Se trataba de una dama menuda, algo regordeta, de edad ya avanzada pero con una vitalidad y capacidad de enredar que volvía loco a cualquiera. Protestaba a cada momento con voz chillona, y podía tener a la junta votando y revotando una decisión hasta que salía a su gusto. Venían ella y una amiga suya de una candidatura minoritaria, dirigida por unos sujetos incalificables, mezcla de socialistas y de extremo-derechistas (el Ateneo hacía compañeros de cama aún más extraños que la política). Querían el poder a cualquier precio. Las inquinas entre camarillas eran "africanas", y dábamos por sentado que doña Sturmabteilung y su amiga espiaban para los minoritarios, a fin de exponer la Junta de Gobierno a sus insidias en las demenciales asambleas mensuales del centro.
Al parecer, doña Sturm provenía de la Sección Femenina. Un día en que, para variar, me llamó terrorista, le repliqué: "¿Seguro que tú no vienes de las secciones femeninas de asalto nazis, las más sanguinarias?". Le pareció ofensivo.
La buena señora y su compañera de fatigas nos pusieron una querella a varios de la junta, por presuntas injurias, varias de ellas escritas por mí en unos carteles informativos a los socios. En el juicio, doña Sturm se levantaba e interrumpía constantemente, como tenía por costumbre en el Ateneo. La juez no podía con ella: "¡Pero siéntese, señora!". "¡Le digo que se siente! ¿No me ha oído?". "¡Que se calle, señora, ya hablará cuando proceda!". "¡Haga el favor de no contarnos su vida!"…
Las acusadoras presentaron de testigo a una amiga suya, abogada muy de derechas y feminista, y preguntole la juez: "¿Ha visto usted esos carteles donde injurian a doña Sturmabteilung?". "¡Yo no leo esos papeluchos!". "Entonces, ¿qué viene usted a testificar aquí?". "Yo lo que afirmo es que a doña Sturm la tratan muy mal y hablan de ella muy mal, porque estoy en el Ateneo y conozco el ambiente". La otra acusadora informó, con voz tristona: "A mí me llaman Oveja"; lo que casi nos dio un ataque de risa allí mismo. Dejamos la sala tronchándonos, aun si inquietos en cuanto a por dónde saldría la juez, la cual, afortunadamente, emitió una sensata absolución.
Nadie imagine que los demás príncipes del Ateneo y adversos a Sturmabteilung fueran, en general, de otra madera. Estaba, por ejemplo, el trío formado por Milhombres, Crisoide y Licandro, uno de ellos abogado, el otro no sé qué y el otro profesor de la Autónoma. Tal vez la trampa a doña Sturm la planearon o se les ocurrió sobre la marcha, lo último parece harto más probable, pero les salió bordada; y vean cómo de la broma a la tragedia media un paso.
En una reunión de la directiva la dama pidió un bolígrafo, y Crisópata se lo negó con la cariñosa advertencia: "A ti no, que te lo quedas". La buena mujer, herida en su honor, replicó que ella no era una choriza, y que a saber de dónde vendrían los géneros vendidos por él en su negocio particular. Pues Crisoide se dedicaba, según contaban, a la compraventa de oro. El negociante puso el grito en el cielo: "¡Me ha llamado perista! ¡Me ha llamado perista!". "¡Eso es imputarme un delito, y debe constar en acta! ¡Exijo una rectificación!". Le apoyó con vigor Licandro, y Milhombres también opinó, virtuosamente, que tales palabras debían constar en acta. "¡Retíralo, Sturm!", repitió Crisoide, buscando humillarla. Pero Sturm expresaba su vehemente opinión de que él debía ser quien retirase sus ofensas previas.
Milhombres, encargado de las actas, anotó algo parecido a esto: "Hacia la hora tal se produce una riña entre miembros de la Junta a la que no presta atención quien esto escribe. En un momento dado, doña Sturmabteilung acusa a don Crisoide de tener un negocio de perista. Don Crisoide exige la rectificación y doña Sturmabteilung se niega, por lo que don Crisoide pide que conste en acta para los efectos legales pertinentes". Obsérvese la fineza con que Milhombres omitía el insulto previo del ofendido: sumido en profundas cavilaciones, cual solía, no se había enterado de la primera parte de la riña, así que, honradamente, no podía consignarla.
Licandro enarboló el acta en triunfo: "¡Ahora, Sturm, ahora vas a ir a juicio por injurias y calumnias! ¡Te vas a enterar, ahora sí que te vas a enterar! ¡Tus palabras están aquí, en el acta, ante testigos!". La buena señora, a pesar de su edad, daba saltitos tratando de alcanzar la hoja que Licandro sostenía en alto, fuera de su alcance. "¡Quiero leerla, tengo derecho a leerla!", gritaba sin aliento, al borde de las lágrimas. "Ya la leerás en el juzgado, Sturm; de ésta te vas a quedar sin un duro", le comentaban alentadoramente los otros. Milhombres, un redomado hipócrita, ensayaba la expresión del probo funcionario cumplidor de su deber, aun si doloroso. El rostro de la acusada denotaba los nervios de quien se ve próximo al banquillo de los acusados, pero seguía sin dar su brazo a torcer.
Y no fue broma, juicio hubo. Pidió Crisoide al juez la sustanciosa indemnización correspondiente a los daños infligidos a su dignidad profesional, y me tocó sacar las castañas del fuego a doña Sturm. Resalté, como testigo, que Milhombres se había enterado necesariamente de la trifulca desde el primer momento, pues se había producido con acritud y voces destempladas; y, por lo demás, me parecía injusto hacer constar un único caso a favor de una determinada persona, cuando riñas de aquel estilo surgían cada dos por tres en las reuniones de la directiva. Crisoide se quedó sin su ansiada indemnización, a su entender tan merecida, lo cual no me ganó su afecto.
Las alianzas podían cambiar de la noche a la mañana. Así, Licandro llegaría a enemistarse con sus compañeros, los cuales, como primera medida, hicieron sacar de su despacho un espléndido e historiado escritorio, dejándole a cambio una vulgar mesa de cocina con dos sillejas a tono. Siguió durante semanas un forcejeo de poderes, pues Licandro volvía a meter el escritorio, sudando la gota gorda porque el mueble pesaba muchos kilos, y sus ex amigos, más descansadamente, ordenaban a tres empleados que volvieran a sacarlo. Al final, Licandro hubo de batirse en retirada y dejó de acudir al despacho. Perdió en las elecciones siguientes, y los otros reunieron sus papeles, los metieron de cualquier forma en una bolsa de basura y así se los dejaron en portería. Con razón estaba cabreado.
La mayoría de las actas tenía muy poco que ver con las reuniones, y se aprobaban comúnmente por evitar tediosas disputas. Yo apenas las escuchaba, por mi aversión a la burocracia. Pero cien veces me he arrepentido de mi falta de reflejos o de visión histórica, por así decir, al no haber grabado subrepticiamente aquellos encuentros en un magnetofón. Habrían constituido un documento único, de una comicidad surrealista difícilmente parangonable.
Las asambleas (una cada mes) solían ser demenciales, ya lo dije, pero las reuniones de junta las superaban de lejos. Allí brillaban las pasiones humanas sin recato ni respeto a reglas o convenciones, en una lucha despiadada por el poder y el dinero: intrigas conspiratorias, mala leche infinita, incumplimiento de acuerdos, ruindades esperpénticas. Mi amigo Isabelo Herreros, político azañista que ojalá hubiera más como él, decía no haber conocido nada igual en la política corriente, de por sí poco recomendable para almas sensibles.
Sólo refrenaba aquellas pasiones un persistente temor a la ley. Una tarde entraba en la sala llamada Cacharrería uno de aquellos individuos ansiosos de asaltar la directiva, y venía charlando, sonriente, con una chica. De pronto me vio, y su expresión cambió dramáticamente, crispándose en una irreprimible mueca de odio. Pensé: si de pronto aquí se viniera la ley abajo, habría muertes. Para entonces yo empezaba a tirar la toalla después de perder años en envenenadas peleas. Queriendo hacer algo más productivo, empecé a escribir sobre la Guerra Civil.
Lo que elevaba al absurdo absoluto la gracia de aquel concurso interminable de bilis y vilezas es que… ¡no había poder ni dinero que rascar, como no fueran pequeñas sisas o raterías! Pero muchos creían lo contrario, se desesperaban de no estar en el pesebre o, llegados a él y comprobada su indigencia, sospechaban de los demás. Antaño, el Ateneo había gozado de influencia política, hasta el punto de llamársele "la antesala del Parlamento", donde hacían vida intelectual los diputados y prohombres de partido. En sus locales se había incubado la II República, y poco después los orates de la casa, siempre abundantes, habían vuelto tarumba a Azaña invocando "la soberanía del Ateneo"… Aquello había acabado, sin vuelta atrás. Durante el franquismo, la institución había sido simplemente un centro cultural de excelente nivel, y su única posibilidad consistía en mantener y perfeccionar ese carácter.
Llegada la democracia, un brillante grupo de intelectuales liberales, encabezado por Chueca Goitia y Julián Marías, intentó convertir la Casa en un gran foco de cultura, pero el proyecto fracasó en ciernes al chocar con un sector izquierdista, furiosamente convencido de tener al alcance de la mano una oportunidad histórica para sus planes, tan ambiciosos como confusos. La pugna por el fantasmal poder se volvió frenética, entre bajas maniobras y ultrajes indecentes.