En España, a diferencia de lo que ocurría en Francia, no era habitual que los restaurantes ofreciesen menús cerrados a un precio fijo. En cuanto uno pasaba los Pirineos se encontraba con que en los grandes restaurantes había, además de la carta, dos o tres menús completos, diseñados por el cocinero y a precio cerrado.
Noten que digo "además de la carta". O sea, que el comensal podía diseñarse él mismo su comida –lo habitual– o dejarse llevar a esos menús cerrados. Más o menos, lo que viene sucediendo ahora mismo aquí con los "menús-degustación".
He de decir que a mí la fórmula de menú-degustación me parece magnífica. Prefiero probar muchos "pocos" que atiborrarme con un par de "muchos"; me hago una idea más completa de cómo es la cocina del restaurante, y me divierte ir cambiando sin necesidad de hartarme con un solo plato contundente.
Pero el menú-degustación tiene mala prensa. Injustamente, desde luego. Hay muchos ciudadanos que están acostumbrados a ver sus platos rebosantes, llenos; las parcas raciones que componen un menú-degustación les parecen exiguas... y suelen decir que se levantan de la mesa con hambre. No es así, pero lo dicen; entre otras cosas, porque es ya un lugar común.
En un menú-degustación normal uno come, más o menos, el doble de lo que hubiera comido en su casa con dos platos y postre. Pero el efecto psicológico es importante: los platos no están llenos, luego he comido poco, así que me levanto con hambre. No digo que no pueda haber un caso aislado de racanería en el que, en efecto, uno tenga hambre al terminar de comer; pero se cuentan con los dedos de las manos.
Me gustan, pues, los menús-degustación... sobre todo si me dan la posibilidad de modificarlos –puede haber en el menú diseñado por el chef algo que no me guste o que, sencillamente, me sienta como un tiro– o, incluso, elaborarlos yo mismo a base de medias raciones. Pero a veces son experiencias agobiantes, agotadoras. Y siempre hay un problema básico: qué se bebe.
Porque, claro, el sumiller, si es de la nueva hornada, tenderá a recomendarle varios vinos, mínimo dos. Y no todo el mundo está dispuesto a afrontar el gasto que hoy significa abrir más de una botella. Lo perfecto sería dar con un vino que se llevase bien con todo el menú; pero es muy difícil. Y cambiar varias veces de vino es, además de caro, complicado.
Pero es un problema, digamos, menor. El problema auténtico es que parece que la tendencia próxima de la cocina pública va hacia el menú único. Me explico: se trata de que en los restaurantes no se ofrezca más que un menú-degustación. Fuera la carta: el cliente no tiene más opción que elegir el vino.
Para el restaurador, perfecto: evita riesgos, porque no tiene que comprar género para responder de una carta amplia, en la que pueden fallar algunos platos, con el consiguiente quebranto económico. No. Con este sistema, el cocinero calcula cuántos menús dará cada día y compra el género justo. Los riesgos se recortan muchísimo.
Es como las bodas, o los banquetes: riesgo cero, porque el cocinero sabe exactamente cuántas personas va a haber y, por tanto, cuántas raciones va a servir. Compra exactamente eso, y lo vende todo. Es una de las razones por las que jamás he entendido que el precio del cubierto, en una boda, sea más alto que el de una comida a la carta en los mejores restaurantes españoles.
Bien, el cocinero evita riesgos... que ha de asumir el comensal. Puede ser, como apuntaba más arriba, que al cliente no le gusten las espinacas y uno de los platos las tenga como protagonistas. O que no pueda comer ostras, y resulta que el primer plato consiste en una ostra más o menos historiada. Si no hay más que una opción, no es difícil que alguien resulte incompatible con alguno de los platos.
Adriá, en El Bulli, sirve un menú que consta de una treintena de tapas; iba a decir "platos", pero no. Una vez, cuando no ponía tantos, explicó que lo hacía, entre otras cosas, porque sería muy raro que de doce o catorce platos –entonces, sí– no le gustasen cinco o seis al cliente.
Pero, claro, si cerramos un menú de, pongamos, dos aperitivos, tres platos y dos postres y a algún comensal no le gustan dos platos, la experiencia será una catástrofe. Y, al final, lo que nos gusta de un cocinero es que sepa hacer cosas que nos gustan, no cosas que sólo le gustan a él.