato sorprendente: aunque en la década de los 30 del siglo XVIII ya se practicaban intervenciones tan duras como la extracción de cálculos renales o las traqueotomías, el valor de la toma de la temperatura corporal como herramienta de diagnóstico no se generalizó hasta 1815, y el estetoscopio no fue un utensilio común hasta después de 1816. Aún así, Jenner ya solía acompañar sus informes médicos con referencias a la importancia de los cambios de temperatura en los animales, y poseía con orgullo un termómetro que le había regalado su amigo John Hunter.
En sus años de médico rural, Jenner había oído hablar de la viruela a los vaqueros y las lecheras con cierta displicencia. Corría la creencia popular de que el contacto con las vacas, portadoras de una variante del mal, acostumbraba al cuerpo, con lo que se evitaba caer enfermo. "Yo no me puedo contagiar –decían muchos habitantes locales– porque ya estoy vacunado". Y de esa pieza de sabiduría popular obtuvo Jenner la inspiración y la valentía para realizar su primer experimento sobre la piel del niño James Phipps.
Es evidente que, en el tiempo en el que Jenner realizó sus avances, la popularidad de los médicos no era exactamente la misma que tienen ahora. El doctor era quien salvaba vidas, pero también el responsable de las muertes. Un científico dedicado a la salud vivía siempre entre la gloria del acierto y el oprobio del error, que en muchas ocasiones costaba un par de vidas: la del paciente y la del propio médico...
El hallazgo de Jenner trajo consigo críticas descomunales. Comenzaron a circular panfletos que incluían viñetas con niños a los que les había crecido una cabeza de vaca, y desde muchos púlpitos se gritaba la idea de que la vacunación era una idea anticristiana.
La implantación de las primeras vacunas en la Europa continental corrió similar suerte. Sólo a base de continuadas campañas de propaganda las autoridades médicas lograron convencer a las capas menos favorecidas de la sociedad de las bondades de la vacunación. En nuestro país, el pintor Santiago Rusiñol participó en algunas de ellas, dibujando carteles y panfletos contra la tuberculosis.
El conocimiento del sistema inmunitario humano es una de las mayores aportaciones de la ciencia médica al bienestar. Sabemos que nacemos vacunados contra nuestras madres. Si la naturaleza no practicara un prodigioso juego de activaciones y desactivaciones del sistema inmunológico, de idas y venidas espontáneas en nuestra capacidad de reaccionar ante agentes patógenos externos, nuestras madres nos matarían sin quererlo antes de dar a luz. O, al contrario, seríamos nosotros los que las iríamos matando poco a poco, mientras crecemos dentro de su vientre amantísimo.
Son cosas de nuestro sistema inmunológico, de esa formidable herramienta con la que contamos los seres vivos para protegernos de los agentes extraños, de los cuerpos de uno u otro tamaño, de una u otra capacidad infecciosa que penetran constantemente en nuestro organismo. Y un ser vivo del tamaño de un guisante que termina creciendo hasta convertirse en un bebé de tres kilos, no cabe duda, es un cuerpo extraño al que la madre, durante nueve meses, debe saber adaptarse.
Los conflictos entre los sistemas inmunológicos del feto y la madre pueden dar lugar a la muerte del primero, a partos prematuros o a complicaciones graves en la salud de la segunda. Pero he aquí que la naturaleza ha diseñado un inteligente mecanismo corrector para evitar, en la mayoría de los casos, tales dramas. La respuesta inmune del no nacido permanece dormida durante su desarrollo embrionario y fetal, a la espera de una señal de activación que producirá toda la catarata de reacciones necesaria para que pueda afrontar la rudeza del ambiente extraplacentario. Según se cree, en realidad la capacidad de respuesta inmune del pequeño se encuentra bien desarrollada al nacer, pero se la sitúa en una especie de stand-by voluntario durante los últimos nueve meses. Esa es la razón por lo que los recién nacidos no pueden ser vacunados. Los niños deben esperar a que pasen sus primeros meses de vida, y luego someterse a varias dosis de vacunación, escalonadas para despertar su perezoso sistema de respuesta. Una vacuna inoculada a los pocos días del parto no produciría ninguna reacción positiva en el bebé, ya que éste es incapaz de tejer la red de acciones suficientemente consistente para combatir el azote de bacterias y virus. Por ello, en las primeras semanas de vida las crías de cualquier especie de mamífero, por supuesto también las humanas, son especialmente vulnerables. Sobre todo en lo países más pobres, donde las condiciones de atención sanitaria son prácticamente inexistentes después del parto.
La ciencia médica moderna observa este momento de indefinición inmune del cuerpo humano con una especial fascinación. En parte, es la última frontera de la inmunología. O la primera. La terra incognita, el papel en blanco, el lienzo vacío en el que la naturaleza comienza a emborronar sus primeros trazos protectores y en el que el ser humano daría lo que fuera por poder actuar. No por un simple afán manipulador, no por la comprensible pulsión del espíritu emprendedor que lleva a los científicos a perder el sueño cuando se enfrentan a este tipo de retos. O, al menos, no sólo por eso. Sino porque sabemos que cualquier intervención preventiva en esos primeros días de desarrollo podría tener increíbles efectos sobre la salud del futuro adulto. Una sola inyección en el momento adecuado defendería al bebé de multitud de infecciones peligrosas y, en ocasiones, mortales.
Por eso, el gran reto de la investigación es lograr fármacos inmunizadores que actúen en los primeros estadios del desarrollo del bebé, que puedan administrarse en dosis ínfimas y tengan un efecto indeleble de por vida. Hacia ahí se dirigen los pasos de la ciencia, siempre que los comportamientos desinformados de unos pocos no lo impidan.