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PANORÁMICAS

Mi nombre (no) es Bourne, Jason Bourne

Tenemos en cartel dos cintas caracterizadas por la acción masiva, La jungla 4.0 y El ultimátum de Bourne. Los elementos que intervienen en la composición de ambas son similares: un heroico agente de la ley enfrentado a una gran conspiración, persecuciones, explosiones, implosiones... y la sombra de la muerte, que envuelve a nuestros héroes y contamina al resto. Se diferencian en el distinto talante de sus protagonistas, irónico el del impertinente burlón interpretado por un Bruce Willis cada vez más encantando de conocerse, hierático el del contundente Matt Damon, al que estamos encantados de tenerlo actuando a todo ritmo.

Tenemos en cartel dos cintas caracterizadas por la acción masiva, La jungla 4.0 y El ultimátum de Bourne. Los elementos que intervienen en la composición de ambas son similares: un heroico agente de la ley enfrentado a una gran conspiración, persecuciones, explosiones, implosiones... y la sombra de la muerte, que envuelve a nuestros héroes y contamina al resto. Se diferencian en el distinto talante de sus protagonistas, irónico el del impertinente burlón interpretado por un Bruce Willis cada vez más encantando de conocerse, hierático el del contundente Matt Damon, al que estamos encantados de tenerlo actuando a todo ritmo.
Aquí pasa como con la fórmula de la Coca Cola: no basta con conocer los elementos para sintetizar un producto atractivo; es esencial tener la clave, el toque que hace que una combinación tenga más o menos magia. Y mientras que La jungla 4.0 no pasa de ser una cola de supermercado de barrio, que no defraudará pero tampoco extasiará a los fans del sudoroso John McTiernan, El ultimátum de Bourne es una pequeña maravilla del cine de acción, el más burbujeante refresco mezclado –no agitado– con el ron más sabroso.
 
"¿Quién soy yo?": he aquí lo que lleva tatuado en el alma Jason Bourne, el espía que surgió de una amnesia con graves problemas de identidad. Es difícil decidir hacia dónde ir si no se sabe cuál es el origen, y Bourne, que por no saber no sabe ni su verdadero nombre, se lanza a través de la saga (de la que El ultimátum es la tercera entrega) en busca del tiempo y, sobre todo, la memoria perdidos. Philip K. Dick fue el escritor que mejor jugueteó con estas posibilidades de la pérdida de la identidad en relación a la memoria del pasado, como en Paycheck, Blade Runner y Total Recall, o del... ¡futuro!, como en Minority Report. La saga de Bourne es la versión de un James Bond austero y calvinista escrita por el paranoico de Dick.
 
Y nada estimula más la paranoia que los servicios secretos estadounidenses. El ultimátum de Bourne, adaptación de un thriller de Robert Ludlum, consiste en un jaque mate que el agente secreto de instintos paradójicamente asesinos a la vez que nobles plantea a la CIA, la organización que lo creó y ahora pretende destruirlo. Durante dos horas, que transcurren con la intensidad y la agitación de un torrente, la cámara de Paul Greengrass se mueve nerviosamente, pero sin perder la fijeza y el equilibrio, a través de estaciones de tren, aeropuertos, París, Madrid, hoteles de lujo y pensiones de mala muerte, Tánger, todoterrenos, vespas, Nueva York. No hay mejor metáfora de la ubicuidad del fenómeno de la globalización que el culo inquieto de Bourne saltando de ciudad en ciudad, de continente a continente como quien toma el metro, absolutamente políglota, adaptado a cualquier cultura como si estuviera diseñado por Zara además de por la CIA.
 
Greengrass, a quien ya vitoreamos en Vuelo 93, ha trazado el perfil de Bourne como un anti Bond que a su vez supone el mejor homenaje a la tipología del cine de acción que representa el célebre agente británico. Si éste es frívolo, áquel es grave; si el inglés es promiscuo hasta la adicción, el yanqui es monógamo hasta el sacrificio; si 007 tiene licencia para matar, el agente de los 100 pasaportes también... Damon combina el aire de samurái del agente Bauer en 24 con la potencia atlética de Tom Cruise en sus misiones imposibles.
 
El director británico, por otra parte, aunque abducido completamente y sin complejos por las recetas del género de aventura, no puede –ni quiere, ni tiene por qué– abandonar los parámetros del cine político, con el que se inició en Gran Bretaña con la brillante Bloody Sunday, bajo el patronazgo artístico de los mentores británicos de su estilo documental, Alan Clarke y Adam Curtis. Por ello, la coartada política adquiere ahora más relevancia: la denuncia de la corrupción moral asociada al poder absoluto y secreto. Una moraleja indicada de forma muy matizada pero por ello aún más efectiva.
 
Porque de lo que se trata no es tanto de pasear el cliché del antiamericanismo banal como de establecer una distinción dentro de las cañerías del poder, del poder sucio, entre lo que es asumible y lo que no. Es decir, la vieja pero no por ello menos contemporánea discusión sobre los límites y los peligros del poder sin restricciones.
 
El hilo argumental de corte político es lo que dota de cierta densidad conceptual e hilazón temática a lo que de otra manera sería una ristra de fuegos de artificio, dicho sin ánimo ofensivo, una sucesión de apabullantes y definitivas secuencias de persecuciones: insuperable coreografía de tigres contra leones en la estación londinense de Waterloo; peleas de videojuego, casi duelen en carne propia los puñetazos y patadas con que se enrocan un agente marroquí y Bourne en Tánger, rodadas con la brutalidad silenciosa de los sonidos de los golpes sin música alguna de acompañamiento.
 
Es por ello que liberales y socialdemócratas la han saludado con tanto entusiasmo, así como los paranoicos de las conjuras estatales. Aunque también ha sido por ello motivo de burla: Cosmo Landesman, en The Sunday Times, ha etiquetado a Bourne como un John Rambo para izquierdistas que aplauden en el cool y casual Matt Damon el mismo discurso e idéntica violencia que rechazaban en el hombre que no sentía las piernas (incluso hay en la película un guiño al periódico de la izquierda inglesa, The Guardian, según los guionistas el favorito de los agentes de la CIA, en otro distanciamiento anti Bond: 007 seguro que lee el conservador The Times).
 
Lo cierto es que, a pesar de ciertas partes blandas moralistas en el desenlace (¿qué tiene que ver el extraordinario muchacho que sólo mata por necesidad y costumbre con el frío asesino en serie de los orígenes? El golpe en la cabeza que le provocó la amnesia también tuvo que provocar un cambio de personalidad digno de estudio por Antonio Dalmasio o Oliver Sacks), El ultimátum de Bourne es una de las mejores películas de acción de los últimos años. En ella un plantel extraordinario de actores aguanta impertérrito las agresiones constantes de los frenéticos primeros planos de Greengrass, comenzando con un David Strathairn en los antípodas morales de su personaje en Buenas noches, y buena suerte, pero incapaz de perder un ápice de su elegancia, pasando por los siempre efectivos Joan Allen, Julia Stiles y Scott Glenn, y terminando con el cameo de Albert Finney, que sabe dar a su personaje, tipo Dr. Strangelove, una presencia física cansina determinante.
 
Y aunque Damon ha coqueteado con la idea de finiquitar al personaje, parece imposible que la máquina cinematográfica abandone un carácter tan bien definido. Aunque sea con otros actores. ¿Ben Affleck, quizás?
 
 
EL ULTIMÁTUM DE BOURNE (EEUU, 111 min). Dirección: Paul Greengrass. Intérpretes: Matt Damon, Joan Allen, Julia Stiles, David Strathairn, Albert Finney. Guión: Tony Gilroy, Scott Burns, George Nolfi. Fotografía: John Powell. Calificación: Apabullante (8/10).
 
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