Los habitantes de Dresde, hasta ese momento, habían tenido buenos motivos para sentirse optimistas. Conocida como "la Florencia del Elba", Dresde albergaba uno de los centros históricos más logrados y mejor conservados de Europa, y la relación de sus tesoros artísticos la situaba a la altura de las más ricas ciudades alemanas. Por eso –calculaban los dresdenieses–, mientras una tras otra ardían las urbes a lo largo de todo el país, su ciudad merecía quedar al margen de la destrucción que asolaba el Reich.
Los sajones estaban seguros de sobrevivir a esa desolación generalizada, como una isla en un océano de ruinas. Regiones completas de Alemania, como el Ruhr, habían sido devastadas por los bombardeos angloamericanos, y todas las grandes ciudades del país eran poco más que un manojo de edificios derruidos, con los esqueletos de sus construcciones alzándose temblorosos –los que aún se mantenían en pie–, testimoniando la orgía de una destrucción que no parecía encontrar satisfacción. La vecina Leipzig, a menos de cien kilómetros, se había visto sometida a intensos bombardeos en repetidas ocasiones, hasta borrar el trazado de sus calles; más de la mitad de sus edificios se habían venido abajo, un mar de llamas se había enseñoreado de cada uno de sus rincones y el pánico generado había dado lugar a un colapso en las carreteras de tal magnitud que a las autoridades les había costado varios días dominarlo.
Los sajones estaban seguros de sobrevivir a esa desolación generalizada, como una isla en un océano de ruinas. Regiones completas de Alemania, como el Ruhr, habían sido devastadas por los bombardeos angloamericanos, y todas las grandes ciudades del país eran poco más que un manojo de edificios derruidos, con los esqueletos de sus construcciones alzándose temblorosos –los que aún se mantenían en pie–, testimoniando la orgía de una destrucción que no parecía encontrar satisfacción. La vecina Leipzig, a menos de cien kilómetros, se había visto sometida a intensos bombardeos en repetidas ocasiones, hasta borrar el trazado de sus calles; más de la mitad de sus edificios se habían venido abajo, un mar de llamas se había enseñoreado de cada uno de sus rincones y el pánico generado había dado lugar a un colapso en las carreteras de tal magnitud que a las autoridades les había costado varios días dominarlo.
Sin embargo, Dresde no era Leipzig. Ciertamente, la ciudad poseía algunas industrias de valor para el esfuerzo de guerra alemán, entre ellas la siderúrgica, que desde hacía décadas habían hecho de la población la séptima ciudad del Reich. Pero su categoría como emporio cultural, el esplendor neoclásico de sus palacios y el núcleo de su ciudad antigua oficiaban de escudo antiaéreo con más efectividad que cien escuadrones de la menguante Luftwaffe. Sus ciudadanos hacían toda clase de cábalas en torno a la supervivencia de sus hogares y sus familias. Eran muchas, en verdad, las razones que explicaban tales consideraciones, pero sobre todas una: la ignorancia, que una razonable tendencia humana a recurrir a la superstición –alimento de las más descabelladas esperanzas– nutría día tras día.
La monumentalidad de la ciudad no era la única razón que sostenía sus esperanzas. También su condición de capital de Sajonia, que, por fuerza, haría plantearse a aquellos ingleses, primos suyos de las islas británicas al fin y al cabo, la conveniencia de una tal aniquilación. Incluso corría el rumor de que en la ciudad moraba la tía favorita de Churchill, nada menos, de modo que jamás permitiría el líder británico ponerla en peligro. Resulta curioso que los habitantes de Hiroshima, a tantos miles de kilómetros de distancia, fundasen en el rumor de que una tía del presidente Truman residía en la ciudad el haber quedado, hasta la misma víspera del 6 de agosto de 1945, al margen de los objetivos de la Fuerza Aérea norteamericana. El horror nuclear sacudiría con espanto sus esperanzas una soleada mañana de verano de ese mismo 1945.
El que unas fechas antes la Usaaf bombardease las afueras de Dresde tampoco había servido para abrirles los ojos. Apenas habían muerto unas 300 personas, la mayoría trabajadores residentes en las casas que el régimen nacionalsocialista había construido en las zonas de los suburbios. Los dresdenieses lo achacaban a errores de navegación; seguramente ni siquiera sabían aquellos extraños e ignorantes americanos qué ciudad estaban atacando, o quizá equivocaran el objetivo, buscando las industrias del extrarradio.
Justamente en las últimas semanas, aunque por otros motivos, habían comenzado a percibir que la guerra se acercaba a su ciudad. Desde que el 12 de enero de 1945 saltara por los aires la línea defensiva de la Wehrmacht en Baranow, el ejército soviético había cruzado el Vístula y, a una sorprendente velocidad, acampado junto al Oder. La vecina provincia de Silesia, anegada por la marea roja, arrojó a muchos alemanes hasta Dresde. Durante esas pocas semanas, decenas de miles de aterrorizados silesianos atestaron la ciudad. Tan sólo Breslau resistía –lo haría hasta el 9 de mayo, día de la rendición alemana, de ese terrible año de 1945– los poderosos embates de las tropas soviéticas; el resto de la región, con sus ricas minas y su industria de guerra, se había perdido definitivamente para el Reich. Los habitantes del Oriente germánico sabían bien lo que podían esperar de la avalancha que se les venía encima, rugiendo desde los maizales ucranianos, desde las estepas del Donetz, desde las torrenteras del Volga. Göbbels no ahorraba a los alemanes el conocimiento de las atrocidades que cometían los ejércitos de Stalin; por el contrario, envió a sus compañías de propaganda a los lugares que la Wehrmacht había reconquistado de las garras soviéticas, a fin de publicitar los crímenes del gigantesco y vengativo dispositivo militar rojo. En la conciencia alemana permaneció –y aún resuena– el eco de las matanzas de Nemmersdorf, con sus ancianas y niñas violadas, sus hogares saqueados y reducidos a cenizas y sus criaturas de pecho estrelladas contra las paredes o crucificadas en las puertas de los graneros.
El terror que había propiciado la evacuación masiva de Prusia Oriental, el éxodo de millones de personas procedentes de todas las provincias orientales –que no cesaría hasta muchos meses después– y un interminable desplazamiento por numerosos campos de toda Centroeuropa comenzaba a sentirse por aquellas fechas, recorriendo como un escalofrío la conciencia colectiva germano-oriental. Pero, como siempre sucede en las guerras, la mayoría estaba persuadida de que la marea del horror refluiría antes de entrar en su ciudad. Cómo imaginar que las esperanzas depositadas en la tía de Churchill no sólo no iban a salvaguardarlos, sino que iba a ser, precisamente, el sobrino quien les condenara al tormento de una terrible devastación.
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Unos días antes de la celebración de aquel martes de carnaval, unos 1.500 kms. al sureste, en el antiguo balneario zarista de Yalta, se había celebrado una reunión al más alto nivel entre los dirigentes de los países enemigos de Alemania. Roosevelt, Churchill y el anfitrión Stalin habían dibujado toscamente el futuro de Europa jugando con unas cerillas y unas servilletas. Añadiendo porcentajes junto al nombre de un buen número de países europeos, se repartían las esferas de influencia entre unos y otros. Aquellos británicos que habían entrado en la guerra para no ver trastocado el equilibrio europeo observaban, impotentes, cómo se hundía toda una ordenación del mundo por la que habían jurado batirse. Y con ese orden, su imperio. Unos meses más tarde, bajo arresto en Núremberg, Göring resumiría gráficamente la situación escupiendo a los británicos: "Ustedes nos declararon la guerra para que Alemania no conquistase el Este y ahora se encuentran con el Este en el Elba".
Stalin, el verdadero vencedor de aquella cumbre que selló el destino de Europa para varias décadas, se sintió en disposición de renovar sus demandas a los angloamericanos. Estos le entregaban Polonia, cuya libertad nacional había sido esgrimida como la razón para declarar la guerra a Alemania; a cambio, los occidentales nada exigían. Aún más, Stalin había impuesto sus puntos de vista en un sinnúmero de cuestiones mientras Roosevelt accedía, complacido, a las peticiones soviéticas. Churchill se encontraba en franca inferioridad, espantado ante la actitud aquiescente de los norteamericanos y la posibilidad de que medio continente fuera entregado a los comunistas.
Sin embargo, la hora de Gran Bretaña había pasado. Los ingleses se sentían relegados entre los dos grandes, aspirando a obtener la aceptación de sus socios en un pie de igualdad que sabían ya imposible y tratando de prolongar una situación ficticia que enmascarase la creciente postergación a la que le sometían sus aliados. La presencia de los soviéticos en el Oder, mientras los occidentales se encontraban aún lejos de cruzar el Rhin, reforzaba las pretensiones de la URSS. Los soviéticos se podían permitir toda clase de juegos, como asegurar virtuosamente no tener interés alguno en Berlín, cuando en realidad Stalin estaba obsesionado con la captura de la capital germana. Por su parte, los norteamericanos explicitarían posteriormente su renuncia a Berlín, alegando que no constituía un objetivo militar que mereciera el esfuerzo que su conquista supondría. Churchill no daba crédito a lo que oía.
Stalin hacía valer el sacrificio de más de 20 millones de ciudadanos soviéticos en la presente guerra, mientras los norteamericanos secundaban –sin aparente contrariedad– los propósitos de Stalin. El propio presidente Roosevelt había mostrado una franca indignación por la escala de la destrucción observada al sobrevolar las estepas ucranianas sobre las que se había dilucidado la gigantesca partida librada entre la Wehrmacht y el Ejército Rojo. Desdeñando el esfuerzo militar occidental, el dictador comunista presionó para que las fuerzas angloamericanas facilitasen el avance del ejército rojo en el este. Apenas unos meses antes –en el verano de 1944–, los occidentales habían solicitado el permiso soviético para utilizar los aeródromos polacos a fin de abastecer a la insurgencia antinazi de Varsovia. Stalin había dado orden de prohibir el aterrizaje de cualquier aparato aliado en el suelo de la Polonia conquistada por sus tropas. Los polacos demócratas –"los polacos de Londres", como despectiva y significativamente los denominaban los comunistas– debían ser sacrificados con tal de no importunar a Stalin, incluso si eso suponía la renuncia a una ordenación de posguerra que preservase la independencia del país.
Pese a estos antecedentes, los occidentales accedieron a satisfacer a Stalin. En el Frente del Este la aviación nunca se había revelado como un arma decisiva. Las distancias eran demasiado grandes y la escala de las bajas era inmensa en comparación con los estándares de la lucha entre los alemanes y los anglosajones; quienes más cualificados estaban –los alemanes– hacía tiempo que dedicaban el grueso de sus fuerzas aéreas a la defensa del Reich, mientras que los soviéticos apenas habían desarrollado el concepto de bombardeo estratégico, en favor del apoyo a las tropas de tierra, tal y como los alemanes hacían desde las primeras etapas de la guerra.
Así pues, los aliados occidentales debían contribuir al esfuerzo soviético de forma directa; lo que Stalin proponía era que los angloamericanos bombardeasen la retaguardia alemana; pero la del Frente Oriental, no la correspondiente a la suya propia.
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Aquel martes, 13 de febrero de 1945, la predicción meteorológica del ejército británico vaticinaba que la masa de nubes que se desplazaba por el centro del Reich comenzaría a resquebrajarse sobre Turingia, produciendo grandes claros hacia el este, donde se encontraba Dresde. En la ciudad, los refugiados abarrotaban las calles, los centros de asistencia, los barracones que habían habilitado las autoridades con la máxima celeridad posible para acogerlos. Ya sumaban cientos de miles los procedentes de Silesia, acompañados de una auténtica barahúnda de carritos, lloros infantiles y lamentos.
Los recién llegados se maravillaban de la magnificencia y la normalidad de la ciudad, de su estado particularmente ajeno a la guerra. Desde luego, no exageraba el Führer cuando se había referido a la capital sajona como a una "perla" que engarzar en el conjunto de la nación. Sin duda lo era, y los silesianos –que tantas idas y venidas habían experimentado desde que el Reich perdiera la guerra veintisiete años atrás– envidiaban en secreto el pacífico aspecto del que también ellos habían gozado hasta hacía apenas unas semanas, antes de que la catástrofe se precipitara sobre sus vidas.
Los jóvenes destinados a las escasas baterías antiaéreas de la ciudad añoraban, en la monotonía de su desempeño, los tiempos en los que participaban de las celebraciones de carnaval. Las ocasionales bombas que habían caído les ratificaban en la idea de inmunidad; la cercanía del frente y la preservación de Dresde habían propiciado el rumor de que la ciudad iba ser la capital de la administración del país una vez ocupado por el enemigo. De cuando en cuando disparaban al cielo más bien a ciegas, porque la aviación inglesa no se adentraba hasta el corazón de la ciudad. Y ello, resultaba indudable, no podía deberse sino a un deliberado propósito de preservarla de la destrucción.
Los refugios eran muy escasos. Al parecer, tampoco las autoridades sentían la necesidad de construir más. En la vecina Leipzig, por ejemplo, la ratio de refugios era muy superior. Una noche particularmente despejada, unas cuantas semanas atrás, los incendios de Leipzig habían iluminado la oscuridad hacia el oeste. El resplandor de las llamas elevándose al cielo podía apreciarse sin dificultar desde casi cualquier punto de la ciudad, pese a lo cual las baterías de la zona occidental las contemplaban sin especial aprensión. Las fotos de la devastación causada por los bombardeos circulaban profusamente por toda Alemania, pero palidecían frente a la enormidad de los incendios y las explosiones en el momento álgido de los ataques. Los jóvenes de la Luftwaffe que servían en Dresde podían suponerlo, pero nadie que no hubiera vivido un ataque aéreo de la gigantesca magnitud de los que sufrían las ciudades alemanas era verdaderamente capaz de hacerse una idea cabal de lo que aquello representaba.
La tranquilidad reinaba sobre Sajonia en el crepúsculo del 13 de febrero de 1945. Los reclutas de la fuerza aérea se aburrían mortalmente, como cualquier otra noche, exhaustos después de los ejercicios de defensa ensayados por enésima vez. Hacía frío en aquel rincón de Europa, y el viento había barrido las nubes, tachonando el oscuro firmamento de finas estrellas, duras como agujas. Los soldados bostezaban y se desperezaban, alternativamente. Muchos de ellos repetían mentalmente la lección que al día siguiente, aún sin haber ido a dormir, deberían recitar en la escuela. En el III Reich la juventud guiaba a la juventud –había jurado el Führer–, pero los maestros seguían dando cuenta a los padres de los progresos de aquellos chavales, de quienes dependía la seguridad de la patria.
***
Otros jóvenes, apenas unos años mayores, cruzaban a toda prisa las pistas de los aeródromos en Norfolk. Altos, espigados, brincaban a las carlingas, comprobaban las municiones de la posición artillera de cola (...) y la carga explosiva que preñaba el vientre del aparato. Encendían los motores, a la espera de que calentasen lo suficiente mientras se aseguraban de que cada cosa estuviera en su sitio, los aparatos de navegación crecientemente sofisticados que les indicaban la posición sobre el objetivo, las guías de ruta, todo.
La misión no parecía fácil, ya que Dresde se hallaba casi en el límite de la máxima penetración de la RAF. El viaje de ida y vuelta sumaba 2.800 kms., por lo que sólo podrían permanecer sobre el objetivo unos veinte minutos. Se anunciaba una noche despejada, lo que facultaba la navegación pero también la temible caza alemana y la acción de los antiaéreos. Los Lancaster debían pasar diez horas en vuelo, buena parte de las cuales sobre territorio enemigo. Aunque la incursión terminaría siendo poco más que un ejercicio de tiro al blanco, sobre el papel parecía cualquier cosa menos sencilla. Muchas jóvenes tripulaciones maldecían su suerte, al no comprender por qué razón debían volar tan lejos para aniquilar un objetivo que carecía de importancia. Ignoraban que Churchill había jurado vengarse por el lanzamiento de las V1 y V2 alemanas sobre Gran Bretaña. Y que ellos eran los llamados a ejecutar tal venganza.
(...)
En Inglaterra, los jóvenes pilotos escuchaban las órdenes que se les impartían en las salas donde se concentraban antes de subir a los aparatos. Les hablaron de las líneas telefónicas que se controlaban en Dresde, del tendido ferroviario que convergía en la ciudad, de la colaboración con las tropas de Koniev que se acercaban a Sajonia para quebrar el frente en su punto más sensible. Al final de la charla, las órdenes dejaban caer que uno de los objetivos de la operación –subsidiariamente, eso sí– era "que los soviéticos sepan, cuando lleguen allí, lo que es capaz de hacer el Mando de Bombardeo". Los pilotos, acostumbrados a escuchar todo tipo de razones militares y políticas, nada preguntaron. Se trataba de una misión más, eso era todo.
NOTA: Este texto está tomado del capítulo 2 de EUROPA BAJO LOS ESCOMBROS, de FERNANDO PAZ, que acaba de publicar la editorial Áltera.