Martín Berasategui es una de esas personas. Ha recibido ese don, en este caso aplicado a algo tan gratificante como la cocina. Pero ha sabido ir más allá o, si lo prefieren, no se ha conformado con estar especialmente dotado para la cocina, sino que ha perseverado, dándose cuenta de que, aun siendo un privilegio especial, esa especie de ciencia infusa vale de poco si no se acompaña de una cosa tan prosaica, en principio, como el trabajo constante.
A Martín Berasategui la inspiración le llega, como quería Cela, cuando está trabajando, no cuando está pensando en las musarañas, que es una actividad sin duda muy placentera pero poco práctica. De su capacidad de trabajo sé desde hace años, desde los tiempos en que instaló un camastro bajo las escaleras de su viejo restaurante de la Parte Vieja donostiarra en el que descabezar un breve sueño tras pasar horas buscando culminar un plato que había imaginado, dándole vueltas en la mente, en el papel y en los fogones. Platos –yo tuve el privilegio de disfrutar de alguno de ellos– perfectos, inolvidables.
Por otra parte, siempre quiso ser lo que ha llegado a ser, es decir, uno de los mejores cocineros del planeta. En las primeras ediciones de aquellos memorables y únicos eventos que fueron los Certámenes de Alta Cocina de Vitoria, Martín estaba allí, en la cocina, al lado de los grandísimos maestros que cocinaban. Ejercía, decía, de pinche. La verdad es que, además de ayudar, se fijaba en todo, lo anotaba en su memoria, y pensaba siempre que él también podía cocinar así, si no mejor, que él también podía estar allí como maestro. Y, en poco tiempo, lo consiguió. Triunfó.
Podríamos decir de él que es un genio de la cocina... si no fuera porque se ha abusado tanto del término que ya apenas dice nada, y porque lo suyo es la genialidad ejercida en el día a día. Martín añade a una sensibilidad fuera de serie algo tan raro en estos tiempos, al menos en la cocina, como la sensatez. La combinación es perfecta.
Goza de un paladar privilegiado, y conoce a la perfección las posibilidades, los sabores, de cada producto. Y los lleva al límite. Pero esa sensatez hace que también sepa dónde está ese límite, cuál es la frontera que separa lo placentero de lo desagradable, la satisfacción del hastío. Y llega ahí. Otros se quedan cortos, otros se pasan. Él no: llega hasta donde sabe que se puede llegar.
Será mejor explicarse con ejemplos, todos ellos sacados de la cena disfrutada en su restaurante de Lasarte hace pocos días. Platos con ingredientes de tanto poder sápido como la anguila ahumada, el pepino, el hinojo, el apio o los erizos de mar se convierten en manos de Martín en propuestas sabrosísimas pero equilibradas, perfectamente armónicas, enormemente placenteras.
Así su imitadísimo, pero inimitable, milhojas caramelizado de anguila ahumada, foie-gras, cebolleta y manzana verde; o su novedoso e impactante pepino yodado con centolla, ensalada cruda de hierbas y helado de apio, un prodigio de sensibilidad, una altura con la que jamás pudo soñar un simple pepino.
Su hinojo licuado y en sorbete con 'caviar' de tomate y camarones es una creación en la que el siempre prepotente hinojo se ve domado y obligado a dar lo mejor de sí mismo, pero sin estridencias fuera de lugar. Como los erizos de mar que integran el 'tembloroso', acompañados de berros y un impresionante caldo ahumado hecho con pieles de bonito, sencillamente impresionantes.
Qué decir de su ensalada tibia de 'tuétanos' de verduras con marisco, crema de lechuga de caserío y jugo yodado... Pues que es, sin asomo de duda, la mejor ensalada que uno ha comido en la que ya va siendo larga trayectoria gastronómica, además de ser la más bonita que le han puesto delante. Cómo describir ese caldo de chipirón adornado con crujientes del mismo molusco, que alberga unos raviolis que encierran la tinta del propio calamar, que estalla en la boca del comensal llenándola de sensaciones marinas...
Sensibilidad, sensatez, investigación constante... Martín, ya digo, conoce los límites del paladar humano. Lo que, a estas alturas, no creo que nadie sea capaz de intuir son los límites de la cocina de Martín Berasategui... suponiendo que los tenga, que, visto lo visto, me parece mucho suponer: no hay límite para quienes han sido elegidos para la gloria.
A Martín Berasategui la inspiración le llega, como quería Cela, cuando está trabajando, no cuando está pensando en las musarañas, que es una actividad sin duda muy placentera pero poco práctica. De su capacidad de trabajo sé desde hace años, desde los tiempos en que instaló un camastro bajo las escaleras de su viejo restaurante de la Parte Vieja donostiarra en el que descabezar un breve sueño tras pasar horas buscando culminar un plato que había imaginado, dándole vueltas en la mente, en el papel y en los fogones. Platos –yo tuve el privilegio de disfrutar de alguno de ellos– perfectos, inolvidables.
Por otra parte, siempre quiso ser lo que ha llegado a ser, es decir, uno de los mejores cocineros del planeta. En las primeras ediciones de aquellos memorables y únicos eventos que fueron los Certámenes de Alta Cocina de Vitoria, Martín estaba allí, en la cocina, al lado de los grandísimos maestros que cocinaban. Ejercía, decía, de pinche. La verdad es que, además de ayudar, se fijaba en todo, lo anotaba en su memoria, y pensaba siempre que él también podía cocinar así, si no mejor, que él también podía estar allí como maestro. Y, en poco tiempo, lo consiguió. Triunfó.
Podríamos decir de él que es un genio de la cocina... si no fuera porque se ha abusado tanto del término que ya apenas dice nada, y porque lo suyo es la genialidad ejercida en el día a día. Martín añade a una sensibilidad fuera de serie algo tan raro en estos tiempos, al menos en la cocina, como la sensatez. La combinación es perfecta.
Goza de un paladar privilegiado, y conoce a la perfección las posibilidades, los sabores, de cada producto. Y los lleva al límite. Pero esa sensatez hace que también sepa dónde está ese límite, cuál es la frontera que separa lo placentero de lo desagradable, la satisfacción del hastío. Y llega ahí. Otros se quedan cortos, otros se pasan. Él no: llega hasta donde sabe que se puede llegar.
Será mejor explicarse con ejemplos, todos ellos sacados de la cena disfrutada en su restaurante de Lasarte hace pocos días. Platos con ingredientes de tanto poder sápido como la anguila ahumada, el pepino, el hinojo, el apio o los erizos de mar se convierten en manos de Martín en propuestas sabrosísimas pero equilibradas, perfectamente armónicas, enormemente placenteras.
Así su imitadísimo, pero inimitable, milhojas caramelizado de anguila ahumada, foie-gras, cebolleta y manzana verde; o su novedoso e impactante pepino yodado con centolla, ensalada cruda de hierbas y helado de apio, un prodigio de sensibilidad, una altura con la que jamás pudo soñar un simple pepino.
Su hinojo licuado y en sorbete con 'caviar' de tomate y camarones es una creación en la que el siempre prepotente hinojo se ve domado y obligado a dar lo mejor de sí mismo, pero sin estridencias fuera de lugar. Como los erizos de mar que integran el 'tembloroso', acompañados de berros y un impresionante caldo ahumado hecho con pieles de bonito, sencillamente impresionantes.
Qué decir de su ensalada tibia de 'tuétanos' de verduras con marisco, crema de lechuga de caserío y jugo yodado... Pues que es, sin asomo de duda, la mejor ensalada que uno ha comido en la que ya va siendo larga trayectoria gastronómica, además de ser la más bonita que le han puesto delante. Cómo describir ese caldo de chipirón adornado con crujientes del mismo molusco, que alberga unos raviolis que encierran la tinta del propio calamar, que estalla en la boca del comensal llenándola de sensaciones marinas...
Sensibilidad, sensatez, investigación constante... Martín, ya digo, conoce los límites del paladar humano. Lo que, a estas alturas, no creo que nadie sea capaz de intuir son los límites de la cocina de Martín Berasategui... suponiendo que los tenga, que, visto lo visto, me parece mucho suponer: no hay límite para quienes han sido elegidos para la gloria.
© EFE