Un buen día, los simpáticos cochinillos decidieron constituirse en célula autogestionaria, con el fin de procurarse una vivienda digna al margen del sistema. Miraron primero algunos edificios vacíos en la zona, con la intención de okuparlos, pero finalmente decidieron construirse su propia solución habitacional en un claro del bosque, por aquello de vivir en plena naturaleza, con una buena charca cercana en la que hacer las abluciones matinales.
Después de mucho mirar, seleccionaron una parcela de tres mil metros, que dividieron en tres partes iguales, para que cada uno pudiera construirse su solución habitacional, pues lo de compartir espacio sabían que iba a ser muy complicado, dado el ritmo de vida de cada uno de ellos.
El más pequeño de los tres, Kevin Bacon, dedicaba su tiempo libre a tocar en un grupo de death metal y necesitaba un local de ensayos. El mediano, Jonathan Christian, por el contrario, era un fanático de las terapias orientales y el yoga tántrico, actividades que requerían de un gran silencio. Por su parte, Ricardo, el mayor de los tres, opinaba que sus hermanos eran dos gilipuertas sin remisión, y su única pasión era ver en la tele los programas de testimonio (Kevin y Jonathan le llamaban Ano Roso para chincharlo) mientras se atiborraba de bolitas de pienso transgénico sabor tutifrutti.
Una vez decidieron que el lugar les convenía, realizaron el preceptivo estudio de impacto medioambiental y comenzaron la construcción de sus tres soluciones, cada uno siguiendo su particular criterio. El marranito Kevin decidió que su casa sería un recinto diáfano, con distintos espacios funcionales en torno a la zona central, donde juntaría al grupo para ensayar sus piezas melódicas. Para su construcción utilizó maderas usadas, pensando que de esta forma el recinto tendría cierto aire retrogótico de lo más sugestivo, y además porque los gastos del grupo musical le estaban dejando sin blanca, y no estaba dispuesto a invertir más de lo necesario. Jonathan, el místico, andaba por esas fechas experimentando con ciertas terapias de erotismo introspectivo, por lo que decidió fabricarse su casa, naturalmente, de paja. El cerdito Ricardo, mucho más convencional, construyó su casa con hormigón y con ladrillo visto en la fachada: tenía salón, cocina y tres dormitorios, y una pocilga integrada.
Los tres vivían muy felices, sin pagar hipoteca alguna, pero un buen día apareció el lobo feroz con una orden de deshaucio y les conminó a abandonar sus viviendas, bajo la amenaza de que, en caso de resistencia, el Ayuntamiento las derribaría.
El lobo era propietario de una inmobiliaria casi tan grande como la de los hermanos Almodóvar, y con sucios manejos, a los que el comendador encargado del área de urbanismo no era ajeno, había logrado la recalificación de los terrenos donde se asentaba esa curiosa comuna porcina, para construir un campo de golf y mil quinientos chalecitos adosados. Los pobres cerditos no salían de su estupor al verse por primera vez enfrentados a los rigores del capitalismo depredador y el urbanismo salvaje; pero, una vez superado ese primer momento, decidieron que plantarían cara a semejante injusticia.
Al mes siguiente de este primer encuentro apareció una división de excavadoras, dispuestas a ejecutar la orden administrativa. Al primer zambombazo, la casa de Ricardito saltó por los aires; a punto estuvo de provocar un marranicidio. El pobre guarrillo salió corriendo a la casa de su hermano Kevin Bacon, que en ese momento se encontraba con su grupo atacando los primeros compases de su éxito "Bésame, cerda". Tan sólo acababa de entrar cuando las máquinas irrumpieron también allí, obligando a sus moradores a salir disparados para no acabar sepultados bajo los escombros. Todos los cerditos corrieron a refugiarse en la casita de paja del bueno de Jonathan. Allí se quedaron agazapados, temblando de miedo, mientras el rugido de los motores de las máquinas se aproximaba.
Y entonces ocurrió el milagro. Varios miles de lugareños, encabezados por los miembros de la organización ecologista Pocilgas Sin Fronteras, se interpusieron entre la casita de paja y las máquinas excavadoras del malvado lobo, dispuestos a impedir la consumación de la tragedia. La tensión iba en aumento, y cuando los obreros del lobo y los manifestantes discutían con más fiereza apareció a todo galope un enviado del juzgado, con la orden de paralizar las obras de demolición. Los ecologistas habían presentado una denuncia ante el fiscal anticorrupción en la que demostraban los sucios manejos del lobo con los corruptos mandamases del concejo, lo que obligó al juez a dejar las operaciones en suspenso mientras se sustanciaba la investigación.
Todos los hombres, mujeres y animalejos de progreso lanzaron vítores al enterarse de la noticia y felicitaron efusivamente a los tres hermanos. El resto del cuento es previsible. El lobo feroz fue procesado y, al cabo de tres años de juicio, condenado a pagar una pequeña multa. Unos meses más tarde concurriría a las elecciones municipales, para ganarlas por mayoría absoluta. Pero ya no pudo hacer nada contra los cerditos. En esos tres años la casa de Jonathan se había convertido en un lugar de peregrinación para todos los cochinetes en busca de experiencias trascendentales, y el lugar había sido declarado Reserva de Especial Interés Místico.
Los tres cerditos vivieron muy felices, y con las aportaciones voluntarias de los miles de peregrinos que llegaban cada día a su comuna compraron un jet y se dedicaron a viajar por el mundo, pegándose la vida padre y proclamando allá donde iban la necesidad de que el pueblo se levantase contra la opresión capitalista. Fueron el precedente de las estrellas de rock actuales, pero de éstas ya nos hemos ocupado en otro lugar.