Entre las notas, que ahora recojo, con las que preparé La noche del rey (mi reciente osadía novelera) apareció polvorienta la historia de un hecho real que hubo de conmover a los ciudadanos de Nueva York en 1788, y que bien podría ser la primera manifestación de una algarada espontánea de indignados.
Todo comenzó cuando John Hicks Jr., estudiante de Medicina en el Hospital del Bajo Manhattan, tuvo la mala idea de gastar una broma macabra. Una broma de humor más que dudoso que, sin duda, podría interpretarse como una más de las tonterías que los médicos jóvenes hacen cuando llevan demasiado tiempo entre cadáveres y formoles, pero que tuvo consecuencias insospechadas.
Durante una clase de anatomía, agarró el brazo amputado de un cadáver que acaba de diseccionar y lo levantó para mostrárselo a un mozo de limpieza que husmeaba al otro lado del cristal del quirófano. El estudiante gritó a los cuatro vientos: "Mira, chaval, podría ser el brazo de tu madre". Al parecer, el muchacho de la limpieza aún se encontraba de luto por la muerte, pasmosa casualidad, de su propia madre. De manera que la broma adquirió tintes dramáticos.
El joven corrió como un alma perseguida por el demonio entre las callejuelas de un Nueva York sucio y violento y fue a refugiarse entre los brazos de su doliente padre. Le contó la historia (a buen seguro con alguna exageración que otra) y le condujo a un estado de ira y sospecha que no pudo controlar. Padre e hijo decidieron acudir al cementerio y cerciorarse de que la última morada de la pobre difunta no había sido profanada. Para ello, se hicieron acompañar de un grupo de vecinos que observaron con pavor que, efectivamente, la tumba estaba vacía. Evidentemente, aquel espanto poco tenía que ver con la broma de John Hicks, pero eso ya no importaba.
Durante buena parte del siglo XVIII, ser estudiante de medicina era una tarea más que complicada.
Las posibilidades de acudir a una lección de anatomía resultaban más bien limitadas. Las leyes sólo permitían practicar con cadáveres de reos a los que el juez expresamente hubiera condenado a "ejecución y disección". Tales limitaciones aventaron un negocio tan macabro como rentable. Muchos estudiantes y profesores se ganaban un sobresueldo robando cadáveres de las tumbas. Los llamaron "los resurreccionistas". Abrían las cajas de los pobres, de los desamparados, de los muertos en las cárceles o de los esclavos negros. Aunque pronto todo aquel al que le hubieran dado tierra corrió peligro de ser secuestrado. Los fallecidos de familias ricas empezaron a ser enterrados en ataúdes de acero o rodeados de medidas de seguridad para evitar el escarnio. En ocasiones, se contrataba los servicios de guardias que se mantenían día y noche junto al finado hasta que transcurriera un tiempo suficiente para que se hubiera producido la descomposición, lo que hacía que el cadáver ya no fuera útil para la ciencia.
Entre 1750 y 1788 la actividad llegó a ser febril. Y habría seguido siéndolo de no ser por el desafortunado chiste de aquel estudiante de medicina. El padre y el hijo desolados por la profanación de la tumba familiar no tuvieron la menor duda de que el robo había sido obra de los resurreccionistas, y congregaron a su alrededor una horda de ciudadanos indignados por las prácticas forenses. La manifestación se convirtió en batalla campal. La riada de gente rodeó el Hospital de Nueva York con la intención de linchar a los doctores que en él se encontraran. Sólo dos médicos y algún asistente trataron en vano de proteger las muestras biológicas, el instrumental y los documentos de las investigaciones. Todo fue destruido. Al calor del éxito obtenido, los manifestantes acudieron al centro de Manhattan y a la cárcel de la ciudad, ávidos de violencia. Sólo la intervención, al día siguiente, de la milicia comandada por el gobernador George Clinton detuvo los disturbios. Murieron ocho asaltantes.
Semanas después, las autoridades de Nueva York dictaron una nueva ley que permitía el uso de cadáveres de criminales ahorcados (sea cual fuere la causa de su condena) para la investigación médica. Pero las profanaciones siguieron produciéndose hasta bien entrado el siglo XIX.
A lo largo de la historia de la ciencia pueden encontrarse decenas de episodios de incomprensión como éste. Viene a la memoria la condena al ostracismo de Ignaz Semmelweis, el médico vienés que osó proponer a los cirujanos que se lavaran las manos antes de operar, idea que le valió el repudio de la comunidad científica y un largo camino por la pobreza y la locura que acabó con su muerte... autoinfectado de bacterias para demostrar la importancia de la asepsia. O los 9.000 cadáveres de los soldados británicos en la Guerra de los Bóers, que cayeron como moscas aquejados de tifus porque alguien decidió que era una indignidad vacunarlos. La oposición a la prevención fue tal, que algunos médicos que portaban las vacunas fueron tirados por la borda de los barcos camino de Sudáfrica. O el inveterado pavor a los doctores de la España del siglo XIX, fielmente relatado por Richard Ford en su Manual para viajeros por España, de 1844. En aquella época, ser médico en nuestro país era una profesión de riesgo. Al matasanos se le tenía menos respeto que al carnicero que ofrecía carne en mal estado, y más de uno sufrió en sus carnes las consecuencias de un diagnóstico desfavorable. O las diatribas del teólogo inglés Edmund Massey, que defendía en 1772 que las enfermedades eran también obra de Dios y la vacunación, una práctica diabólica que obstaculizaba los planes del Creador.
Por desgracia, el temor irracional a la ciencia no se ha erradicado. La monja Teresa Forcades despotricaba contra las vacunas desde su púlpito de Youtube en plena crisis de la gripe A, y Tony Blair tuvo que rectificar su decisión pública de no vacunar a sus hijos cuando le explicaron que sus creencias sobre la relación entre inmunización y autismo eran pura pseudociencia.
¿Y qué otra cosa sino un miedo atávico y estúpido al avance de la ciencia son la oposición a la modificación genética de las plantas que comemos, el temor a vivir cerca de una antena de telefonía móvil, la demonización de las radiaciones, el culto desenfrenado a lo natural frente a lo artificial, el miedo a la química?
Esta semana, la Audiencia Nacional ha denegado a Ana Patricia Botín la petición de retirar una antena de telefonía móvil cerca de su casa. La directiva bancaria aducía supuestos informes científicos que avalaban sus temores ante la nueva tecnología. Los jueces no le han dado crédito. Afortunadamente, no parece que vaya a organizar una partida de ciudadanos que rodeen con horcas y antorchas la sede central de Telefónica.