La sandía es el fruto de una planta de la familia de las cucurbitáceas. Parece que es originaria de África Central, y sabemos que ya los egipcios la consumían. En los países mediterráneos es una fruta muy apreciada en verano, debido a su gran contenido en agua, cerca del 95%, y su sabor dulce. Lo normal fue siempre tomarla tal cual, como postre; pero se pueden hacer algunas cosas más con ella.
Hablamos de su color rojo vivo, pero también hay sandías con carne de vivo color amarillo. Redondas, en general, o amelonadas, hoy se cultivan variedades sin pepitas, cosa que deberían intentar los productores de chirimoyas, y los japoneses –¿quiénes si no?– incluso han llegado a conseguir sandías cuadradas, que harán imposible la clásica escena cinematográfica de un montón de sandías rodando calle abajo al caerse del puesto en que estaban apiladas.
Bien, volvamos a las posibilidades culinarias. Hace unos días, en La Terraza del Casino (Madrid), Paco Roncero nos sorprendió al ponernos delante una pizarra sobre la que había dispuesto unos cuantos tacos rectangulares de algo que, a distancia, tomamos por atún, por ventresca –toro para los japoneses– de atún rojo. No era tal. Eran... tacos de sandía, que antes de ser cortados habían sido macerados doce horas, en bolsa de vacío, en salsa de soja. Aquí y allá, unas perlas de wasabi –ya saben, esa cosa verde que sirven los nipones con el sushi y el sashimi y que pica lo suyo– decoraban el fondo rojo. El sabor, delicioso y –lógico, siendo sandía– refrescante.
No es tampoco inusual usar tacos de sandía, ligeramente macerados en vinagre, como parte de la guarnición de ciertas carnes: al cerdo asado le van perfectamente. También se usa sandía en algunas brochetas, no necesariamente como postre. Pero quizá sea el gazpacho de sandía la máxima expresión de la cocina de esta fruta, a la que sus detractores le achacan cierta insulsez, cierta sosería.
El gran Juan Mari Arzak ofrece, en uno de sus libros, una magnífica receta de gazpacho de sandía. Se la cuento: lo primero que hace es poner tres tomates rojos y hermosos en el horno, con medio diente de ajo picado, unas hojas de albahaca también picadas y una cucharada de aceite virgen. Horno a 100 grados, hora y tres cuartos. Pasado ese tiempo se sacan, se pelan y se trocean.
Se pone la pulpa de los tomates en un bol, y la receta de Juan Mari añade medio calabacín y medio pepino picados, junto con dos cucharadas de vinagre de Jerez, cuatro de aceite, una de mostaza y dos cucharaditas de azúcar. Añade a todo ello 350 gramos de sandía, despepitada y picada. Cubre todo con agua fría y deja reposar, al frío, diez minutos. Luego tritura todo, lo cuela, lo sala, rectifica el agua si es necesario, y lo sirve con daditos de pan untados con ajo y secos en el horno. Decora con unas gambas maceradas y fritas, que no hacen aquí al caso.
Bien, lo de secar los tomates en el horno es, más que nada, para eliminar la mayor parte del agua de vegetación; tengan en cuenta que la sandía, como hemos indicado, es una fruta muy acuosa, cosa que hay que tener muy en cuenta a la hora de añadir o no agua al gazpacho. Evidentemente, pueden prescindir de ese paso y trabajar con los tomates tal como están, así como pueden prescindir –yo lo haría– del calabacín y, si no son partidarios, del pepino. También, si quieren, del azúcar, y hasta de la mostaza: ustedes utilicen esta receta como referencia, y luego elaboren su propia versión, que es lo que hay que hacer con todas las recetas. El gran restaurador recientemente fallecido Jesús María Oyarbide decía siempre que una receta es como una partitura, a la que cada director da su toque personal. Así debería ser.
También con la sandía, ese fruto tan entrañable de nuestros veranos, espectacular por fuera y por dentro, delicioso, refrescante y agradable incluso en su más que presunta insipidez. Una sandía, por dulce que pueda salirnos, nunca nos va a resultar empalagosa; la única sandía empalagosa que yo conozco es... el soneto que a esta fruta dedicó el poeta malagueño Salvador Rueda, seguidor de Rubén Darío:
Hablamos de su color rojo vivo, pero también hay sandías con carne de vivo color amarillo. Redondas, en general, o amelonadas, hoy se cultivan variedades sin pepitas, cosa que deberían intentar los productores de chirimoyas, y los japoneses –¿quiénes si no?– incluso han llegado a conseguir sandías cuadradas, que harán imposible la clásica escena cinematográfica de un montón de sandías rodando calle abajo al caerse del puesto en que estaban apiladas.
Bien, volvamos a las posibilidades culinarias. Hace unos días, en La Terraza del Casino (Madrid), Paco Roncero nos sorprendió al ponernos delante una pizarra sobre la que había dispuesto unos cuantos tacos rectangulares de algo que, a distancia, tomamos por atún, por ventresca –toro para los japoneses– de atún rojo. No era tal. Eran... tacos de sandía, que antes de ser cortados habían sido macerados doce horas, en bolsa de vacío, en salsa de soja. Aquí y allá, unas perlas de wasabi –ya saben, esa cosa verde que sirven los nipones con el sushi y el sashimi y que pica lo suyo– decoraban el fondo rojo. El sabor, delicioso y –lógico, siendo sandía– refrescante.
No es tampoco inusual usar tacos de sandía, ligeramente macerados en vinagre, como parte de la guarnición de ciertas carnes: al cerdo asado le van perfectamente. También se usa sandía en algunas brochetas, no necesariamente como postre. Pero quizá sea el gazpacho de sandía la máxima expresión de la cocina de esta fruta, a la que sus detractores le achacan cierta insulsez, cierta sosería.
El gran Juan Mari Arzak ofrece, en uno de sus libros, una magnífica receta de gazpacho de sandía. Se la cuento: lo primero que hace es poner tres tomates rojos y hermosos en el horno, con medio diente de ajo picado, unas hojas de albahaca también picadas y una cucharada de aceite virgen. Horno a 100 grados, hora y tres cuartos. Pasado ese tiempo se sacan, se pelan y se trocean.
Se pone la pulpa de los tomates en un bol, y la receta de Juan Mari añade medio calabacín y medio pepino picados, junto con dos cucharadas de vinagre de Jerez, cuatro de aceite, una de mostaza y dos cucharaditas de azúcar. Añade a todo ello 350 gramos de sandía, despepitada y picada. Cubre todo con agua fría y deja reposar, al frío, diez minutos. Luego tritura todo, lo cuela, lo sala, rectifica el agua si es necesario, y lo sirve con daditos de pan untados con ajo y secos en el horno. Decora con unas gambas maceradas y fritas, que no hacen aquí al caso.
Bien, lo de secar los tomates en el horno es, más que nada, para eliminar la mayor parte del agua de vegetación; tengan en cuenta que la sandía, como hemos indicado, es una fruta muy acuosa, cosa que hay que tener muy en cuenta a la hora de añadir o no agua al gazpacho. Evidentemente, pueden prescindir de ese paso y trabajar con los tomates tal como están, así como pueden prescindir –yo lo haría– del calabacín y, si no son partidarios, del pepino. También, si quieren, del azúcar, y hasta de la mostaza: ustedes utilicen esta receta como referencia, y luego elaboren su propia versión, que es lo que hay que hacer con todas las recetas. El gran restaurador recientemente fallecido Jesús María Oyarbide decía siempre que una receta es como una partitura, a la que cada director da su toque personal. Así debería ser.
También con la sandía, ese fruto tan entrañable de nuestros veranos, espectacular por fuera y por dentro, delicioso, refrescante y agradable incluso en su más que presunta insipidez. Una sandía, por dulce que pueda salirnos, nunca nos va a resultar empalagosa; la única sandía empalagosa que yo conozco es... el soneto que a esta fruta dedicó el poeta malagueño Salvador Rueda, seguidor de Rubén Darío:
Cual si de pronto se entreabriera el díadespidiendo una intensa llamaradapor el acero fúlgido rasgadamostró su carne roja la sandía.
Mejor lo dejamos ahí.
© EFE