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MEMORIAS ERRÁTICAS

Médicos, diplomáticos y un millón

El hospital francés de Niamey era un lugar fresco, limpio y organizado, pero la dolencia de Jan no mejoraba por ello. Pasaban los días y la fiebre seguía consumiéndolo. Según los médicos, padecía un tipo de malaria raro que sólo presentaba una ventaja: si salías de ella, no volvía a repetirse. ¿Y si no salías? Desde mi puesto de acompañante, en aquella habitación sumida en una penumbra verdosa, veía que el enfermo se debilitaba y no daba signos de recuperarse. La medicación  le permitía disfrutar de  pocas horas de alivio. Y fue en uno de aquellos momentos de lucidez cuando se le ocurrió que debíamos tomar contacto con la embajada alemana.

El hospital francés de Niamey era un lugar fresco, limpio y organizado, pero la dolencia de Jan no mejoraba por ello. Pasaban los días y la fiebre seguía consumiéndolo. Según los médicos, padecía un tipo de malaria raro que sólo presentaba una ventaja: si salías de ella, no volvía a repetirse. ¿Y si no salías? Desde mi puesto de acompañante, en aquella habitación sumida en una penumbra verdosa, veía que el enfermo se debilitaba y no daba signos de recuperarse. La medicación  le permitía disfrutar de  pocas horas de alivio. Y fue en uno de aquellos momentos de lucidez cuando se le ocurrió que debíamos tomar contacto con la embajada alemana.
Tuareg
Averigüé donde estaba y allí fui un buen día. Para mi sorpresa, el funcionario que me atendió se dispuso a tomar cartas en el asunto enseguida. No estaba acostumbrada a esa celeridad en las legaciones diplomáticas. Mi corta experiencia con las españolas me había predispuesto al escepticismo. Pero aquel hombre, que tenía aspecto más latino que  germánico, se comportó acorde con la eficacia y seriedad que se espera de los  alemanes.
 
Dos fueron sus decisiones. Una, enviar a un médico a visitar a Jan y otra, ayudarnos a vender los coches. Por él supe que acababan de modificarse las normas que regían ese comercio en Níger. Ahora obligaban a disponer de un permiso especial, que dispensaba una autoridad ministerial. Consciente de que esa operación iba a ser complicada en un país como aquel, se ofreció a conseguir el papelito y más aún, a enviarnos a personas que desearan comprar.
 
La llegada de una médico alemana al hospital causó revuelo. Era una intromisión o podía tomarse como tal, y ella hizo uso de las buenas maneras, pero también de la firmeza, para ver al enfermo y recibir información  del tratamiento. Y ahí puso el grito en el cielo. No le estaban dando la medicación adecuada. La que le suministraban, dijo,  no servía para nada.
 
El médico francés y ella discutieron acaloradamente. La alemana se impuso. Tenían que suspender el tratamiento y darle otro medicamento, que era el eficaz para cortar aquel tipo de malaria. Antes de irse, me conminó a vigilar que siguieran sus indicaciones. No explicó con claridad a qué se debían su enfado y su desconfianza, pero barrunté que tal vez los del hospital habían optado por tratar a Jan por la vía lenta para que permaneciera más tiempo ingresado y presentar así una cuenta abultada al seguro. Quién sabe.
 
El  nuevo tratamiento fue mano de santo. La fiebre remitió y Jan, aunque debilitado, pudo  empezar a moverse. También el asunto de los coches se movió. El diplomático consiguió los permisos y con ellos en el bolsillo, regresé al Rivoli, a falta de otra cosa. Y allí estaba de nuevo Issufu, el desaparecido. Al verme se deshizo en excusas y volvió a hablar del famoso cliente. Yo ya no me lo creía.
 
Nuestros visados estaban a punto de expirar. Los laberintos burocráticos y la corrupción parecían obstáculos si no insalvables, complejos. La embajada alemana se ofreció a hacer los trámites para la prolongación del de Jan, pero yo no tenía protectores a los que acogerme. Le había escrito a un viejo amigo del periódico contándole la situación y él había dado con la existencia de un cónsul honorario de España. Más por curiosidad que por otra cosa, fui a verle. Era un empresario maderero y un hombre afable, pero a las puertas de su negocio  me dijo que él poco o nada podía hacer por mí. Lo esperado.
 
Menos previsible era que el cliente de Issufu fuera de carne y hueso. Pues resultó que sí. Un día apareció. Era un hombre elegante, con un punto gangsteril. Puede que comprara  coches a los extranjeros para revenderlos después. Vio los dos 504, el blanco y el azul, los toqueteó aquí y allá, comprobó la suspensión y se comportó, en fin, como un experto en automóviles. Pero no lo era. Se decidió por el azul, que tenía un amortiguador kaputt, dejándose llevar por la apariencia del cacharro. Dado el apremio, hubo de rebajarse algo el precio.
 
Jan pudo salir del hospital y a falta de otro lugar más habitable, volvimos al camping. El de la embajada nos dio un día el teléfono de un posible comprador. Vivía en una barriada de las afueras de la ciudad, en una casa modesta. Era un tipo joven y agradable, que se dedicaba a la información deportiva en la televisión estatal. Probó el coche y le gustó. No discutió el precio y nos puso en la mano el millón de cefas que sacó apelotonado de una bolsa de plástico. No era, al cambio, una gran cantidad de dinero. Poco más o menos, lo que nos había costado el coche en Berlín. Pero en el suelo de la tienda de campaña desplegamos los billetes para ver qué aspecto tenía un millón. Era la primera vez que manejábamos tal cantidad de dinero.
 
Con aquel colchón financiero decidimos mudarnos a un hotel.  Caímos en uno que estaba a orillas del Níger y ofrecía bungalows en alquiler. Jan se dedicaba a descansar y yo frecuentaba el bar, donde servían cócteles con nombres como Uranium, Fil de Fer o Planteur, de explosiva composición todos ellos. En el país habían descubierto minas de uranio y el hotel, además de esos cócteles, contaba con huéspedes que eran empleados de empresas extranjeras dedicadas a la extracción. Había dificultades, según me contaron, por encontrarse las minas en una zona en disputa con el Chad, que estimulaba, por lo visto, la rebelión de los tuareg contra el gobierno de Níger.
 
Era agosto. Llevábamos dos meses en Niamey. Jan no acababa de recuperarse del todo. Yo quería perder de vista aquella África en la nos habíamos atascado. La otra África, la que imaginamos en Berlín, tal vez existía, pero no se nos había aparecido. Ya no teníamos la fuerza y las ganas para continuar en su busca. Todo el viaje había sido una lucha contra los elementos. Nos habíamos empeñado en hacerlo y la Fortuna no había soplado a nuestro favor. Aunque en cierto modo sí. Estábamos enteros y teníamos dinero para comprar un par de billetes de vuelta.
 
Pero la carretera hacia Ouagadougou y  Bamako,  los caminos que llevaban a Lomé, Accra y Cotonou, los  íbamos a dejar sin transitar. Nos despedimos en silencio de nuestro gran  viaje. Y nos fuimos despidiendo de nuestros conocidos de Niamey. Llevando como souvenirs sólo dos amuletos tuareg que nos había hecho el padre del mecánico de la plaza del Árbol de la Libertad, subimos un día a un avión con destino a Frankfurt. Era una vuelta a casa con la cabeza gacha. Eso sí, habíamos atravesado el Sáhara en dos coches por los que nadie en Europa hubiera dado un duro, y con la ayuda de unos y otros, volvíamos de aquella aventura si no totalmente sanos, al menos,  salvos.  Todavía era pronto para  pensar en la siguiente.
 
 
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