Un amigo terapeuta me habló de un paciente solterón esclavizado por una rara costumbre: va a la recóndita playa donde tuvieron lugar sus primeros escarceos amorosos y, frente a la puesta de sol y pensando en su amada, ritualiza un sacrificio solitario en el altar de Venus (jolín, qué fino me ha quedado esto), con amor renovado y frustración también renovada.
Pensaba yo en estas cosas el otro día cuando quedé con mi amiga Consuelito, que es monja misionera y vino a ver a su familia desde África, donde se gana el cielo en un hospital selvático. Y mientras hacíamos unas torrijas para los viejos menesterosos –que, después de tomarlas, debieron de quedar también ciegos– se me ocurrió preguntarle si su primer amor le había dejado huella. Consuelito, después de remolonear un poco, me impuso dos condiciones para hacerme depositaria de su confidencia: una, que le diera dinero para el hospital africano; la otra, que no fuera contando a todo el mundo sus confidencias.
La última condición me pareció bien, pero la primera no tanto. Todo el mundo sabe que a las monjas les ha hecho la boca un fraile y que la intención es buena, pero ya sabéis que, en mi opinión, en los países en desarrollo la pobreza aumenta mediante un mecanismo diabólico que funciona así: por un lado se mete el dinero y por el otro salen más niños pobres. Fiel a mis creencias, le contesté que sólo daría dinero para algún programa de anticoncepción. La monja lo pensó un poco y luego me aseguró, divertida, que estaba de acuerdo y que, con mi dinero, compraría preservativos para los negros.
Llegamos, pues, a un entendimiento y fui a hurgar en el escondrijo donde guardo lo que siso con vistas a hacerme una liposucción en la papada, y a la vista del dinero Consuelito me relató su único y soso idilio, que, por cierto, me llenó de nostalgia.
Los amores de Consuelito tuvieron lugar al final de un verano en el que llovió mucho –yo lo recuerdo perfectamente– durante las fiestas del pueblo, que se celebraban en una explanada entre la iglesia y el cementerio. Ese año habían contratado a las inefables hermanas Garse (Juana y Paca Garse), equilibristas nativas de la Galicia profunda que causaban estragos entre el público masculino. Una hermana Garse era grande y forzuda; la otra, más terciada. En una tarima que servía de escenario, la hermana musculosa se mantenía en equilibrio sobre una tabla y la pequeña trepaba hasta sus hombros y hacía allí malabarismos.
Como los pantalones femeninos eran escandalosos entonces, las hermanas Garse se remetían la parte de atrás de la saya por entre las piernas y la sujetaban por delante con imperdibles para no enseñar las vergüenzas. Los hombres atisbaban entre los pliegues del percal, siempre atentos a las visiones fugaces, y agasajaban verbalmente y muy por lo bestia las piernas blancas y musculosas de las artistas. Ellas, muy curtidas, eran respondonas, y mirando de través por el rabillo del ojo, sin dejar de actuar, de vez en cuando espetaban: "Cala a bouca, castrón...".
Y arreciaba la gaita, ese instrumento ancestral que, según dicen, suena igual que si te pones un gorrino histérico bajo el sobaco y le pellizcas las criadillas. Arreciaban también los cohetes, que, por la humedad, daban gatillazos la mayoría de las veces. Se rifaba una oveja y, mira qué gracia, le tocaba a un borrachón, y allá se iba dando tumbos tan contento. Y, por fin, empezaba el baile.
La orquesta atacaba un pasodoble y, aunque había menos hombres que mujeres, nadie se privaba de bailar. La abuela bailaba con el nieto, la viuda con su cuñada y las mozas con las mozas, sin complejos, a la vista de los santos y de los difuntos, que esa noche interrumpían su eterno descanso.
Consuelito llevaba días intimando con un chico que pasaba el verano por allí. De hecho, estaban en pleno idilio, ajenos a la masa bailona que los apretujaba. Y precisamente cuando cantaban eso de "Reloj, no marques las horas" el chico le trincó la mano y, muy seriamente, besó su dedo meñique, luego besó el anular... y cuando iba a besar el de la higa empezó a llover copiosamente, con gran aparato eléctrico. La música paró en seco –paradójicamente–, y la gente se desparramó por aquí y por allá con mucho alboroto, buscando cobijo.
Mi amiga empujó a su pareja hasta el hórreo del señor cura y, al intentar meterse debajo, el mozo, que era muy alto, se partió la frente contra la piedra redonda de granito que remataba una columna. No se desmayó en el momento, sino que –como he visto que suelen hacer los hombres– lo fulminó la vista del chorretón de sangre. El largo cuerpo quedó tirado en un charco mientras la sangre se mezclaba con la lluvia. Luego se lo llevaron al médico en la camioneta del panadero, para coserlo un poco. Hasta me parece que la más hercúlea de las hermanas Garse ayudó a cargar con él.
No lo volvimos a ver más. Ahí acabaron los amores terrenales de mi amiga, a la que se le quedaron para siempre tres dedos por besar, porque Dios no tuvo a bien consentirlo. Se conoce que la quería mandar al cuerno (de África). Pero fue un poco drástico con el pobre joven, que mostró su faceta de antihéroe en el momento mismo en que bullía el amor. A pesar de eso, y de que Consuelito lleva ahora una vida más agitada e intensa que muchas aventureras descarriadas (sólo que ella no se come una rosca) y lo pasa bomba haciendo lo suyo, los amores primeros son muy malos de olvidar y ella lleva su recuerdo amoroso como un pequeño quebranto. Sí, también ella.
Acabada su ingenua confesión, la monja contó su dinero y me prometió de nuevo que compraría condones para los africanos. Hoy me llamó para despedirse y para decirme que ya había cumplido su promesa. Pero, como suelen decir las personas ordinarias, me la metió doblada. Según me explicó, había comprado unos preservativos en el supermercado y al salir se los había entregado al negro que vende La Farola en la puerta, y que debió de quedar alucinando en colores, como se dice ahora. El resto del dinero, eso sí quería dejarlo claro, iría para la farmacia de su hospital.
Yo protesté porque eso es trampa, pero ella me contestó con desenvoltura que no me mintió, porque había sido muy escrupulosa y en ningún momento había prometido que destinaría todo mi dinero a comprar condones. Se trataba, simplemente, de una restricción mental o algo por el estilo. Demonio de monja.
Pues mira, Consuelito, yo tampoco rompo mi promesa si cuento aquí tu secreto, porque en ningún momento pensé decírselo a todo el mundo. Sólo os lo digo a vosotros.